El pasado jueves 13 de septiembre, en el ciclo Fundido a Negro organizado por el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq, se presentó la ya mítica novela El último Hammett en la que Juan Sasturain estuvo trabajando durante casi cuatro décadas. Acompañaron al autor María Inés Krimer, Kike Ferrari, Mariano Buscaglia y Ezequiel de Rosso en una mesa coordinada por Damián Blas Vives. Reproducimos a continuación las palabras que el profesor De Rosso compartiera con la audiencia.

 

El último Hammett termina con una datación: “Buenos Aires, julio de 1984, marzo de 2017”. Libro gemelo de sus Relatos reunidos (que declara que la piezas narrativas que componen el libro “fueron escritas a lo largo de casi cuarenta años” e incluye “versiones definitivas” de relatos incluidos en esta novela, entonces inédita, pero sobre eso hablaremos en un rato), El último Hammet comienza a escribirse antes de la publicación de su primer libro, Manual de perdedores, de 1985, y su escritura abarca todo la obra édita de Sasturain. En este sentido, El último Hammet puede pensarse como “la gran novela blanca” de Sasturain, ese objeto elusivo que sostuvo secretamente su obra y que ahora finalmente emerge. Porque, claro, esa obra “visible” resulta extraordinaria.

Para entender ese gesto, habrá que decir que la “generación” de Sasturain (Geno Díaz, Sinay, Juan Martini, Soriano, Elvio Gandolfo, etc.) se caracterizó por una reivindicación del policial que inevitablemente cayó en dos caminos, lo que revela una especie de desconfianza con respecto de las posibilidades del género en tanto que forma literaria. En efecto, las formas más tradicionales de leer el género (desde los setenta y hasta hoy) se han decantado por la vía de la denuncia política (como Noches sin lunas ni soles, de Rubén Tizziani) o el juego metaliterario (como “La loca y el relato del crimen”, de Piglia).

En el centro de estas preocupaciones está, como no podía ser de otra manera, la figura del detective. Si en los relatos “de denuncia negra” el investigador tiende a desaparecer, en los relatos metanarrativos su figura se torna central, es la forma misma del problema. Y es que es la figura del razonador, la forma de la encuesta que caracteriza la investigación detectivesca y la apertura a la serialidad que garantiza el caso el modo en que estos escritores se aproximan al género. Son esos elementos, procedimentales, los que hacen posible el despliegue metaliterario de “La loca…” o, años después, la especulación por la verdad en El agua electrizada, de C.E. Feiling.

El primer gran aporte de Sasturain a la historia del género es la apropiación menos de su figura epistémica que de su lugar como rasgo dinamizador de una trama. Nos referimos aquí a detectives eficaces (como los que había en la ficción popular entre los 40 y los 60) que ahora, inevitablemente, deben ser vistos como parodias, como Quijotes (como casi explícitamente lo reconoce el narrador de Manual de perdedores, de Juan Sasturain, 1984) siempre al borde del ridículo.

Manual de perdedores 1, de Juan Sasturain (1983 en folletín y 1985 en libro) y 2 (1984 en folletín y 1986 en libro) encuentran en la peripecia del policial menos un “retrato” de la realidad que un dispositivos narrativo que puede referirse a ella tangencialmente.

En efecto, no se trata de que en estos textos la realidad “entre o no entre” (de hecho, en las novelas de Sasturain aparecen referencias bastante precisas a la represión de los años previos, con el tono “tanguero” que relama la melancolía), sino antes bien, que el tejido narrativo que articulan estos textos es notablemente diferente del que articulan los textos “realistas”, porque lo que se encuentra en la saga de Echenaik y los distingue de otras apropiaciones de “lo negro” es su lectura como espesor narrativo. Manual de perdedores está llena de peripecia y los enigmas requieren de una clausura propiamente policial (y en esto se alejan de las novelas metanarrativas). Cierto es que para que esa clausura y esa peripecia existan es necesaria la declaración de la condición artificial.

Y Manual de perdedores es la novela más explícita en este sentido: el protagonista se llama Etrchenique, pero el narrador lo llama Etchenaik (lo que ya desde el comienzo supone una complicidad entre el personaje y el artefacto enunciativo), uno de los últimos capítulos de la novela se llama “Capítulo clásico” y en él Etchanaik comenta: “Éste es un capítulo clásico de las historias policiales, colorado, los protagonistas se sientan a explicar qué ha pasado, atan cabos, el lector se desayuna de qué se trataba” (161). Así, bien puede decirse que Sasturain abre en sus libros de los ochenta una vuelta a la trama y la peripecia “compleja” en el sentido del policial negro (con múltiples traiciones y manipulaciones emotivas), pero también habrá que señalar que la condición es el reconocimiento del artífico de la aventura.

En este sentido, el espacio simbólico en el que se enraízan las ficciones de Sasturain es el de las ficciones populares (los dos primeros volúmenes de Echenaik son, literalmente, folletines) y, a la vez, su tema son el espacio de lo popular y sus mitos (el tango). Y sin embargo, incluso estando construidos como peripecia “negra”, en la medida en que hay un detective, esa peripecia no puede triunfar, su foco debe ser desmentido, cuestionado (y de ahí provendría el narrador tiene el mismo desdén por los “nombres de verdad” que Etchenique). En un sentido, esa tensión recorre la obra de Sasturain, sus cuentos y novelas: hay que volver a la trama, pero esa vuelta no puede realizarse si no se explicita la escena de la escritura. De ahí que en múltiples relatos y novela proliferen versiones, traducciones, y biografías literarias.

Podría pensarse pues, que la obra de Sasturain es una constante búsqueda de esas contradicciones, y que Hammett (de todos los escritores, Hammett) es el punto en el que esas tensiones resultan más productivas para Sasturain. Porque, por una parte, la obra de los noventa de Sasturain no deja de hacer crecer la metatextualidad, pero si en los ochenta eso le permitía desarrollar una obra que resolvía de manera original aquello que paralizaba a sus contemporáneos, en los noventa, le permite desarmar todo ese edificio genérico.

Porque desde mediados de la década de los noventa comienza a desarrollarse una línea narrativa “negra” que abdica del realismo “costumbrista” y se decanta por el uso de estructuras genéricas extrañas a la literatura de los setenta y ochenta (como muestra la estructura aluvional de Plata quemada, o la mezcla de ciencia ficción y policial de las primeras novelas de Ricardo Romero).

En esos años Sasturain, publica la extraordinaria Los sentidos del agua (1992, en la colección La muerte y la Brújula), una novela que anuncia La pesquisa, de Saer, publicada dos años más tarde.[1] Y, en 1996, en el núcleo de las transformaciones de la década, publica “Nick Frascara y los simulacros del crimen”, en Zenitram. En ambos textos, entre ambos textos, puede apreciarse el cambio en las tensiones que definen la relación entre el género policial y otros consumos “masivos”. En efecto, Los sentidos del agua incluye, como Manual de perdedores, historietas que operan como epígrafes y múltiples referencias a la cultura de masas y la historia del policial. Esas referencias, sin embargo, son referencias de los personajes o la enuciación, la voz narradora, en cambio, apela a ciertos recursos irónicos, pero no cede a la mención y la cita. Si se quiere, se trata de una incorporación de esos materiales como objeto de reflexión antes que como material constructivo que se decanta, en cambio, por el Quijote y la serie negra en su sentido más “literario”. En este sentido, tanto Los sentidos del agua como “Nick Frascara…” son las intervenciones que más desarrollan la relación “culta” con la cultura de masas, invirtiendo esa relación y dando a la escritura masiva el estatuto que unos años más tarde iba a dar Saer al aura de un manuscrito en La pesquisa. “Nick Frascara”, sin embargo, abandona el policial. Es la “biografía apócrifa” de un uruguayo que, en Estados Unidos durante la década del sesenta, fascinado por el arte pop, se hace un nombre como artista montando pastiches que reflexionan sobre las posibilidades conceptuales del género negro. Las obras de Frascara son una desconstrucción del cine negro en seis escenas clásicas del género (sus “Simulacros básicos”: la malvada familia, el callejón, la llamada fatal, la rociada de balas desde un automóvil en movimiento, etc.). Borges habría conocido los Simulacros y habría considerado escribir “El redundante gangster Nick ‘Remake’ Frascara”.

En un sentido, “Nick Frascara y los simulacros del crimen” son el punto culminante de la serie que comienza con Soriano y Puig en 1973: invierte la secuencia histórica, Frascara (un “escritor” pop, como Puig , o un “verdadero” Soriano) es leído por Borges (y Sasturain cita las opiniones de este Borges) y el texto se dedica a disecar y desmontar aquello que los compañeros de generación de Sasturain tomaron como “realismo”. En ese sentido puntual, y en el punto en que, como Triste, solitario y final y The Buenos Airs Affair son más un repertorio que propiamente novelas policiales, “Nick Frascara” representa la clausura de un modo de representación.

Pero por otra parte, en estos años, Sasturain publica uno de sus relatos más metatextuales y uno de los grandes momentos del policial argentino, “Versión de un relato de Hammett”, en el que la relación dramática entre relato policial y “realidad política” toma su forma definitiva en las dificultades de un escritor argentino por crear un texto que parezca una “traducción española” de un falso “relato inédito” de Hammett. Ahí se ve la tesis central que sostendrá toda la relación política de sus libros: la ficción, la ficción más berreta que puede imaginarse (y no solamente la ficción “sofisticada”) elabora de manera compleja su relación con el referente político.

El último Hammett es, en este sentido, el corazón de esos primeros cuarenta años de obra de Sasturain, porque expande y lleva hasta el delirio las operaciones metatextuales de toda la obra: todo lo que aparece en la obra de Sasturain aparece en este libro: la falsificación, la duplicación, la estafa literaria (reescribir, como se reescribe espaciadamente a lo largo del texto, Tulip), la glosa apócrifa (y la repetición, porque, como ya vimos, la “versión definitiva” está en un libro anterior). Porque en El último Hammett no se trata de una “novela histórica” en la que Hammett es el protagonista, antes bien, se trata de una reflexión sobre las posibilidades de la escritura en Argentina, como prueba fácilmente el uso de la lengua, que es notable justamente por el uso de frases hechas argentinas en una escritura con referentes norteamericanos.

El último Hammett, me parece, cierra un período de la obra de Sasturain y abre otro: el final del texto (que es dos finales) remite directamente a la posibilidad de escribir y de contar: Hammett le lee a Tulip una historia inédita (es decir, inventada por Sasturain y atribuida a Hammett) que termina con la escritura de una carta (que no termina de escribirse). Esa historia (cuyo título, “Traje azul con zapatos marrones”, Tulip le corrige a Hammett, y con ese título figura en la novela) reordena por última vez la novela y los amores conflictivos de Tulip, Lee Branch y Paulie con los que se abre el texto. Notablemente, el último capítulo, que se concentra en Tony y Linda se cierra no sólo con la promesa de otra historia, la de la amenaza de un temido adversario, sino con la promesa de otra historia, la que el antropólogo Tony quiere grabar de Linda.

En el final, pues, El último Hammett avanza un poco más allá: quitarle la voz al autor y dársela a los personajes, sugerir que lo que se contó es infinitamente reordenable y renarrable, prometer dar la voz a los marginales. En ese gesto, que se mueve más allá de las posibilidades de la ficción, El último Hammett sugiere el programa de una literatura futura.

[1] En ambos casos se trata de una historia policial que sucede en Europa, en ambas el sentido del manuscrito y su autoría es un problema, ambas tiene una estructura tripartita en la que la peripecia policial se interrumpe por la vía de un diálogo “metanarrativo”. La notables diferencias, sin embargo, dicen menos sobre el talento de ambos escritores, que sobre el diseño del canon de la literatura argentina contemporánea: la noveal de Saer sucede en España, la de Sasturain en España; en la de Sasturain falta el manuscrito original y hay que falsificarlo, en Saer hay original y el mundo editorial no es relevante, el materrelato de La pesquisa tiene como horizonte la teoría del acontecimiento de Benjamin, la de Sasturain tiene como metarrelato el estudio de la física de hidráulica de los inodoros, lo que el narrador de Los sentidos del agua llama la “filosofía sanitaria”. Para una referencia sobre la relevancia de La pesquisa para el policial contemporáneo, ver infra.