A los 67 años, Fabius Exelsus Fulgentius era un general de reconocido prestigio y gran experiencia. Una personalidad en Roma; una pieza fundamental que descollaba en el ejercicio de las políticas expansionistas del Imperio. Era un hombre de armas que sumaba campañas encabezando las legiones. Se presentaba firme y prudente. Y se lo conocía como un verdadero intelectual del combate. Un experto en el asedio, en los ataques, y un hábil manipulador de la tregua. En definitiva, un especialista en el arte de la guerra. Por todo ello, no obstante, su avanzada edad estaba considerado como el hombre insustituible que debía permanecer al frente de la legendaria Legión Lupina.

El Senado lo conversó, a tal efecto, desafiando su orgullo militar. Le propusieron una difícil misión orientada a pacificar la Panonia, provincia tomada por las guerrillas ilirias. Un fenómeno que preocupaba al poder central que advertía un escenario caótico y de disolución, que justificaba los pedidos de ayuda. Signos de desaliento, deserción, desorden y conspiraciones completaban un cuadro de desmesura territorial, caldo de cultivo y fomento de insurrecciones. La solución radical imponía la entrada triunfal de la majestuosa e invicta Lupina.

El panorama era complejo, siniestro, plagado de todo tipo de contras; todo se presentaba inmanejable, monstruoso y, por ello, en familia y sus allegados se empeñaban en convencerlo de no aceptar semejante responsabilidad. Se decía por lo bajo que, los togados y la púrpura alentaban la propuesta para sacarlo del medio “previendo turbulencias sucesorias. Era una hipótesis, una mera suposición que sembraba dudas en razón de eventuales consecuencias que él debería afrontar en caso de aceptar. Todo ello, de ser cierto, era algo más que desafiaba su orgullo.

Él les daba la razón a los suyos, mostrándoles el rostro de la resignación y argumentando que, a pesar del riesgo mayúsculo que implicaba la misión, él era un soldado y, como tal, se limitaba a cumplir, a obedecer las órdenes. La realidad es que estaba encantado de partir, lo había cansado la vida civil; llevaba ya un par de años de aburrimiento. Extrañaba la vida de siempre, el peligro real en el campo de batalla; algo tan distinto a la tensión que proponen las intrigas palaciegas.

La guerra era otra cosa, para él, más relajada en cierto modo. No soportaba más la frivolidad de los banquetes y antesalas humillantes. Sostenía que su buen estado físico y espiritual tenía que ver con su actividad militar. Por otro lado, en su fuero más íntimo latía el mayor de sus deseos, algo que lo motivaba toda vez que sus excursiones bélicas ofrecían la oportunidad de poner en escena la obra escrita tantos años atrás, una tragedia impedida de la posibilidad de recorrer el circuito oficial de las obras teatrales.

Estaba empeñado en dar a conocer aquella tragedia autobiográfica, su obra tenía para él un valor especial y era lo único que le importaba, no perseguía la aprobación de los entendidos en la materia; no le interesaba conocer esa opinión de tilingos que hacen alardes de su conocimiento. Con esta idea fija que se apodera de su espíritu, aunque sin perder el entendimiento, se pone al frente de las columnas en marcha, sabiendo que la Panonia era una tierra semi salvaje y misteriosa. Tiene confianza en encontrar recursos humanos aptos para representar su tragedia, quería verla otra vez en escena. Y así fue que la designación llegó en el momento justo, las órdenes precisas, de la misión, coincidían con aquel deseo de verse reflejado en el teatro, como en Hispania, en Alejandría, en Anglia y en Germania; y ahora sería en la Panonia.

La travesía comprende montañas y llanuras, los Alpes danubianos. Él montando un caballo blanco, y luego negro. Su asistente personal, el jóven lactarius, lo seguía a muy corta distancia. Ambos sabían mantener conversaciones inteligentes. Eran 6000 hombres. Porta estandartes y gorros de piel de lobo, símbolo de la legión, miles de almas coordinadas. Una ciudad en movimiento, una interminable columna que se interrumpía en las curvas boscosas. Y él pensaba: ¿qué tesoro de inteligencia o ternura esconderán sus filas? ¿qué trampas envenenadas de fraude o crimen? ¿cuánto valor, cuánta cobardía?

Los verdes valles, los montes, el escarpado, cuesta empinada, desfiladeros, abismos, nieve, cornisas estrechas y tortuosas.

La preocupación por el descenso. Y la opinión de los centuriones.

Los mapas, la memoria, los dialectos y el traductor; la necesidad de sacarle información estratégica a los cautivos. Los interrogatorios.

Las brusquedades de la guerra y la primera aldea que quemaron. Del otro lado, el contingente de jinetes.

Los círculos defensivos; los escudos contra una lluvia de flechas. Después, la orden de Fulgentius: matar a todo enemigo que cayera en poder de la Legión.

Y debían seguir en formación, avanzando como una muralla armada.

Si los insurrectos oportunistas, y las guerrillas amedrentaban a las aldeas, la solución era quemar dichas aldeas, así, los rebeldes se quedarían sin víctimas.

La tarea encomendada había sido ir y poner orden por la fuerza, a como dé lugar.

Así, la Legión cruzaba aplastando todo lo que se le imponía . Las matanzas operaban, una tras otras, como escarmiento ejemplificador por anticipado; los conatos de resistencia se cortaban de raíz. No quedaba bosque en pie, si se interponía en el camino, se lo talaba por completo y se prendía fuego a los troncos apilados. El humo cubría las colinas, y donde se topaba con poblados, dejaban solo ruinas.

Los ataques de la guerrilla y la reacción de la Legión.

Los pantanos, las ciénagas, las carnicerías bajo el agua. La crueldad que Fulgentius observaba desde arriba de su caballo, era la época; era lo que correspondía que hiciera. Había que destruir en virtud de la necesidad de imponer una construcción nueva, del nuevo mundo en el que Naturaleza y Civilización nacían al unísono y unánimemente.

Fulgentius dejaba hacer. Sus hombres daban rienda suelta a sus instintos y Él tomaba distancia de los hechos aberrantes. Escenas macabras.

Carnutum, una ciudad con historia. Marcharon entre flores y pájaros, a la vera del río azul. Él pensaba que en aquella ciudad no podían faltar compañías de actores e instalaciones posibles en las que él pudiera hacer representar su obra.

Se encerraba en la tienda y revisaba las copias de su tragedia; tenía los rollos ordenados, numerados y bien guardados; los originales escondidos en otro lado.

Ya se ven las torres de la ciudad; rebaños, sembrados y caseríos sin guarnición militar. Praderas húmedas. Paisajes idílicos. Los turnos de vigilancia.

El hecho de que el imperio tuviera enemigos por doquier no era el problema sino la solución. Lo más probable era que se mataran entre ellos, dado que no podían contra las invencibles legiones de Roma. Debían descargar su energía guerrera entre ellos. Así pensaba el general. Las Villas de recreo. La caravana de enviados de la ciudad. La Legión Lupina, al caer la tarde, entra por calles engalanadas.

Él se viste de gala, y todo el mundo en las calles para mirar el impresionante desfile de las columnas. Una bienvenida. Los habitantes de la ciudad también eran 6000, la misma cantidad de hombres que integraban la Legión Lupina.

La recepción oficial se hizo en el Foro, el gobernador, sus cónsules y pretores con sus esposas. El templo de Venus. El ceremonial ancestral; las fábulas con dioses.

Él acepta alojarse en el palacio de la gobernación.

Él sólo quería entrevistarse con actores y, al segundo día de estar ahí se reunió con ellos en las instalaciones del templo, donde desarrollaban sus actividades artísticas. El único joven era el director de la compañía, un liberto llamado Julius, que se mostraba agradecido por haber depositado, el general, su confianza en ellos, la única compañía de teatro en Carnutum, un general autor de una tragedia, ¡Qué excitación!

Vigor y originalidad.

Así comienza esta historia que cautivará a los lectores y lectoras.

 

 

Título: Fulgentius

Autor: César Aira

Editorial: Random House

168 páginas

Sobre El Autor

Ex funcionario de carrera en la Biblioteca del Congreso de la Nación. Desempeñó el cargo de Jefe de Difusión entre 1988 y 1995. Se retiró computando veinticinco años de antigüedad, en octubre de 2000, habiendo ejercido desde 1995 la función de Jefe del Departamento de Técnica Legislativa y Jurisprudencia Parlamentaria. Fue delegado de Unión Personal Civil de la Nación (UPCN) - Responsable del Área Profesionales- en el Poder Legislativo Nacional. Abogado egresado de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la U.B.A. Asesor de promotores culturales. Ensayista. Expositor en Jornadas y Encuentros de interés cultural. Integró el Programa de Literatura de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Se desempeña en el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq. Es secretario de Redacción de Evaristo Cultural, revista de arte y cultura que cuenta con auspicio institucional de la Biblioteca Nacional (M.M.)

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