Vaya título.
Porque sí, Derek, nuestro protagonista es un tipo duro.
Pero vayamos un poco más allá.
¿Duro por qué?
Porque no se banca ninguna y emboca al primero que jetea, sería una primera aproximación.
Duro porque resiste el alcohol.
Pero sin embargo da la impresión de que sí, podría tumbar un bosque de una trompada.
Podría tumbar lo que sea.
Pero no puede estar de pie.
Los problemas lo llevan de acá para allá.
Esa cabeza que está en el pasado.
Un padre tortuoso. Un futuro de NHL que se fue tan rápido que nunca estuvo.
La rabia como única compañía en un ahora en un pueblo pequeño en Canadá donde debe convivir con la etiqueta de aquel que pudo ser el diferente y no fue.
Y sufre la burla de todos aquellos que no lo intentaron.
Y en el medio, la hermana menor.
Esa que él abandonó por su carrera, o por lo que fuera.
Y que vuelve. Todos vuelven. Con un moretón en la cara y huyendo de un ex, y cuya única salida es la falopa y con todos los números para una sobredosis.
Ahora quiere cuidarla, pero el daño ya está hecho.
¿Cómo cuidar desde la furia?
La furia como otra forma del amor, ¿Es posible?
Reventarle la cresta a los que le vendieron la falopa que casi se la lleva.
Y ahora muchas opciones no hay. Los busca la justicia. Un ex.
Pero sobre todo, los traumas del pasado que, juntos y como pueden, ambos deberán enfrentar.
Jeff Lemire avanza lento, desenvolviendo poco a poco las capas que cubren al relato sin dejar cliché en pie -el alcohol, el padre violento, the damsel in distress-, lo cual no es necesariamente algo malo -Casablanca es un gran ejemplo de eso-, pero hay que admitir que la la historia va sobre seguro gran parte del recorrido. Vale admitir que hay algo interesante en el retrato de una masculinidad tóxica basada en los vínculos que se perpetuan por la violencia como única válvula de escape.
Algunos flashbacks dan pinceladas, esperables, de aquellos que los marcó.
El dibujo sin embargo es otra cosa. Lemire crea mediante una paleta de azules un retrato vívido de estos pueblos rurales perdidos, una búsqueda del silencio donde el resto de los sonidos dan una ambientación íntima, solitario, como las agujas de un reloj como compañía de un insomnio. Los pasos en la nieve, un leño que se parte, dos huevos que se rompen para un desayuno en una barra. Y alrededor, el vacío.
Lo más interesante es la manera de retratar estos momentos. En vez de recurrir a la paleta monótono o sepia para los recuerdos -para las que el autor reserva el tiempo presenta-, Lemire se la juega a todo color porque para estos personajes lo más real es lo que ya no tienen. O el trauma.
Quizás el final, donde se aparte de lo esperable, sea lo más logrado de la historia y lo que termina consiguiendo un puntito más que el aprobado que ya había obtenido por sus magníficos dibujos y la ambientación de los mismos.