En Ladrón de Vidas Horacio Convertini reinterpreta el clásico de Edgar A. Poe La Verdad sobre el extraño caso del Señor Valdemar y nos entrega una historia de iniciación. Ambientada en Villa Lupi, un pequeño pueblo de provincia, Pablo, Camila y Fernando forman una banda conocida como los Piel de Judas, un grupo a temer y respetar, los dueños del barrio.

Crecer trae otros desafíos para este trío. Algo más que hacerle frente a La Bestia, una suerte de enemigo de territorio, y a otros que puedan espantar plantándole cara. Algo que tiene que ver con sus propias historias y sus propias ausencias. Camila querrá saber qué hay detrás de la misteriosa desaparición de sus padres, y es en ese vacío donde Pablo encuentra un eco de su propia historia, en la que no sabe qué fue de su papá, y decide acompañarla en esta aventura. Claro, eso es un motivo. El otro es que empieza a sentir algo por Camila. Y todos los caminos conducen a una feria. Y al misterioso Valdemar. “un espíritu que vaga desde hace siglos entre la vida y la muerte, al que no dejaron irse en paz y por eso pena por el inframundo”.

Más allá de la advertencia de que “si las tinieblas existen es para ocultar el espanto”, ambos protagonistas decidirán ver qué existe más allá de las tinieblas de los propios miedos.

 La primera pregunta es obligada, ¿cómo fue el proceso de trabajar con el texto de Poe, de apropiártelo?

En 2018 me enteré por Facebook de que SM lanzaba la colección Clásicos Contemporáneos, que consistía en publicar novelas juveniles de escritores argentinos libremente inspiradas en textos de grandes autores de la literatura universal. Me pareció una gran idea y, sobre todo, me encantaron los dos primeros libros, Es tan difícil volver a Itaca, de Esteban Valentino (Homero), y Sherlock en Buenos Aires, de Mario Méndez (Conan Doyle). Muy buenas novelas en una edición estupenda que incluía la obra inspiradora y un ensayo sobre el género representado. Pensé: ¡cómo me gustaría participar! Un par de semanas después me llamaron para una reunión Silvina Díaz y Cecilia Repetti y me propusieron sumarme al equipo a partir de Edgar Allan Poe. Me dieron amplia libertad para elegir el texto inspirador que quisiera y también para narrar. ¿Qué era Poe para mí? Una lectura de adolescencia, la «marca» detrás de las películas de terror que veía de chico en Cine de Súper Acción con Vincent Price como protagonista. Algo así como el Stephen King de los jóvenes de ahora. Elegí La verdad sobre el caso del señor Valdemar porque me pareció que, siendo un gran relato, no estaba tan transitado como otros clásicos de Poe. Además, conectaba con la idea de los muertos vivos, que yo había tocado en mi novela Los que duermen en el polvo, y según leí por ahí, en su tiempo había sido confundido, por su estilo, con una crónica real. Ahí me olvidé de Poe y empecé a construir mi propio relato, cuyo vínculo con la obra inspiradora se limita a las fronteras difusas entre la vida y la muerte, y lo que hoy llamaríamos un spin off de Valdemar: el personaje de Poe no ha muerto del todo y por eso vaga en la eternidad buscando energía joven para subsistir.

 Habiendo leído tus libros para adultos, encuentro en este un mundo con más códigos, donde si bien es un libro donde se narra una tragedia, hay algo esperanzador más allá de todo. ¿Fue una decisión buscada? Y si es así, ¿a qué responde?

La narrativa para adultos no tiene, al menos en mí, el imperativo moral. Por ejemplo, el protagonista de mi próxima novela, que sale a mediados de 2020, se masturba espiando a su sobrina adolescente. Me gustan los finales infelices, tanto que alguna vez un amigo me reprochó que hago sufrir demasiado a mis personajes. Ahora bien, eso no me sale tan naturalmente en la literatura infantil y juvenil. No es que me vuelva Heidi, porque en El misterio de los mutilados hay torturas, amputaciones y violencia, pero siento que de manera inconsciente subo la barrera de las prevenciones. De todos modos, no creo que el mensaje de Ladrón de vidas sea tan esperanzador. Pablo lleva el trauma adentro y no puede quitárselo. Lo que ha vivido con Valdemar sigue siendo una pesadilla. No hay un colorín colorado rosa.

Los relatos de iniciación trabajan con lo desconocido, lo misterioso. En esta historia podemos encontrar en partida doble la amenaza concreta en la figura del señor Valdemar, donde ya ese enigma deberá ser solucionado por ellos mismos –sin el cobijo de un adulto; y, por otro lado, en este crecimiento, de ya no ser niños, empiezan a aparecer sentimientos que no saben cómo manejar. Hay algo atractivo en esa dualidad que apela a un público universal, no solo de lugar, sino también de edad. ¿Dónde creés que radica ese atractivo?

La adolescencia es la edad en la que te sentís parado en el borde de un precipicio. Atrás tuyo tenés el mundo infantil, protegido y conducido por los adultos, y por delante tenés la incertidumbre de empezar a tomar tus propias decisiones, un vacío al que querés tirarte pero que al mismo tiempo te llena de miedo. Los protagonistas de Ladrón de vidas están justo en ese momento. El despertar del amor, la toma de posición frente a los conflictos familiares, el encontrarse con un problema que entienden, deben resolver solos, sin ayuda de los grandes. Todos hemos pasado por un momento así. Contar ese vértigo es universal. Y yo, particularmente, me propuse hacerlo sin marca de edad. Es decir, que pueda atrapar tanto a un pibe de primer año de la secundaria como a un adulto.

Ligado a lo anterior nos encontramos con personajes que se sienten tambaleados, ese casillero sobre el que se movían, de niños, ya les queda chico, y ya quieren jugar a ser grandes. De aceptarse así. Se descubre, de cierta manera, a la adultez como un pasaje de miedos, de tener que enfrentarse a nuevos miedos. Me gustaría ampliar esta idea.

La adolescencia es un territorio de miedos e inseguridades. Ya no te llevan de la mano al colegio. Una travesura puede costarte muy caro. Una pelea puede ser sangrienta. El deseo erótico explota por dentro y es incontenible, difícil de manejar. La tentación ya no es comer un caramelo a escondidas sino hacer cosas que te ponen al filo de lo prohibido. Y caminás hacia ese territorio con una notable obstinación, a veces con un cuerpo y una mente que todavía siguen siendo infantiles. En la temprana adolescencia de los personajes de Ladrón de vidas, hay algunos elementos de mi propia adolescencia. El impostar la maldad y la dureza. El aventurarse a lo desconocido. La idealización de la amistad, porque a esa edad los amigos se vuelven más importantes que la familia. Para ganar el reconocimiento de tus amigos podés ser capaz de traicionar a sus padres, o al menos, capaz de decepcionarlos. Y eso no es gratis. Te llena de incertidumbre.

Al mismo tiempo, me parece interesante pensar a “Ladrón de Vidas” como una historia de la identidad. Camila quiere rastrear sus orígenes, saber qué pasó con la desaparición de sus padres; al mismo tiempo, el protagonista recrimina a su propio nicho familiar la resistencia a hablar de su padre –ausente- y termina diciendo: “no era lindo sentir que la historia de uno empezaba con un signo de interrogación”. Qué nos podés decir al respecto.

Necesitaba un motor que llevara a Camila y a Pablo a exponerse, y que fuera más poderoso que el deseo de aventura y la inconsciencia propia de la adolescencia. Por eso surge el misterio de la desaparición de los padres de ella, y la ausencia del padre de él. La identidad es saber quién sos pero también de dónde venís, es resultado de un armado que excede el plano individual. Las raíces te conforman. La tragedia de los desaparecidos en la Argentina es doble, porque al crimen político se le suma el signo de interrogación del destino. Los padres de Camila no han desaparecido por obra de un estado represor, pero igualmente son una ausencia, un enigma, que pesa en todo el grupo familiar. Lo inexplicable impide el duelo y la aceptación.

Es interesante el tratamiento de ciertos conceptos y cómo su percepción va variando con nuevas experiencias. A lo largo del texto nos topamos con ideas acerca de una maldad “pura”, definitiva y bien establecida. “Esto es el mal”, y no queda dudas o la posibilidad de que sea algo más. Y, por otro lado, un enfrentamiento con la noción de Justicia, en la que se supone que a la larga el bien derrotará al mal. ¿Cómo percibís que se articulan estas dos ideas a lo largo del tiempo y del desarrollo de uno?

Los Piel de Judas juegan a ser malos. Creen que en la impostación de la maldad hallarán el respeto. Eso funciona mucho en la adolescencia. ¿Quién es el más admirado del colegio? ¿El niño diez o el flaco que arma quilombo? Ellos tienen el espejo de La Bestia, el tipo que a través de la violencia captura seguidores y amedrenta a los más débiles. Y quieren ser como él, incluso confrontarlo. La bondad no tiene buena prensa, al menos a cierta edad y en ciertos territorios. Pero existe otra maldad más refinada, más homogénea, que tal vez alcanza ese rasgo por su condición sobrenatural. Valdemar, como el Pennywise de King, no tiene límites morales ni miedo ni inseguridades. Es una maldad en estado puro, sin dilemas. Y es la peor maldad con la que te puedas enfrentar.

Sobre El Autor

(Buenos Aires, 1986) Trabaja en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Dogo (2016, Del Nuevo Extremo), su primera novela, fue finalista del concurso Extremo Negro. En 2017, Editorial Revólver publicó Cruz, finalista del premio Dashiell Hammett a mejor novela negra que otorga la Semana Negra de Gijón. Sus últimos trabajos son El Cielo Que Nos Queda (2019) y Ámbar (2021)

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