Casi como si se tratara de una maldición particularmente cruel, cada año en el pelotón de films que los estudios deciden que deberían competir por los Oscars se cuela “la película lacrimógena de la temporada”. Son productos, por llamarlos de algún modo, que buscan calar hondo en las emociones del espectador, mostrándole una historia sentida (es decir, donde los personajes sufren mucho, donde alguno sabe que se va a morir y donde esa muerte se produce para que haya funeral sobre el final en el que dar rienda suelta a las mucosidades) que se edifica como una especie de alegoría, o enseñanza. Se trata, salvo honrosas excepciones (y en este momento no se me ocurre ningún ejemplo, aunque supongo que por la ley de los grandes números alguno debería existir) de bodrios sensibleros, sin demasiado para decir más allá de que, según el planteo, la vida es algo hermoso que debería disfrutarse. Por lo general, esta clase de engendros se basan (o inspiran) en casos de la vida real (nótese que el “inspiran” o “basan” significan en verdad que la historia nada tiene que ver con lo real, una especie de confesión criminal acerca de cómo se tergiversaron los hechos para alcanzar el objetivo propuesto).
En Un buen día en el vecindario, Tom Hanks interpreta a Fred Rogers, un veterano conductor de programas infantiles. Y acá nos chocamos de frente con el primer inconveniente de la película: Rogers es muy famoso en los Estados Unidos, donde acompañó la infancia de distintas generaciones, y por ello en ese público el lazo afectivo ya está creado antes de empezar, pero fuera de la frontera se sabe poco y nada, despierta más curiosidad que admiración, y en verdad se transforma más en un escollo que en una ventaja. El Fred Rogers de la película se presenta como un ser angelical: agradable, gentil, afectuoso. Entonces nos topamos con el segundo inconveniente del film: Tom Hanks es un actor dúctil, extraordinario, pero con una peligrosa tendencia a elegir papeles que le permitan representar el sueño (norte)americano. Como si se tratara de un Jimmy Stewart del siglo XXI, pero sin su bagaje ideológico (Stewart era socialista militante), lo de Hanks se transforma en exasperante cuando lleva la corrección política a grados extremos: ¿hay preocupación por el Sida?, te hago de un enfermo de Sida, ¿hay problemas con la censura?, te hago del director de un diario que se enfrenta al poder, y así hasta el infinito. Lo que en su socio frecuente Steven Spielberg ocurre con una pátina siempre ácida, en Hanks (y ni que hablar de las declaraciones de Hanks) se transforma en la cáscara vacía de un huevo sin yema.
Un buen día en el vecindario plantea que un periodista que carga con un largo conflicto con su padre debe entrevistar a Rogers, quien de buenas a primeras percibe que algo anda mal en su entrevistador, y se manda a ayudarlo. Los consejos e intervenciones de Rogers a lo largo del film podrían reducirse a que hay que ser gentiles, o si se prefiere a la frase genial de un capítulo de Seinfeld: “Serenity now”. Esa lógica tan solo aparente que indica que para poder vivir hay que saber perdonar, sin permitirse (ni permitirle al espectador) razonar que puede haber hechos imperdonables, y que se puede ser feliz aún con dolor, aún sin someterse a una trepanación cerebral. No es necesario ser estúpido para ser feliz, por más que mucha cinematografía proponga lo contrario.
Matthew Rhys es quien encarna al periodista y quien se carga al hombro la película, quien realiza un periplo de transformación. Sin embargo, como el mundo (y ni que hablar Hollywood) es injusto, lo probable es que la nominación al Oscar se la lleve solo Hanks.
Así estamos.
Título original: A beautiful day in the neighbourhood
Dirección: Marielle Heller
Guión: Micah Fitzerman-Blue y Noah Harpster
Elenco: Tom Hanks, Matthew Rhys, Chris Cooper y otros
Origen: Estados Unidos
Año: 2019
Sin fecha de estreno definida en Argentina
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