DEFINICIONES PARA ESPERAR MI MUERTE

Puedo cerrar los ojos

lejos de las pequeñas sonrisas que conozco.

Escuchando estos ruidos recién llegados.

Viendo estas caras nuevas.

 

Como si de pronto

los mil lentes de la locura

me trasladaran a un planeta ignorado.

 

Estoy lleno de voces y de colores

que juraron acompañarme hasta la muerte

como amantes resignadas

al breve paso de mi eternidad.

 

Sé que hay recuerdos que querrán abandonarme

sólo cuando mi cuerpo hinche un hormiguero sobre la tierra.

 

Sé que hay lágrimas largamente preparadas para mi ausencia.

 

Sé que mi nombre resonará en oídos queridos

con la perfección de una imagen.

 

Y también sé que a veces dejará de ser un nombre

y será sólo un par de palabras sin sentido.

 

Estoy lleno de voces y de colores.

Unas veces recogidos en el sonambulismo de la marcha.

Otras, inventados tras mi propia soledad.

 

Con ello se integrará un cortejo final de despedida.

 

Se cambiarán en lágrimas y palabras piadosas.

 

Pero hoy, en medio de lo que todavía no he podido amar,

evoco a los marinos encerrados en las paredes altas de la tormenta;

a los soldados caídos sobre las yerbas lejanas;

a los peregrinos que duermen bajo la sombra de árboles innominados;

a los niños que yacen contemplando el yeso de los hospitales

y a los desesperados, que entregan el último gesto

frente al paisaje final e instantáneo de la demencia.

 

HOMBRE

¿Eres cientos de vidas, o una vida?

¿Una sola infinita y dolorida?

¿Eres dueño del mundo en que transitas

o el mundo es una gruta donde habitas?

¿Andas entre flores y el paisaje

sin poner el perfume y el celaje?

¿Creaste una deidad omnipotente

para que manejara tu presente

y tu pasado y lo que nunca ha sido,

lo muerto, lo vital, lo presentido?

Cruzas frente al espejo de tu espejo

y no eres el reflejo de un reflejo.

Manejas tardes y también mañanas

y ríos y amapolas y ventanas

y lágrimas y sombras y canciones

y juncos y fatigas y emociones

y guerra y paz y prados y ciudades

y juventud y ancianidad y edades

y libros y banderas y armonías

y das luna a la noche y sol al día.

Mides los mundos que tú hiciste mundos

con teoremas exactos y profundos.

Trabajando en tu nada y en tu todo

pintas blanca la nieve y negro el lodo.

Prescribes lo moral y abres caminos

y ponderas valores y destinos.

Juzgas para esta vida y otra vida.

Ésta fugaz y la de allá dormida,

sobre un tiempo sin tiempo —fuego o nube—

y dices que el mal rueda y el bien sube.

Corres como un gigante desolado

con fuerzas que tú mismo has convocado

y de pronto, cortando tu carrera,

te blasfemas, te lloras, te veneras,

te conviertes en cientos de millones

que maldicen o rezan oraciones

y te cambias el rostro en cada suerte

y vuelves a la vida y a la muerte

con una vanidad empecinada

hecha de polvo, de ceniza y nada

y aguardas rosa de la mano amiga

y de la mano sin amor ortiga.

Pero sabes que todo está en tu sueño:

ortiga y rosa, soledad y leño.

Eres trágico así y eres culpable.

Si eterno, te defines deleznable.

Si santo, buscas torpes tentaciones.

Si valiente, te ensucias con pasiones.

 

Eres trágico así y eres absurdo

cuando te vistes con el gesto burdo

y abismas en fracaso abominable

el bien, de cuya norma eres culpable

y cuando hieres con tus propias manos

tu propio corazón en tus hermanos

y descargas la furia de tus brazos

sobre el propio dolor de tus pedazos

y destruyes los sueños de ti mismo,

lanzando lo que es tuyo hacia el abismo.

¿Cómo puedes herir a la criatura

que es una imitación de tu figura?

¿Cómo puedes gozar del cataclismo

si está hecho todo en carne de ti mismo?

¿Si el cielo, la perdiz y la cabaña

salieron desde el fondo de tu entraña?

¿Si la bestia que pace y los pastores

tienen tu amor y tienen tus dolores?

Hombre que todo lo soñaste un día,

no puedes solazarte en la agonía.

Y no puedes mentir que son mil vidas

ajenas a tus manos atrevidas.

Eres uno, el primero, el que hizo todo.

Blanca la nieve blanca y negro el lodo.

El que duerme en las hondas sepulturas

y despierta después en las criaturas.

El creador de sí mismo, el propio dueño.

El responsable de su enorme sueño.

Deja tu vanidad empecinada

hecha de polvo, de ceniza y nada,

y vuelve a ser el ángel legendario

que hizo la cruz y que labró el rosario.

No puedes ver morir con sorda calma

las cosas que pariste con el alma.

Nada menos que tú, que eres poeta

y fuiste tu factor y tu profeta.

Nada menos que tú, que de tan noble

trajiste hasta tu casa el pez y el roble.

Y que hiciste infinita la medida

para encoger tu imagen y tu vida.

Y que al solo fervor de tu mirada

dibujaste los cosmos en la nada.

Y que al solo temor de hacerte malo

nombraste un juez y le entregaste el palo.

¡Cómo puedes fraguar maldad y muerte

si hiciste a Dios para no ser tan fuerte…!

 

 

MARÍA

Heroína de tango, te llamabas María.

Tenías ojos negros y ganas de soñar.

Me contabas historias que entonces te creía,

y hasta me hacían llorar.

 

Para mi adolescencia eras la Magdalena

del pecado inconsciente y del padre borracho.

Por eso tu palabra me llenaba de pena.

¡Es que era un buen muchacho…!

 

Te besaba en las manos, te recitaba versos

y te leía cuentos de Gogol.

Y cuando abandonábamos aquel antro perverso

íbamos a los parques a ver nacer el sol.

 

Una vez me pintaste la miseria de tu hogar.

Y al verme entristecido,

en un golpe de histeria te pusiste a llorar.

 

Te consolé juntando las palabras más buenas

y te ofrecí la salvación

y te hablé de una vida serena

donde se unían tu nombre y mi ilusión.

 

No volví a verte más desde aquel día.

Te perdiste en la sombra y vanamente te busqué.

Pensé en tu desamor, en tu falsía,

te maldije y lloré.

 

Heroína de tango, la vida dura,

me fue quitando aquella ingenuidad.

Pero he vuelto a creer que eras pura

y a saber que tuviste piedad.

 

 

DOUGLAS FAIRBANKS

Era un galán jocundo

que se casó una tarde

con la novia del mundo.

Había nacido en Denver City,

capital de un estado

que el Arkansas alegra,

corriendo entre cañones

trazados en la piedra.

Fue jugador de bolsa,

estudiante de minas

e intérprete de Shakespeare.

De su ciudad natal

que humedece el South Fork

pasó de un salto

al cielo de New York.

Y trajo de su Denver,

tierra de la ilusión

donde van los enfermos

que sufren del pulmón,

la limpieza del aire

y hasta la pretensión

de haber vivido en Araphoe

donde el pecho descansa

y la poesía roe el corazón.

 

Tenía “sex appeal” español.

Es decir brillante la mirada,

el caminar magnífico

y una flor en la risa.

Una flor decorada

con pétalos de dientes

y nácar de dentífrico.

Se enamoró tres veces

y se casó otras tantas.

Una vez con la madre del muchacho

que prolongó su estampa.

Otra vez con la novia de todos.

Mary Pickford, la dulce,

y la quiso a su modo.

Un modo de magnate

con castillo de piedra

escondido en la tarde

entre muros de hiedra.

 

Trabajó en cien películas

vestido de corsario

escalando ventanas

con músculo ligero

y gastando el florete

en los pechos falsarios

y sacando el sombrero

y haciendo el saltarín.

Porque en su estilo,

era un poco mosquetero

y un poco bailarín.

Nuestra infancia lo evoca

con las manos en guantes,

que parecían charol,

marcando con “zetas”

de su seña infamante

la frente del traidor.

Pero eso era en la pantalla

donde el amor se cumple

y la amistad estalla.

En la vida privada

era exuberante

que amaba el esplendor

de las cosas brillantes.

A su casa llegaban

y eran agasajados,

príncipes sin destino

y reyes destronados

y condesas y aristócratas

de las tierras demócratas

—hubo algún argentino—

que ilustra su moderno blasón.

Y también se asomaba

desparramando “splín”,

la sonrisa cansada

de Carlitos Chaplín.

Chaplín, que no gustaba

de ejercer ese boato,

y que no era corsario

y no era bailarín,

con un chiste muy fino

lo dejó turulato

y le mostró de golpe

su sueño de aserrín.

Douglas tenía el eterno

deseo de viajar

y juntando canciones

dentro de la victrola

y una corte de amigos,

se lanzaba a la mar

donde lo hacían soñar

los vientos y las olas.

 

Para ser como Drake

le faltaba fierez

si le sobraba empaque.

Lo traicionaban la sonrisa

y el afán de la luz.

Y, tal vez, el dinero

y la mala cabeza.

Porque se hastiaba mucho

y porque estaba viejo

y porque con crueldad,

la verdad del espejo

le presentaba arrugas

profundas en la piel,

con actitud histérica

cometió el disparate

de romper el consorcio

con “la novia de América”.

¡Y pedir el divorcio…!

¡Y casarse otra vez…!

 

Su gesto fue el contraste

de lo que no se espera.

Y entonces se hizo al mar

buscando aturdimiento

y desde la distancia

le mandaba a su nuera

—Joan Crawford— cien consejos

de sano entendimiento.

¡Douglas dando un consejo…!

¡Pobre…! ¡Ya estaba triste…!

¡Pobre…! ¡Ya estaba viejo…!

Para ser fiel en todo

y epilogar en fuerte

brincó un salto mortal

y cayó con postura final

ante el umbral de la muerte.

 

Denver City,

donde canta el South Fork,

lo espera con su tierra

para brindarle osario.

Porque no es en Los Ángeles

y tampoco en New York

donde debe dormir

con gesto de corsario.

Es en la capital del Colorado

donde van los enfermos

que sufren del pulmón.

Entre cuencas hulleras,

bosques, rocas y nieves.

 

En el Condado de Araphoe

donde están los lectores

que lloran por Poe.

Y donde, a veces, llueve.

Donde reina un silencio

de alfombra de aserrín.

Donde una tarde de éstas,

revoleando el bastón,

llegará la tristeza

de Carlitos Chaplín

a despedirlo en nombre

de la generación

de niños que lo vimos

alegre y saltarín

escalando balcones

para marcar con “zetas”

rojas a la traición.

 

 

LA MUERTE DE QUIROGA

La gente le previene y él no les hace caso

y piensa mientras muerde su labio sin bigote,

—¡No han nacido los machos que me salgan al paso,

ni se templó la daga que me corte el cogote…!—

 

“Pucha con este Ibarra siempre tan desconfiado

y con esa manía de endilgarme un consejo,

nada menos que a mí que empecé de soldado

y llegué a general regalando pellejo”.

 

Le asustan a la gente que lleva en el cortejo,

con cuentos de camino y crímenes villanos,

como ser, las memorias de aquel sangriento viejo

que galopó dos leguas, las tripas en las manos.

 

—¡Déjense de pavadas y enganchen la galera…!

por cuenteros y maulas les metería una soba.

¿Qué quieren, que a mis años pida la escupidera

y me quede en Santiago masticando algarroba…?—

 

La mañanita brilla con un sol de verano.

A la vieja del mate le tiembla hasta la espuma.

Ella tuvo un valiente que partió con Belgrano

hasta que lo tripearon los cuervos de Ayohuma.

 

“Siempre los cordobeses metiéndose en la fiesta.

No se les puede dar ni un chiquito de lazo.

Si son como esas moscas que zumban en la siesta

y escapan en cuantito lo ven mover un brazo”.

 

Los algarrobos gozan en el viento temprano.

El carruaje está listo y listo el contingente.

Quiroga revolea su vicuña riojano

y vivando su apodo lo despide la gente.

 

Hay un poco de pena en el coro apagado.

No es un grito violento sacudiendo el estío.

Es un viva de muerte, con un eco enlutado

que se pierde sin alma en la arena del río.

 

Un arreador trenzado de afinada puntera

refusila chasquidos sobre el aire del anca

y las yuntas sacuden la lujosa galera

y se escucha el quejido de la rueda que arranca.

 

“¡VIVA EL TIGRE…!” le gritan Ibarra y sus mesnadas.

Ya Quiroga está sordo a ese viva ladino

y mira sin mirar dos nubes coloradas

que ensangrientan el fondo de su cielo argentino.

 

El coche cruza el campo repechando albordones,

después de hacer un bado cejeador en el río

y costea las chacras de dorados melones,

que maduran al fuego de los hornos de estío.

 

Una paisana asoma con su alforjón peruano

tranqueando al contrarumbo de la ilustre galera

y al ver de qué se trata saluda con la mano

y haciéndose a un costado, bajo un mistol espera.

 

Entra un polvo de arena que los párpados cierra.

A Facundo, entre sueños, le trabaja una idea.

“¡Para qué tanto miedo si no estamos en guerra…!

¡Si aura es hombre de paz y no busca pelea…!”

 

“¿Acaso no está allá comandando las cosas

Juan Manuel, su compadre, su aparcero, su hermano…?

¿Acaso no comprenden que si él le pide a Rosas

el favor de un castigo, le va a dar una mano…?”

 

De pronto le pregunta con burla y de sorpresa

al Coronel Ortiz que le tiembla el camino.

—¿Moriremos los dos en tierra cordobesa

o seguiremos viaje como cualquier vecino…?

 

El coronel contesta de manera evasiva

él ha oído decir que en Córdoba es la cosa.

Por algo en Buenos Aires en forma persuasiva

les quiso dar escolta don Juan Manuel de Rosas.

 

—No se escribe la historia con sangre de gallina…

¿no entiende, coronel, que le estoy dando soga…?

No ha de haber en la patria una mano argentina

capaz de asesinar a Facundo Quiroga.

 

Se apacigua su orgullo en ese enorme alarde.

Contento de sí mismo reclina la cabeza

y se tira a la sombra propicia de la tarde

con un aire de tigre que regusta la presa.

 

Baraja los recuerdos el Tigre de los Llanos.

Desfilan los lanceros tras la bandera negra

y le brindan aplauso los pueblos soberanos

que buscan el perdón de su tropa altanera.

 

Y vuelve a hacer arreos en estancias salvajes

y se llena de fuego su cuatrera demencia,

mientras sus milicianos van pechando el vacaje,

que se clava en las patas y se afirma en querencia.

 

Él es un general de machete y espuela,

con nalgas para el trote y sangre de pelea;

no como el manco Paz, contador sin abuela,

que le ganó dos manos peleando a la europea.

 

Y evoca aquel instante cuando en un largo pliego,

don Juan Manuel de Rosas le anotició en detalle,

de la trágica muerte del Coronel Dorrego

y el motín decembrino del faccioso Lavalle…

 

 

POEMA

Soy un obrero de tristeza.

La esconderé detrás de todas las carcajadas

y cuando nadie me vea seré con ella.

 

Un muchacho se tiró desde una esperanza.

Nadie quiso reírse de su cadáver.

Tan sólo un poeta no le tuvo lástima.

 

El hombre estando solo es estoico.

Si no, se moriría de pena.

 

La soledad es la altura de uno mismo

y la desilusión es un vértigo.

 

Hay un mejor equilibrio: la muerte.

Y hay una mejor dulzura: el reposo.

 

Hay cosas que recordamos no haber dicho nunca

y palabras cada vez más nuevas.

 

Con eso se puede hacer tristeza

sobre la dulzura agonizante de un amor

o sobre el amor en equilibrio mudo.

 

Pero algún día por París o por Pekín o por Leningrado,

lamiendo la pared con la sombra,

no me acordaré de tu nombre.

 

Tan sólo un sonido,

o una copa, o una palabra,

o cualquier ruido vacío,

puede resucitarte en amor.

 

Entonces serás amarga.

 

 

SI UNA VEZ

Si una vez, pensaras en la sinrazón de los resortes

que mueven esos gestos donde se afirma tu importancia.

 

Si una vez, te miraras en el espejo desnudo de la naturaleza

y pudieras salir de las formas que te envuelven

para medir las líneas de tu caricatura elegante.

 

Si una vez, pudieras hacer el balance de tus ideas

para comparar su saldo con la sabiduría de las estrellas,

de los pájaros, de las hierbas.

 

Si una vez, el monstruo estúpido de tu razón

pudiera asomarse al misterio de la eternidad.

 

Si una vez, pudieras ver la suciedad insaciable de tus manos

y fueras capaz de sentir náuseas ante el espejismo del oro.

 

Si una vez, solamente, compararas la tormenta artificial de tu carne

con la limpia fecundidad de las bestias.

 

Si una vez, te pudieras transformar en el juez y en el verdugo de tus culpas.

 

Si una vez, las lágrimas de tus ojos te alcanzaran para llorar tus errores

y tus palabras fueran suficientes para pedir perdón.

 

Si una vez, en la soledad de tu propia conciencia pudieras sentirte

el más humilde y el más malo y el más incapaz y el más inútil.

 

Si una vez, sintieras la sed de todo lo que te falta

y la repugnancia de todo lo que te sobra.

 

Si una vez, frente al misterio de Dios, pudieras descifrar su mensaje.

 

Si una vez, pudieras cerrar los ojos, sin encender en el alma

la envidia, el deseo, la ambición, el egoísmo.

 

Si una vez, te dijeran que no supiste querer a tu madre,

a tu padre, a tu hijo, a tu hermano, a tu amigo.

 

Si una vez, fueras capaz de dar la razón a los que llamas tus enemigos.

 

Si una vez, pudieras entrar en la luz de la santidad sin una palabra en los labios.

 

Si una vez, tus ojos creyeran sin ver y tus oídos tuvieran fineza

para escuchar la voz del corazón desnudo.

 

Si una vez, no sintieras horror ante la muerte por amor al placer de la vida;

o si sintieras amor a la vida sin necesidad del horror a la muerte.

 

Si una vez, te pudieras olvidar de tus triunfos, y de tus derrotas…

habrías justificado tu existencia.

 

 

REMINISCENCIA

Alrededor del alma gira y gira la historia

de un inútil recuerdo. (Inútil y querido).

Se fue por los caminos de la mala memoria

y retorna a mis versos como un niño perdido.

 

Era (la reconstruye vaga reminiscencia),

una dulce muchacha (prefiero dulce y triste).

Tenía, lo supongo, el temblor de la ausencia.

(Tengo que suponerlo, puesto que ya no existe).

 

Era (y hablo en pasado perfecto e imperfecto),

el vuelo fatigado que se posó en mi nido.

El tener pocos años fue mi enorme defecto

y mi culpa, la culpa de amontonar olvido.

 

Tal vez fue la más triste o fue la más sincera.

Tal vez la que me hubiera colmado de alegría.

Tal vez la que en el manso suceder de la espera

destejía en la noche los telares del día.

 

El mínimo rumor de su paso sin ruido

la trajo blandamente hasta un rincón cercano.

Con presencia de arena yo sé que la he tenido

y sé, también, que luego, se me fue de la mano.

 

Después busqué su vida en sórdidos intentos,

repitiendo su nombre, recordando sus ojos

y cavando en la tierra de mis remordimientos

con la mala esperanza de encontrar sus despojos.

 

Pero no es ni la luz que de pronto se apaga

y titila en el fondo de la noche perdida.

Es una estrella muerta, una estrella que vaga

más allá de ese cielo, más allá de esta vida.

 

Andará sobre el polvo que transitó mi paso.

(Caminos extraviados. Calles de pueblos viejos).

Y habrán de acompañarla en la hora del ocaso

las heladas imágenes que dejó en los espejos.

 

Estará acurrucada al lado de los días

que, sin duda, he vivido pero que no memoro,

junto con las palabras que una vez fueron mías

y los paisajes muertos por los que a veces, lloro.

Sobre El Autor

Homero Manzi, seudónimo de Homero Manzione, (1907-1951) nació en Añatuya, Santiago del Estero, pero vivió desde niño en Buenos Aires, ya que en 1911 su padre se traslada a esta ciudad. Será el barrio de Pompeya donde pasará parte de su juventud. Pupilo en el viejo Colegio Luppi, comienza allí a borronear sus primeros poemas. Terminada la escuela primaria retorna a la casa paterna en Garay y Boedo, donde nacerían, sin olvidar su antiguo barrio, sus primeros tangos. No tarda Manzi en estrechar amistad con los hermanos González Tuñón, Leónidas Barletta, Nicolás Olivari y el que fuera un poco padre de esa cofradía, José González Castillo, padre de Cátulo Castillo. Boedo era el costado bohemio de los jóvenes intelectuales, Manzi lo define de este modo: “Boedo era algo así como un paso pesado que diera Puente Alsina para llegar al centro, como también el tránsito obligado de las gentes del centro cuando querían acercar el alma hasta el Riachuelo...”. Su actividad política hizo que lo expulsaran de la Facultad de Derecho, a partir de lo cual se dedica totalmente a su gran pasión: la poesía. Contaba Arturo Jauretche que poco antes de terminar el servicio militar le confidenció: “Tengo por delante dos caminos: hacerme hombre de letras o hacer letras para los hombres”. Opta por lo segundo, componiendo letras memorables como “Discepolín”, “Malena”, “Manoblanca”, “Sur”, entre otras. Su paso por FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) afirma sus convicciones ideológicas. Ya no se apartaría del campo popular. Esto le cuesta varios amigos, entre ellos Jorge L. Borges. Al igual que Discépolo sufre hondamente la soledad, quizás por ello en el poema “Definiciones para esperar mi muerte” dirá: Sé que hay lágrimas largamente preparadas para mi ausencia. / Sé que mi nombre resonará en oídos queridos con la perfección de una imagen”. Se desempeñó como profesor de Castellano y de Literatura en los colegios nacionales Mariano Moreno y Domingo Faustino Sarmiento. Como periodista trabajó en El Sol, Crítica y Tribuna Libre. Redactó los libros cinematográficos de películas exitosas, como La guerra gaucha, Pampa bárbara, entre otras. Fundó la empresa Artistas Argentinos Asociados, y como sindicalista ejerció la presidencia de SADAIC. Algunas de sus letras de tango son: “Viejo ciego”, “Milonga sentimental”, “Milonga del 900”, “El pescante”, “Milonga triste”, “Bettinoti”, “Mañana zarpa un barco”, “Negra María”, “Después”, “Sur”, “Che, bandoneón”, “El último organito”.

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