EL GENERAL SIN BRUJULA
Un homenaje a Eva Perón en el centenario de su nacimiento.
Fernando López, en franca exaltación de los sentimientos, elige la muerte y la ilusión para imprimirle, a ese desenlace, una suerte de lirismo.
La decisión del alma, el drama fantaseado, el momento terminal, el cuerpo inerme. Y el recurso de enceguecer la presencia de la muerte mediante una prolongación de la corporeidad.
Un equilibrio que se rompe y deja al hombre desorientado.
Una relación mística con el pueblo. Y un desgarramiento en la intimidad.
Entre La muerte y la brújula, Esa mujer, al despedirse piensa en las entrañas del poder; en el odio visceral de “los gorilas”, en las cavidades del cuerpo social, en lo más oculto.
Y es entonces que, al despedirse, expresa su última voluntad, secreta.
Para entender la profundidad de este homenaje que le rinde el autor, a Ella,
Considero oportuno citar a Tomás Eloy Martínez. En Santa Evita se lee: El mito se construye por un lado y la escritura de los hombres, a veces, vuela por otro. La imagen que la literatura está dejando de Evita, por ejemplo, es sólo la de su cuerpo muerto o la de su sexo desdichado. La fascinación por el cuerpo muerto comenzó aún antes de la enfermedad, en 1950….
El autor de Santa Evita remite a Martínez Estrada, a Cortázar, a Borges. Y leemos: “El espectáculo suntuoso de su muerte era un agravio al pudor argentino. Las élites intelectuales la imaginaban muriéndose con los mismos gestos con que, tal vez, amaba. Entregaba el aliento, desaparecía en otro cuerpo, cruzaba los límites, amando más muerta que nadie, muriendo a todo amor, desalmada pero rindiendo el alma, paciendo su placer en el campo de la muerte. Nada a solas, todo tenía que hacerlo sin recato, en la desvergüenza, intimidando a las élites con su intimidad, exagerada, chillona, la malandra, Evita la corrida”.
En El exámen – no de conciencia – y en El simulacro – tal vez de guerra-, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges cargan las tintas sin poder ver la tela fina y transparente con que se cubre el rostro de un mito por nacer, el manto sagrado que teje el pueblo; el velo que impide comprender lo inevitable. A esa mujer no podrán callarla ni omitirla; no habrá muerte que valga. Aquel impulso ciego, de Julio y de Georgie, fue apenas la catarsis, una purificación de sus propias pasiones; páginas destinadas a liberar el miedo a una mujer sin miedos.
Fernando López deja de lado el espacio de la política, elige el simbólico, el imaginario y, es así que, con menos papel y tinta, aunque con más sangre en las venas y una mejor mirada, seguramente más abierta, convierte lo macabro en energía vital y encuentra, así, entre los pliegues del amor y la muerte, la realidad fundamental de esa existencia inolvidable pese a tantos escritores empeñados en denostarla en vida y, una vez muerta, obstinados en Evitarla, como un fantasma, por vía del olvido.