En el transcurso del año 1975, Rodolfo Rabanal publica en editorial Sudamericana su primera novela, El apartado, con una tapa que, aun mirada desde el presente, estremece: una mujer con un pañuelo blanco que le cubre el rostro y la cabeza, como si fuera una anticipación de lo que algunos años después sería la imagen emblemática de las Madres de Plaza de Mayo desandando todos los jueves, sin fatiga y con empecinamiento, sus rondas por Plaza de Mayo. Además de la ilustración de tapa, El apartado es, sin duda, una novela anticipatoria; con una infrecuente agudeza, el autor parece prever a lo largo de su trama el clima intolerable que imperaría en el país durante los años por venir: su protagonista se ve compelido a refugiarse en su madriguera porque toda la ciudad se ha tornado un territorio hostil y peligroso. Hoy, El apartado ha terminado por convertirse en eso que se llama una “novela de culto”; preferible sería que fuera, o también fuera, una novela leída.
Las tres novelas posteriores (Un día perfecto, 1978; En otra parte, 1981; y El pasajero, 1984) son pasibles de ser leídas, junto con El apartado, como una tetralogía en la que se eslabonan los temas rabanalianos por excelencia: la identidad, el arraigo y el desarraigo, la pasión, la rumia especulativa, el denuedo abocado a una labor excluyente: entender. De hecho, pocas veces se ha escrito una reflexión tan honda sobre la Argentina, sin nombrarla en ningún momento, como en El pasajero, en la que un escritor ha sido favorecido por una beca para permanecer un tiempo en una universidad norteamericana desde la cual, a un tiempo, añora, se libera y aquilata los perfiles de su país natal.
Como Edward Morgan Forster en ese breve pero exquisito libro que se titula Aspectos de la novela, Rabanal también podría haber dicho con respecto al género: “Sí, la trama importa, importa, pero no demasiado…”. Más allá de las tramas firmemente delineadas (basta comprobarlo con la lectura de El factor sentimental, 1988, o La vida brillante, 1993), la preocupación sustantiva de Rabanal está vinculada con el estilo, con la música de las palabras, con el propósito de que el ritmo de la prosa se aproxime, al menos, a la cadencia de la poesía. Por ello, en estos tiempos donde, para emplear el concepto del filósofo griego Cornelius Castoriadis, lo único que se vislumbra es “el avance de la insignificancia”, donde el lenguaje es reemplazado por la jerga, la lucidez por la corrección política y a los escritores al uso les es tan ajena la concepción de estilo como los entresijos de la física cuántica, Rabanal no es un escritor de moda; paradójicamente, y por ello mismo, su obra perdurará.
Me permito en este punto, una observación de orden personal que espero que en modo alguno redunde en esa obscenidad que es la autopromoción. Cuando publiqué, en el año 2002, el volumen de ensayos La ficción de la historia (por la editorial cordobesa Alción), de la media docena de escritores allí examinados, el ensayo más extenso le correspondía a la obra de Rabanal. No me arrepiento, lo merecía con holgura.