La crítica literaria no es algo que me apasione. O sería más correcto decir que es la palabra “crítica” la que no me apasiona: es una palabra-trampa. Crítica viene del griego κρίνειν krínein: ‘discernir, analizar, separar’; pero a su vez tiene una derivación venenosa, raíz de muchos males: κριτικός kritikós y κριτική kritikē: ‘algo relativo al juez, o árbitro’. Es decir que criticar, según la acepción que elijamos, por formación, por moral, por psicología, puede ir del discernir al juzgar. Y el que juzga una obra ajena, suele resbalar hacia el rol de verdugo. Lugar y resbalón que no me interesa, a esta altura de mi vida (sí, anteriormente he pecado). Como guionista, es decir, escritor también yo, padecer el juicio antes que el discernimiento, me enseñó con duros palos a saber dónde pararme. Como suele pasar con los aprendizajes más importantes de la vida.

Así que, enfrentado a intentar una “crítica” de UN CRIMEN JAPONES, la última y maravillosa novela de Daniel Guebel (Literatura Randon House, 2020), claramente me posiciono desde κρίνειν krínein. Y también, para ser claro, y entrando al universo guebeliano, me dejo invadir por la 感心する (kanshin suru): la admiración.

Podríamos ensayar un primer análisis diciendo que Un Crimen Japonés es un tablado (como el que crea Lun Pen Lui, uno de sus personajes) donde se combinan, narrativamente hablando, los principales estilos del teatro japonés de distintos períodos: la novela tiene danzas rituales, humor y entretenimiento, chistes y pantomimas, todos elementos propios del teatro japonés hasta el siglo XIV; pero también combina hermosas pinceladas de drama lírico y poético, propias del teatro clásico Nohgaku, con otras del teatro de marionetas Bunraku, y también elementos de los dramas de burguesía del teatro Kabuki. Al mismo tiempo, abreva en Hamlet y en la novela negra, cambiando la espada bastarda y el tabaco por la katana y el sake, para narrar la historia de un crimen en el Japón medieval.

Yutaka Tanaka es el daimyo (señor feudal) de la provincia de Sagami. No es particularmente poderoso, sino uno más de los distintos daimyos que gobernaban el interior de Japón bajo el Shogunato Ashikaga, durante el siglo XIII. Yutaka ha sucedido a su padre, Nishio Tanaka, no luego de su muerte, sino vía una “cesión en vida” del poder. Cierto día de junio de 1344, la tragedia cae sobre el clan: un grupo de ninjas ataca la residencia del matrimonio Tanaka. Cuando, tras ser avisado, Yutaka llega, horas después, se enfrenta a lo indecible: los atacantes no portaban ni distintivos heráldicos ni banderas con los colores de su amo; le cortaron la cabeza a su padre y se la llevaron; y, por último, vejaron a su madre.

Yutaka se enfrenta a la ruptura de todo código: no puede identificar al agresor, no puede enterrar correctamente a su padre, pues le falta la cabeza, y no puede reparar el honor de su madre, que por pudor se niega a revelar cualquier dato particular sobre sus atacantes (quizá una marca de nacimiento, la forma de un miembro viril, pueda dar alguna pista sobre los atacantes… pero dama Mitsuko nunca podría hablar sobre esto: el pudor es más importante que la venganza). Y cuando los códigos se rompen, sobre todo entre señores samuráis supuestamente atentos al camino del bushido, en una sociedad regida por costumbres y ceremonias, ¿qué queda del mundo? Sombras y caos.

Para Yutaka, todo camino de reparación parece vedado, todo intento de resolución la entrada a un laberinto borgeano. El fantasma de Nishio no se le aparece, como al príncipe danés, para revelarle a quien pertenece la mano asesina; en cambio, Yutaka es poseído por un onryō (fantasma vengativo, que vuelve del purgatorio por un mal que se le ha hecho en vida) conjurado por una triple invocación: la sed de venganza sangrienta que le trae su condición de samurái, la necesidad de reparar el honor de su clan que le impone su carácter de daimyo, y la búsqueda desesperada, mediante la resolución del “caso”, de convertirse en el hijo que siente que nunca ha llegado a ser (ni para sí mismo, ni a los ojos, ahora tremendamente ausentes, de su padre).

El primer motor de la novela se convierte, entonces, en los intentos denodados de Yutaka por descubrir al autor ideológico del crimen de sus padres, el quién y el por qué, (en ciertos momentos, el segundo se vuelve más importante que el primero). La relación de la cultura japonesa con la muerte es distinta a la nuestra, sobre todo para un samurái. La cuestión no es morir, sino cómo y por qué. Al quitarle a la muerte de su padre estos continentes, la dejan en tierra de nadie, en un purgatorio en el que el mismo Yutaka terminará viviendo, incapaz de resolver el acertijo y, por tanto, su propia vida.

Como Marlowe, Yutaka es un investigador contemplativo y filosófico, cuyas reflexiones solo le traen más dudas. No es un daimyo como aquellos que lo rodean, simples, y vulgares samuráis aburguesados; tampoco es un guerrero listo para blandir su katana como extensión de su voluntad. En su mente, la resolución del misterio no puede ser extraída cortando la carne, sino la realidad.

“¡Qué complejo se volvía el mundo bajo la luz de Luna de la intención humana!”, escribe Guebel, resumiendo gran parte del trabajo enorme que ha llevado a cabo en esta novela. En Un Crimen Japonés, la intención lo es todo. La intención de decir la verdad o de mentir (o de encontrar una extraña alquimia que une a ambas). La intención de ocultar revelando, o revelar ocultando. La intención del doble sentido, la intención de la doble intención. Los personajes son seres y momentos en el laberinto de Yutaka, expresando en voz alta o discurriendo en pensamientos, meditaciones sobre el misterio que es la vida y la muerte, el amor, el poder como esfera y el poder como acto posible o imposible. Cada una de estas meditaciones no hacen más que resignificar ad infinitum la visión de Yutaka sobre la verdad que busca, y su propio lugar en aquella partida inmensa de go de la que es, a su vez, pieza blanca y negra.

Así como dieciséis capas tiene el vestuario de dama Ashikaga, aparente guía y amante de Yutaka (además de esposa del poderoso shogun Ashikaga Takauji, líder de facto de Japón) dieciséis por mil capas tiene cada uno de los largos soliloquios de los personajes que habitan el laberinto que es la búsqueda (la vida) de Yutaka. Cada idea es una verdad en sí misma, a la vez que en mecanismo de ocultación, una artimaña o un artilugio. Dilucidar cuál de estas formas ayudará a descubrir quién mató a Nishio Tanaka, es un esfuerzo inútil, tanto para Yutaka como para el lector: el verdadero placer de leer Un Crimen Japonés se encuentra al paladear estas formas, y el espejo infinito que generan al reflejarse entre sí. Porque “un crimen cuya resolución se demora, gana en sutileza: se plantea como un enigma. Y un enigma es un camino lleno de escollos por superar. Conduce de la pregunta justa a la respuesta verdadera, pero solo a través de cierto número de aplazamientos. De estos aplazamientos uno de los más importantes es sin duda la mentira, el engaño.” 

¡Y qué bien que nos engaña Guebel! La novela desborda hechos históricos comprobables, además de un conocimiento de la cultura japonesa más que enciclopédico… un conocimiento propio del que se ha dejado, como yo, invadir por la 感心する (kanshin suru). Pero esos hechos históricos se entremezclan de manera magistral con hechos ficcionales, que toman estatura de apócrifos a las órdenes de la voluntad de hierro del autor (y también de su desparpajo: como dice uno de sus personajes, estamos construyendo una noticia falsa, una historia que debe asumir la apariencia de una verdad revelada;  en ese punto, los hechos reales son un engorro”). La suma abismal de pequeños y perfectos detalles, forjan un mundo paralelo donde las cosas han sido, indudablemente y por más improbable que parezca, como Guebel las cuenta. Y al mismo tiempo, cuerpo a cuerpo con esta falsa rigurosidad histórica, corre un caudal fantástico, onírico, que se entremezcla con esas otras aguas para crear un río perfecto.

Guebel incluso se ha permitido, en un juego literario precioso, colocando aquí y allá pequeñas bombas textuales: “… el sake fluyó como un río del que Ashikaha Takauji resultaba el mayor brazo tributario. (…) Arriba, abajo, al centro y adentro”. El preciosismo con el que están incrustados estos argentinismos, nos permite ver al escritor sin salirnos de la trama, lo que no es una hazaña menor.

Guebel domina sus armas con el estilo y la gracia con la que un alumno avanzado de sadō lleva a cabo la ceremonia del té… fluidez, gracia, respeto. Y le agrega, de su propia cosecha, humor y desenfado.

Para cerrar, qué mejor que las palabras de la propia dama Ashikaga: “Quiero que te concentres en la cuestión de la simulación. De cómo una simulación puede arrancar una verdad, si aquel que la produce es capaz de manejarla al extremo, previendo cuál será su efecto en los demás”. 

El uso de la idea de simulación toma un vuelo aún más alto, gracias a la presencia de unos personajes muy especiales, que habitan la novela como ecos o espejos: los autómatas, máquinas maravillosas e infinitas, objetos narrativos perfectos. 

Guebel logra, a través de su simulación, arrancarnos una verdad posible; y solo posible porque, según su propia tesis, la verdad no se puede alcanzar definitivamente, porque es un objeto en tránsito constante.

 

 

 

Título: Un crimen japonés

Autor: Daniel Guebel

Editorial: Random House

accesible en Ebook: https://www.megustaleer.com.ar/libros/un-crimen-japons/MAR-014470

 

 

Sobre El Autor

Marcelo Cabrera (Provincia de Buenos Aires, 1970) Trabaja como guionista profesional de televisión desde el año 2000. Antes, se desempeñó como periodista, luego de egresar de la carrera de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. En sus años en el periodismo, se dedicó principalmente a negocios y tecnología, en medios como el diario BAE, o las revistas Prensa Económica e Insider, entre otros. También fue editor del site de negocios Intermanagers. En 2000 dejó el periodismo para dedicarse a su verdadera pasión: la imagen. Participó como guionista de programas como Los Únicos, Ciega a Citas (por la que ganó varios premios), Pan y Vino, Historias del Corazón, Tiempo Final (versión Fox), e incluso en animación, destacándose la serie de Paka-Paka Medialuna y las Noches Mágicas. Es fan de The Killing (versión americana) Mad Men, Breaking Bad y Battlestar Galactica (versión remake de Ronald D. Moore), trekkie confeso, y consumidor serial de Stephen King, Haruki Murakami y Henning Mankel. Actualmente reparte su tiempo entre el oficio de guionista, la literatura (está escribiendo su primer libro de cuentos), y sus dos principales hobbies: la música y la escultura.

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