La narración de la historia
La primera y fecunda confirmación que se desprende de la novela de Luis Benítez es que en la literatura no hay tema clausurado, o remanido en exceso, o transitado hasta la extenuación; cada gran narrador reinventa su universo ficcional más allá de los inevitables precedentes o de ese grandilocuente concepto de Harold Bloom que encierra, en verdad y a poco que se lo analice con rigor, muy poca sustancia: “la angustia de las influencias”. El subtítulo del libro señala: Una novela sobre el mito de Camila O’Gorman. Y es a partir de allí que conviene abordar un par de aproximaciones que vertebran la estructura de El deseo y la furia. El texto de Benítez es tan equidistante de la efusión lírica de la novela Una sombra donde sueña Camila O’Gorman (Enrique Molina, Losada, 1973) como del adocenado perfil del filme Camila (María Luisa Bemberg, 1984), aquello que hace Benítez en su novela es narrar la Historia, y ésta no es, precisamente, una prolija sucesión cronológica protagonizada por justos y réprobos, cada uno instalado en su correspondiente rol de una vez y para siempre; sino, más bien, un tembladeral confuso, imprevisible, contaminado, “lleno de sonido y de furia”, un Leviathan de insaciable boca que se devora a sus hijos sin el menor remordimiento; vale decir: un estrago: tal es la Historia que narra Benítez. Nadie es más ignorante de la Historia que sus contemporáneos; nadie sabe que está haciendo Historia, sólo la padece. A la manera del Fabricio de La cartuja de Parma, quien combate en Waterloo ignorando, como es lógico, el alcance histórico de semejante batalla, uno de los personajes de El deseo y la furia, en el mes de noviembre de 1845, es uno de los tantos que pelea en la Vuelta de Obligado sin hundirse en otra cosa, como es natural, no ya en los oropeles sino en el barro de la Historia (pp. 408 y ss.). Camila O’Gorman y Uladislao Gutiérrez no conforman una cándida pareja iluminada por el romanticismo de cuño francés, sino un hombre y una mujer que se desean, se arrebatan, se equivocan y huyen como animales de presa antes de ser capturados en la provincia de Corrientes. Y, por cierto, Camila O’Gorman no es una evanescente muchachita aureolada de candidez, sino una mujer bien plantada que conoce a ciencia cierta a lo que se expone fugándose con un sacerdote en la Buenos Aires del siglo XIX. Luis Benítez sabe, sin duda, que los silencios en la literatura son tan elocuentes como los que se plasman sobre una partitura musical: todo lo que se calla en El deseo y la furia (cómo se consuma el primer encuentro amoroso entre los protagonistas, por ejemplo, o el fusilamiento de ambos: aludido apenas por el eco de una detonación) es tan revelador como lo que se narra; la insinuación, el silencio, la sugerencia son, al menos en literatura, tan elocuentes como la letra. Todo ello no obsta para que el nivel de escritura de la novela revele cotas de excelencia: con el grado de dificultad que tal materia siempre supone, Benítez narra la batalla de la Vuelta de Obligado con mano maestra. Y hasta se da el lujo de comenzar la escritura de un capítulo (cap. 68, pp. 529 y ss.) desde el punto de vista narrativo de una araña.
“Nunca escribí una novela histórica”: la categórica afirmación pertenece nada menos que a Marguerite Yourcenar. Y le cabe por derecho propio a El deseo y la furia. La literatura de imaginación no es (no debiera ser) un catálogo clasificatorio: novela histórica, novela de costumbres, novela de crímenes en countries, novela de amor…; El deseo y la furia es una novela de excepcional factura tanto en su trama como en su conformación, con ello debería bastar y sobrar para suscitar una lectura minuciosa y agradecida, sin necesidad de rótulos y etiquetas.
Luis Benítez, El deseo y la furia, Vestales, 638 páginas.