Levanta el tubo. Tiene uno de esos teléfonos antiguos que ya nadie usa. La mano duda antes de marcar. Chequea con cuidado el orden de los números. Aguarda. El tono de espera y, finalmente, el chasquido que indica que al otro lado hay alguien, que contestan, que la búsqueda fue próspera.

—¿Hola? —atiende una mujer.

—Hola —repite él, emocionado.

—¿Sí?

—¿María?

—¿Quién habla?

—No me conoce… me llamo Sergio. Sergio Ansalvo.

Ella acepta que es verdad, que no lo conoce.

—La llamo por su muestra…

El dato tranquiliza a la mujer. La ayuda a ubicarlo en un lugar. A etiquetarlo.

—¿Sí? —necesita saber más.

—Pasé el miércoles y quería decirle que me gustó… mucho.

—Le agradezco, me alegra. —Hace una pausa, la adula lo que está diciendo pero igual sospecha. ¿Para qué la llama?—. ¿Cómo consiguió mi número?

—Internet —responde Sergio con naturalidad.

—Claro… —Ella piensa que tiene que borrar su nombre de la guía, quitarlo de las páginas doradas, o amarillas, no recuerda.

—Espero que no le moleste… —desliza él.

—No, no… —miente María.

—Lo que pasa es que necesitaba decirle… necesitaba contarle… lo que me pasó con sus barcos.

 

Los barcos. Esas construcciones que reposan sobre columnas blancas en la galería. Los visitantes pasan, se detienen, los llaman arte. Justamente esa mañana María había estado pensando en lo curioso que le resultaba eso. Admiran sus obras, las compran. Y para ella… para ella son otra cosa, fueron la manera de hallar el camino de vuelta del horror. Cuando un hijo se queda sin padres se lo llama huérfano. Cuando una madre se queda sin hijo, ¿cómo se la nombra? Sin pensarlo, en la amargura de la pérdida, había empezado a juntar desechos. Cosas que encontraba, solas como ella, abandonadas, oxidadas, rotas. En la calle, en las esquinas, en las sombras. Las había acumulado por toda la casa. Había creado un escenario acorde a sus adentros.

Una tarde apiló una lata sobre otra, y se alejó, y pensó en un faro en una playa lejos donde el frío fuera tal que se le helara el alma. Y sonrió, y lloró un llanto bestial, salobre, un llanto viejo. Mientras apilaba, lata sobre lata, metal sobre metal, rejas, palos, tuercas. El caos se volvió orden. Un orden nuevo, donde los faros la guiaban a playas de amnesia, de olvido necesario, de perdones. Y aparecieron barcos y más faros, y en alguno de esos barcos se fue alejando todo, el tiempo, los recuerdos, el dolor que no le permitía respirar.

 

—Me gustaría darle algo —le dice el hombre al otro lado del aparato.

María reconoce la bruma que atraviesa su voz. Es la misma que la atraviesa a ella.

—¿Qué?

—Un regalo. ¿Va a estar en la galería en algún momento?

—El sábado a la tarde.

—¿Le molesta si paso?

—No, no.

—¿A qué hora?

—Generalmente voy a eso de las cinco.

—Será hasta entonces.

 

El sábado a las cinco María está junto a sus faros. No puede terminar de comprender que fue ella quien los hizo. Recuerda haber ensamblado las partes, modelado formas, pero siente que no le pertenecen. Son, gracias a ella, pero sin ella.

—¿María?

Sergio es grande, de altura y de edad. Tiene una expresión amable.

—Hola.

Se miran queriendo reconocerse. Él le pide que se acerquen a un barco que está hecho con resortes. María recuerda el día que los encontró. Una mañana fría, a tres cuadras de su casa, contra un árbol.

—Pasaba por acá, el miércoles pasado… —explica él—, y me llamaron la atención sus obras. Cuando llegué a este… —hace una pausa y los ojos se le llenan de agua—. Yo fui colchonero, ¿sabe?

María no mira su obra. Lo mira a él. Él está hecho de manos temblorosas y un corazón frágil. Lo observa buscar las palabras que no encuentra. Los resortes-barco habían desatado los nudos. A ella la alejaron, a él lo llevaron de regreso.

Después de un rato Sergio abre la bolsa de plástico que aferra como si escondiera un tesoro. Le cuenta que, a veces, hace artesanías. Extrae una rama pegada a una base de madera.

—La encontré el otro día. Tiene forma de pájaro. No la tallé, eh. La encontré así. Me gustó tanto que quiero que la tenga.

María sonríe. Sonríe de boca y sonríe de alma, porque le parece ver que el barco de resortes vuelve, esta vez, trayendo algo.

—Es verdad —dice, y se maravilla—. Tiene forma de pájaro.

 

Imagen de portada: «La Travesía Interior», de María Luz Ras

Sobre El Autor

VICTORIA BAYONA (La Plata, 1978) es escritora, actriz y artista plástica. Ha publicado las novelas Dalila y los tritauros (2013), La maestra (mención en el XIII Premio El Barco de Vapor Argentina, 2014), Los viajes de Marion: El secreto de la lengua (2015), Fantasía y terror en Cuerno Callado (2016), Los iniciados de Megora (2017), La guerra de los pájaros, La mascota, Los monos fantasma (2018), 20 poemas de terror y una canción disparatada (2019). Como dramaturga escribió las obras El Síndrome Kafka y Solo en los Balcones (premiada por la Legislatura Porteña en la edición 2015 de sus Concursos Anuales de Arte). Ha participado en las antologías De la tierra al Olimpo, Las voces del fuego y Esos raros relatos nuevos (2019).

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