Palpatine ha vuelto. Kylo Ren busca, desesperadamente, un artefacto Sith que lo guiará al Emperador. Rey, mientras tanto, completa su entrenamiento bajo la tutela de la generala Leia Organa.
En Los cuatro ciclos, Borges describe cuatro argumentos universales que se reponen una y otra vez, transformados, en cada nueva pieza narrativa. Ellos son: una fortaleza sitiada; el regreso de un héroe; una búsqueda; el sacrificio de un dios. La saga principal de Star Wars llega a su fin tras cuarenta y dos años. Su capítulo noveno y final mezcla al menos tres de los cuatro ciclos borgeanos. Y esa suerte de ensalada argumental, la ambición de contenerlo todo, bien podría ser el principal problema del filme.
J. J. Abrams, quien dirigiera la séptima entrega y cediera las riendas de la octava al vapuleado Rian Johnson, retoma la dirección y el guion (este último, de la mano de Chris Terrio). Es en el propio Abrams donde radican, probablemente, los mayores aciertos y desaciertos de la propuesta.
Comencemos por los puntos altos. Tanto en Arte como en Fotografía, Episodio IX cumple y supera cualquier expectativa, siendo, con toda probabilidad, la entrega más impactante de la saga en lo visual (tal vez excesiva, deliberadamente impactante). Se sabe que a Abrams le gusta apoyarse más en efectos especiales prácticos que en imágenes generadas por computadora, y esa decisión suma a la verosimilitud de las escenas (como contraste, basta recordar el exceso de CGI en los Episodios I y II). Sus escenas de acción son caóticas, viscerales, con uso y abuso de cámaras inestables, barridos espasmódicos, planos holandeses y encuadres con múltiples focos de atención. En Star Wars, Abrams logra un refrenamiento necesario y consigue, la mayor parte del tiempo, combinar todos esos recursos de manera orgánica. En la Fotografía vuelve Daniel Mindel, uno de sus socios habituales, y hay que destacar el uso casi poético del color, que tiene su punto cúlmine en las escenas de enlace mental entre Rey y Kylo Ren, en las que el plató de uno se contamina con elementos visuales del de la otra, y viceversa. El universo en el que se desarrolla la película se siente, al mismo tiempo, nuevo y familiar: uno de los logros de Abrams ha sido expandir Star Wars de manera consistente, respetando sus raíces y añadiendo personajes y criaturas carismáticas, para deleite del departamento de merchandising. Parece un aspecto menor, pero no siempre ha sido así (¿alguien desea recordar a Jar Jar Binks?).
Como suele pasar con las megaproducciones de Holywood, el aspecto más flojo es el guion. Hay multiplicidad de errores no forzados. Recurriendo a una metáfora de cocina: da la sensación de que los guionistas dispusieron de todos los (mejores) ingredientes para un plato superlativo, pero extraviaron la receta, equivocando el orden y las proporciones. El resultado final se siente arrebatado (sobre todo durante la primera hora), como si no hubieran dispuesto de tiempo suficiente para revisar el guion o incluso la edición. Hay, como mínimo, un par de Deus ex machina más o menos notorios y momentos dramáticos que se desaprovechan simplemente porque se resuelven de manera instantánea, aniquilando el suspenso o la sorpresa. Abrams insiste, sin necesidad, en uno de los errores de Johnson: fija la duración de todo el arco argumental en nada más dieciséis horas; la temporalidad de la narrativa se siente constreñida, sin importar cuántos saltos en el hiperespacio se registren en pantalla.
Se nota la intención, obsecuente con el fandom, de borrar con el codo los puntos conflictivos de The Last Jedi. Donde Johnson tomó riesgos, Abrams y Terrio prefieren pisar sobre seguro. Hay decisiones complacientes y una búsqueda exagerada de la feliz resolución de cada subtrama narrativa; un exceso de positividad, donde por momentos hubiera funcionado mejor el claroscuro, el tono agridulce.
Y está el borrón más controversial de todos. En el Episodio VIII, Johnson introdujo la idea de que Rey era una heroína sin origen, apartándose de una figura recurrente en la literatura fantástica: el héroe dinástico (no podemos olvidar, tampoco, la reafirmación de este punto en esa toma final de The Last Jedi, en la que un niño esclavo usa la fuerza para traer la escoba con la que barre). La tesis de Johnson parecía razonable y hasta dialogaba con los ¿viejos? ¿mitos? del progreso y la movilidad de clases: si la Fuerza es la energía que conecta todo lo existente, un don o doña nadie bien puede ser sensible a ella y erigirse en héroe o heroína. Incluso un Stormtrooper puede sentir su llamado. No hay, en la Fuerza, linajes o castas intocables.
¿O sí?
Bueno, tal vez sí, ya que ahora Abrams y Terrio desandan el camino y retoman, con vuelta de tuerca, la perspectiva de la herencia de sangre y la predestinación.
Pueden destacarse, fuera de lo técnico, algunos aciertos: el momento cúlmine, epifánico, del filme, coincide con el clímax en el plano estético, y desliza una hipótesis tan sugestiva como inquietante: tal vez pueda haber, también en la guerra, revelación y belleza. Las actuaciones son convincentes, en especial la de Daisy Ridley en su papel de Rey, quien aquí, más que nunca, camina en la frontera entre el Lado Oscuro y el Lado Luminoso de la Fuerza. Se requiere potencia expresiva para salir tan bien parada de los primerísimos planos en los que insiste Abrams para documentar el conflicto interno.
Hay, además, muchos regresos, algunos anunciados y otros inesperados, y todos y cada uno funcionan bien en el terreno de lo emotivo. La película dura dos horas veintidós minutos; la acción no da respiro (se extrañan, incluso, las pausas, esos momentos morosos que encontrábamos, como espacios vacíos, en la trilogía original e incluso en Episodio VII). Podría haber sido una gran historia, pero sufre de dos problemas recurrentes de las franquicias: el miedo a defraudar y la falta de tiempo de maduración. Así y todo, es entretenida y espectacular y cumple con el primer examen que le hago a una pieza cinematográfica después del primer acercamiento: ¿la volvería a ver? Sí. Pronto y, otra vez, en el cine.