Tras años de dictadura, las elecciones generales de 1983 arrojan una sorpresa: el partido hasta entonces invicto pierde, y no tendrá otra alternativa más que reconstruirse si desea sobrevivir en la arena política.
En algún lugar del conurbano bonaerense, tres hombres -un ex detenido-desaparecido, un militar retirado y un joven endeudado por el juego clandestino- se ponen al servicio del Cabeza, un intendente que sueña con llegar a la presidencia. Se desata así un juego de alianzas y traiciones en el que parece no existir ningún límite, y que involucra la trata de blancas, los secuestros de empresarios, el saqueo de camiones blindados y el tráfico de drogas. En medio de un crescendo de violencia, las vidas de los tres hombres se cruzan una y otra vez como si fueran piezas de ajedrez movidas por una mente perversa. A través de una serie de situaciones y personajes ficticios, Diego Grillo Trubba muestra lo que todos saben pero nadie se atrevió a contar: los lazos que unen a los partidos políticos con el crimen, la corrupción como un sistema infiltrado en las capas del poder y una sociedad rehén de quienes dirigen el Estado en beneficio propio. La mafia política. Renacerás de tus cenizas es un thriller político de una potencia y una crudeza muy poco frecuentes en la narrativa argentina actual.
¿Cómo surge la idea de tu novela y cómo surge el titulo?
No recuerdo cómo surgió. Deseaba escribir un policial de mafia, subgénero que me fascina, y me pareció que aplicarlo a la Argentina era meterse con las estructuras políticas, económicas, sindicales, judiciales e intelectuales. Decidí ir paso a paso, y meterme primero con la que más poder detenta. El título fue simplemente descriptivo, para diferenciarlo de las otras mafias que alguna vez escribiré.
A diferencia de muchos otros países, en nuestra historia contemporánea, no hay demasiados registros, si es que hay alguno, sobre venganzas de sangre contra los terroristas de Estado. ¿Por qué anclar la narración entonces en una de estas venganzas?
Hubo una sola venganza, hasta donde sé. Tras los indultos balearon a un médico que había colaborado en sesiones de tortura. Igual, de esto me enteré luego de escribir la novela, pero reafirma lo escrito.
La hipótesis que tengo es que en la Argentina no se generaron venganzas personales contra represores no tanto por los lemas de los organismos de derechos humanos como por la estructura política. En los ´80, con el regreso de la democracia, Alfonsín implementó la teoría italiana que el paraguas de la política debía ser amplio y proteger a la mayor cantidad posible de gente de la lluvia (sea la lluvia la percepción que uno desee). Esto implicó el juicio a las juntas militares, objetivamente notable aunque hoy olvidado, pero también que los escalafones más bajos de la represión, lo que por aquel entonces se denominaba “mano de obra desocupada”, fuesen integrados a la estructura política. En los ´80 hubo un caso famoso, el de Guglielminetti, ex represor que había sido integrado a la estructura de la Unión Cívica Radical. Pero ese mismo caso se replicó en el PJ.
Quise contar esa parte de la historia, que también está selectivamente olvidada. El motor ficticio fue la venganza de un ex detenido desaparecido. Y no voy a contar cómo se resuelve en la novela.
Tu novela es, en sí misma, una interpelación a la política, a los mecanismos de construcción de poder y, en definitiva, a la democracia. Perecería ser que cobra fuerza aquella célebre y terrible frase: “La democracia es el crimen perfecto.” Pero, ¿es así como la ves?
La democracia es algo que ningún ser humano ha visto. Dada la complejidad de las estructuras sociales, los pueblos gobiernan mediante representantes. La pregunta clave es a quiénes representaron y representan esos representantes. La respuesta que percibo es a nadie salvo a sí mismos.
En otros tiempos uno podía contrastar promesas de campaña con las políticas ejecutadas y comprobar que no existía un correlato, lo cual daba por tierra cualquier posibilidad de representación o representatividad. En las últimas décadas se dio, a nivel internacional, un fenómeno aún más preocupante: los candidatos ni siquiera prometen. Resulta imposible dilucidar qué piensan por sus dichos o afirmaciones, y solo es posible hacerlo una vez que asumieron en cargos públicos por las decisiones que toman o dejan de tomar.
Existe tal divorcio entre la clase política y la sociedad que ya no sólo no se representa a la sociedad sino que pareciera que es el enemigo que han elegido. Doy el ejemplo argentino: en las últimas tres décadas la clase política eliminó la calidad en la educación pública, en la salud pública y en la seguridad. El contrato social más básico era tener gobiernos/administraciones para, justamente, tener educación pública, salud pública y que no nos matemos los unos a los otros. Ese contrato ya no existe: si se desea salud o educación de calidad se debe recurrir a prepagas o escuelas y colegios privados. Y ni siquiera, porque pese a ser pagos son, también, ineficientes.
Entonces, si el contrato social ya no está vigente y no existe representación, la consecuencia lógica es que no vivimos una democracia entendida como gobierno del pueblo.
En el 2001, José Nun publicó un libro titulado Democracia, ¿gobierno del pueblo o de los políticos? La respuesta es la opción B, lamentablemente.
De tu novela se desprende que, los pilares que sostienen las bases de la política, serían pilares del delito. Así el delito sería el sostén, en todo caso un instrumento de esa política y, tal vez, aquel delito acumulado entre 1983 y 1989 – años que cubre la novela – represente la piedra fundacional, en democracia, de un esquema perverso, post dictadura, extendido por inercia en una dinámica histórica que siguió andando a contrapelo. ¿Qué opinás al respecto?
La política, contra lo que se suele manifestar, no se sostiene en base a ideales u objetivos derivados de la ideología sino al simple y vil dinero. Necesita dinero para funcionar, para crecer y para reproducirse.
La cuestión es determinar cuáles son las fuentes de dinero de la política. Hay, creo yo, tres grandes subdimensiones. Por un lado están los cargos públicos. Ingresar a la política es ingresar a una estructura laboral, por lo general mejor rentada que en el ámbito privado. Desde hace unos quince años, la recompensa por ingresar en la política es un cargo público. En algunos casos para trabajar con eficiencia, en otros para vegetar y en otros ni siquiera hace falta asistir al ámbito laboral ficticio porque lo que se está pagando es el trabajo partidario imposible de justificar en la estructura burocrática estatal. Ésa es una forma de rentabilidad que posee la política. Y, paradójicamente, la menos dañina de las tres. Luego está lo que denomino la “caja chica”. Se trata de un volumen de dinero mayor que el de la estructura burocrática, con la diferencia de que se distribuye en un porcentaje muy asimétrico en favor del caudillo zonal. Esta “caja chica” es la que procede de la asociación con las fuerzas de seguridad, que como sabemos en lugar de combatir el delito se dedican a administrarlo. Así, prostitución, narcotráfico, hurtos y secuestros otorgan al político una serie de recursos que, por lo general, van más a su patrimonio que a una inversión en el desarrollo político. De esta “caja chica” es de la que hablo en la novela.
La tercera es la caja grande. Los negociados multimillonarios, que en algunos casos son denunciados por la prensa. Por lo general, íntimamente relacionados con la obra pública y, desde hace dos décadas, con la construcción. Los lazos entre políticos y empresas constructoras que sobrefacturan son hasta sanguíneos. Los sobornos por aprobar partidas presupuestarias a contratistas constituyen una suma superior en volumen a toda la “caja chica”. De esta no hablé en esta novela, porque me parece que es de la que se ocupa la prensa.
¿Hobbes o Rousseau?
Idealmente, Rousseau. Pero no el Rousseau que habló de la naturaleza bondadosa del ser humano, sino el que planteó que la culpa no fue del primer infeliz que alambró un terreno sino del primer idiota que respetó la propiedad privada que implicaba ese alambrado.
Igual, en la práctica, creo que tenía más razón Hobbes. No es que el hombre sea el lobo del hombre, es que el hombre es el hombre del hombre, y el hombre es mucho más letal que un lobo.
“…Para entonces ya había abdicado el gobierno democrático, y los compañeros caían uno tras otro a manos de los militares.” ¿Podemos detenernos en “abdicado”? Me interesa el concepto, el significado y el tiempo de la abdicación.
El gobierno civil de Isabel Perón abdica cuando firma el decreto autorizando la represión militar a la militancia política. Luego llega el golpe de estado formal del ’76, pero la abdicación es esta previa que señalo. Y digo que abdica porque es en ese momento en que autoriza que las fuerzas militares entrenadas para conflictos externos actúen en situaciones internas. A partir de entonces el gobierno en sí carece de sentido porque ha entregado el monopolio de la fuerza legítima (definición weberiana del Estado). Sin Estado que ejecutar, hay una administración que ha abdicado a sus funciones -ya fuera por reclamo popular o no, que es otro tema-.
¿Qué reflexión te merece aquella frase acuñada que expresa: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”?
Y existe otra que sostiene que “la política es la guerra por otros medios”. Una de ambas es de Klausevitz, y nunca logro dilucidar cuál.
Política y guerra no tienen por qué estar emparentadas. Es decir: cuando lo están es porque existe una intencionalidad, porque hay un deseo de “ejecutar” o “aniquilar” al enemigo.
Son muy poco felices expresiones como “guerra contra la inseguridad”, “guerra contra el narcotráfico” o incluso “guerra contra la pobreza”. Con que haya políticas públicas al respecto que las reduzcan primero y eliminen después es más que suficiente. Supongo que ese vocabulario tiene que ver con la necesidad de inventar enemigos para definir cómo es uno, de lo cual hemos visto mucho en los últimos treinta años. Esa visión pobretona de la política lo que genera es un resentimiento muy grande en las bases que siguen a tal o cual líder de la guerra, con el agregado que los líderes de la guerra suelen brindar, tener negocios en común y hasta relaciones sexuales con los supuestos otros líderes del otro bando de la guerra. Suponer que hay una guerra donde no la hay, es una herramienta de la política para impedir ver que las luchas entre los distintos sectores de la política son banales, y que el objetivo central de la política (transformar la realidad para mejor) ha sido dejado de lado hace demasiado tiempo.
El relato de las ratas mutiladas, ¿Está relacionado con aquellas expresiones de los años ´70, tales como: “ratas sucias en sus madrigueras”, “hay que perseguirlos y matarlos como a ratas”? Esto que se dijo en la Cámara de Diputados ¿tiene algo que ver con ese pasaje de la novela?
La verdad, te confieso que nunca se me había pasado por la cabeza. Dudo que haya sido una traición del inconsciente porque desconocía las frases.
Además de novelista sos sociólogo y como periodista trabajás en el suplemento de espectáculos de Perfil. Según tu cosmovisión ¿Qué lugar ocupan los famosos en nuestra sociedad?
Los “famosos” no son muy distintos de los “intelectuales” en cuanto a funcionamiento social. Son una de las opciones de ascenso para quienes nacieron fuera de condiciones excepcionales en la estructura nobiliaria posmoderna, el intento de transformarse en algo mágico y separado del resto de la sociedad.
La mafia intelectual, donde incluyo a los “famosos” que de intelectuales poseen poco -pero seamos justos: también los llamados “intelectuales” poseen poco de intelectualidad-, son los bufones del poder. En la Edad Media había una diferenciación más clara entre, por ejemplo, Maquiavelo y el bufón de los Médici. Hoy, ese límite se ha ido borrando. Hay una anécdota ilustrativa al respecto. No voy a dar nombres, pero un intelectual era una figura de referencia en la década del ´90, asistía con asiduidad a la Casa Rosada, pero no iba a hablar de temas centrales de la política sino que, dado su ingenio, lo llamaban para contar chistes y ponerles apodos despectivos pero ilustrativos a los políticos de oposición. Al mismo tiempo, en esa misma época, numerosas “famosas” eran convocadas a la Casa Rosada o a la residencia de Olivos para entregarse sexualmente a cambio de subsidios o trabajos. Muchas hasta lo daban a entender en entrevistas públicas, otras lo guardaban como secreto por cierto pudor.
Esa figura servil para con el poder lo que le facilita al “famoso” o al “intelectual” es poder diferenciarse del resto de la plebe. El costo es el servilismo y transformarse en bufones o, lisa y llanamente, prostitutas.
¿Cuál es el lugar del poder judicial en esta estructura social?
En teoría, el poder judicial debería servir como contrapeso. El sistema representativo -que, ya se dijo, no necesariamente democrático- estableció una serie de balances entre los distintos poderes para que ninguno pudiera crecer demasiado. Al tener base liberal, la idea era que los sectores económicos se desarrollaran pero con limitaciones del poder político y judicial, que el sector político lo hiciera con contralor del sector económico y judicial, y que con el judicial hicieran lo propio los otros dos. En la segunda mitad del siglo XX, cuando ya se percibía que esto no funcionaba mucho porque los límites entre unos y otros se habían desdibujado hasta llegar al punto de que en una misma familia podía haber un juez, un gobernador y un empresario (si es que no eran la misma persona), surgió una novedad tétrica: las ONGs. Organizaciones civiles que, se suponía, iban a controlar a las otras que estaban fuera de control. El tiempo demostró su inutilidad y que el deseo que poseían sus integrantes era el de unirse a los estamentos mafioso-nobiliarios.
El poder judicial, para responder específicamente a la pregunta, debería limitar el poder político y el económico. Viendo cómo se desarrollan economía y política en la Argentina, no hay que ser demasiado avispado para darse cuenta de que esa función no se cumple. La paradoja es que ninguno de los poderes cumple su función, que simula enfrentamientos con los otros, pero que en momentos de crisis -Argentina en el 2001 o 2002, por ejemplo- todos hacen un gran acuerdo -a veces público, a veces secreto- para que todo siga como hasta entonces. Como las mafias territoriales de las películas: muchos tiros, pero en el fondo son todos una misma, gran familia.