Los colores del vitral se reflejaban sobre los hombros del sacerdote. Las manos apuntaban hacia el cielo mientras sostenían la eucaristía. Los monaguillos agitaban con pudor las campanas al costado del altar y los fieles mantenían sus cuerpos anquilosados en la posición de rezo. El vino, arduo, esperaba en el cáliz a que el sacerdote lo derramara sobre las bocas ansiosas de las mujeres.
Años atrás se había corrido el rumor y las parejas llegaban desde todos los lugares del mundo. Al principio sólo fueron los lugareños, pero alguien advirtió que la eficacia era absoluta y la catedral no tardó en llenarse de gente, de filas a toda hora, de cartas de urgencia borroneadas por algunas lágrimas.
El padre Mateo había escuchado a varias mujeres en el confesionario. Todas sufrían el mismo desconsuelo. Parecía que el demonio había echado raíces en su pueblo. Durante varias noches le costó conciliar el sueño. Algo raro estaba sucediendo. Ya no existían las señales de Dios, sólo las infestaciones del demonio.
Se arrodilló frente a la virgen que lo observaba desde la cima del altar y rezó hasta que sus rodillas se lastimaron. Repitió el acto durante meses hasta que un día, abrió los ojos con parsimonia y posó su mirada sobre una gota escarlata que se había quedado suspendida entre los dedos del pie de la virgen. El padre se frotó los ojos, se movió unos centímetros para deshacerse del reflejo del vitral de Cristo y volvió a mirar con detenimiento. Efectivamente había algo. Se acercó con el corazón acelerado, con su dedo índice tocó la gota y la probó. El sabor metálico no le resultó desagradable, sino todo lo contrario, lo llenó de pasión. Ni bien terminó de tragar el líquido, escuchó que otra gota se estaba derramando detrás del vestido. Cayó nuevamente en el mismo lugar y él detuvo la respiración para oír mejor. Silencio. Miró con frenesí la nueva gota que brillaba en los dedos de la virgen. Su corazón se paralizó. Esta vez decidió no probarla, pero tomó con sus manos el manto y lo fue subiendo con el sosiego de un rezo. De a poco fue descubriendo un rastro rojo, untuoso sobre la pierna y los muslos. Siguió levantando el manto hasta que el estupor lo detuvo.
Nunca se lo contó a nadie. Dios obra en acciones. Desde ese momento, el demonio había perdido la batalla.
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