Reproducimos a continuación las crónicas chilenas que nuestro colega y amigo Diego Alfaro Palma publica desde su página https://diegopersonae.wordpress.com/
Chile despierta, ¡fuerza Chile!
Viernes 18/10/19
Mi caminata fue un poco así: salí por Antonio Bellet y a la vuelta de Providencia encontré una feria de artesanías de Chiloé y me quedé conversando con una señora de la isla Lemuy a la que le compré una panera de ñocha -tengo debilidad por las fibras vegetales. Luego seguí con la multitud hacia el Parque Forestal, algunos pocos extrañados por el corte de los metros, otros siguiendo derecho, hasta que se abrió la Alameda y tuvimos la oportunidad de gritarles una cuantas cosas a la policía: “no los queremos nada!” fue lo más suave que escuché. Luego bordeé hasta encontrar asilo en la librería Ulises, poco ya podía mi nariz contra las lacrimógenas. Con el amigo Nacho encontré paz y una pequeña merienda (la famosa once) para levantar las energías, cuando de pronto entró un viejo amigo librero al que no veía hace años. Nos dimos un abrazo emocionado. Me dijo que iba hacia la zona norte de la ciudad, que buscáramos donde pasaban buses. Caminamos y caminamos y no encontramos nada; caminamos por Merced y luego haciendo zigzag y bebiendo cerveza. Recordé una novela de Julio Cortázar, una genial y olvidada novela de Cortázar llamada “El exámen” donde un grupo de amigos dan vueltas alrededor de la ciudad entrecruzando citas al ritmo del jazz. En Santiago no había jazz, ni nada que se le pareciera, pero había cumbia y lacrimógenas y balas de goma, la policía no pudiendo controlar la manifestación popular contra las alzas del transporte. La maldita, la vil policía: pasé siete años olvidándola al otro lado de la cordillera. Entonces seguimos por Avenida Brasil hablando de Onetti, de Saer, y cuando íbamos saliendo por el barrio Concha y Toro nos llegó una nube picosa que nos bloqueó la pasada; los estudiantes corrían de esa misma nube que nosotros veníamos evadiendo al menos por unas veinte cuadras. Al final nos despedimos ya llegando a Estación Central, dejando unos mates para el futuro, conversas de otros libros y de ponernos al día en medio de la desobediencia civil.
Las barricadas apareciendo como luciérnagas
Sábado 19/10/19
Salí. No podía aguantar quedarme en casa. Ya se había anunciado que los militares saldrían a las calles. El chiste de muchos era que podían estar nerviosos, sin duda era su primer día de trabajo. No podía aguantar quedarme en casa sabiendo que los grandes benefactores de la clase política tomarían las riendas del orden, ese caballo siempre desbocado. Más bencina al fuego, decían y lo vi: la ciudad era un caballo de metal corriendo en llamas. Así que caminé con esa visión y entré por calle República, tranquila, sumamente tranquila, hasta que me acerqué a la ex-estación de metro, completamente calcinada y en donde se reunían de manera pacífica un grupo de jóvenes a tocar tambores, a cantar, a hacer presión; pero no eran solamente jóvenes y no eran solamente chilenos: cada minuto que pasaba eran más y agitaban el ritmo al paso de las micros que también animaban la fiesta. Alrededor todo era una gran A rallada en cada muro, envuelta en un círculo y mucho odio desperdigado contra el presidente y la policía. Un par de cuadras más allá, dos controlaban el tránsito, con sus uniformes impecables. Los choferes de micro sacaron los extintores de sus máquinas y se los pasaron a los manifestantes, que crearon una gran nube sobre los hombresitos de verde que corrieron hasta desaparecer en el horizonte.
Entonces seguí por la Alameda. Al fondo estaba la bandera ondeando, un graffiti enorme que dice “EVADE EVADE EVADE” y un hongo negro surcar el cielo; un amigo me avisó: quemaron dos micros. Pero más adelante y a dos cuadras de La Moneda reinaba don Caos, un muchacho y una mucha encapuchados que cerraban la circulación, la policía aglutinada, manifestantes a uno y otro lado, el guanaco atacando con su chorro de agua pútrida enfrente de la Universidad de Chile: nada fuera de lo normal en este país. A excepción de que las acciones explotaban a uno y otro lado, espontáneamente. De pronto un tipo se me acercó y me dijo: “¡Quiero ver arder todo! ¡Estoy harto de los hippies y sus batucadas! ¡Hay que dejar la cagada!”. Yo le contesté brevemente: “Como en La Comuna de París”. Y ahí me miró como fuera de sí: “¡La Comuna de París, La Comuna de París!”. Y cuando ya me iba lanzó otro grito: “¡Cuidate guachito, viva Kropotkin!”. Más allá otro me paró, venía fumando un porrito. “¿Querí?” me preguntó. “No gracias cumpa”. Venía encapuchado y yo me reí de que pudiera fumar en un ambiente tan tóxico. “No pasa nada, hermano, yo trabajo acá a la vuelta, así que estoy acostumbrado”. Y un dato rosa: mientras todo esto ocurría en frente de La Moneda una comitiva de políticos chinos era recibida. ¿A quién mierda se le ocurrió recibirlos un día así? Los pobres chinos se tapaban todos con pañuelos y hasta fueron mojados por el guanaco, mientras los pacos se reían de la situación.
La cosa se veía mucho más complicada hacia Plaza Italia o en el mismo Barrio Lastarria. El gas pimienta era ley y me hizo retornar. Tomé las calles interiores esquivando los guanacos, y me encontré a un grupo de muchachos tomando muestras con equipos. ¿Qué hacen? Les pregunté. Estamos tomando muestras de lo que de verdad están lanzando, somos químicos y vamos a sacar toda esta información para dentro y fuera del país. Y me acordé de las últimas manifestaciones masivas contra Macri en Argentina, por el tema de las pensiones a jubilados: los chicos ahí no sabían ni cómo reaccionar, habían olvidado la represión policial y las lacrimógenas: nadie recordaba muy bien que a una marcha hay que ir con un limón y una botella de agua con bicarbonato.
Regresé y guardé mi energía para la noche. En Plaza Manuel Rodríguez se vivía una algarabía total: un concierto de cacerolas y gritos y bailes, bocinazos también y discursos que llamaban a cuidarse a guardar energía porque esto no se iba a acabar hoy, ni mañana, pero quizás sí un día si nos manteníamos unidos. Varios jóvenes del fondo dijeron que no, que lo darían todo y comenzaron desplegarse y seguir a la masa hacia la Alameda. Las barricadas comenzaron a aparecer como luciérnagas a ambos lados de las avenidas. Era una fiesta, un guillatún, con cultrunes, trutrucas, saxos, cuernos, bongós, aplausos y gritos iracundos y de guerra a los helicópteros que no han dejado de pasar sobre la ciudad. La cosa ahí se empezó a caldear cuando un grupo empezó a encender los basureros y comenzó la pelea entre vecinos. Uno le dijo a otro: “¡esto no lo vas a pagar tú! ¡Esto es porque durante cuarenta años ustedes no salieron a hacer nada!” y ella indignadísima le contestó: “¡tengo niños adentro, hueón! Nací en el exilio, mi padre fue torturado, salimos toda la vida a la calle, pero quema la basura y no los basureros en frente de nuestras casas! ¡tengo niños, hueón!”. Eso hizo que la piromanía tomara cartas y obedeciera; hacia el fondo se veían pasar a algunos con cajas de televisores y otros electrodomésticos de los saqueos: “¡Manifestar no saquear, mono culiao!” les dijo la turba y les quitaron lo que llevaban. Había pasado ya una hora desde el decreto del toque de queda, nadie se quería ir a dormir. Yo lo había conversado todo: en la tarde con mis vecinos al comprar el pan, en la noche sobre las revueltas en Valparaíso, Concepción, Coquimbo, Valdivia, Arica y de que los militares iban a ser implacables, de los continuos incendios, de que nos teníamos que cuidar entre todos.
El día de las canciones viejas
A Ezequiel Zaindenwerg
La señora iba a duras penas avanzando con una bolsa a través de la Alameda, a la altura del metro República y de pronto se le soltó. En la calzada de al medio habían tres grupos grandes de militares y policías. El toque de queda ya había comenzado hace casi una hora. Sin pensarlo me acerqué y le ofrecí ayuda: caminamos unas seis o siete cuadras, pero ella venía caminando otras veinte o treinta desde Plaza Italia, “es que nadie para, nadie te lleva”. “Está bien pesada esta bolsa, ¿qué lleva adentro? ¿piedras? ¿Le va a tirar piedras a los milicos?”, le dijo sonriéndole. “No me faltan ganas y también al tonto del presidente”. Llegando a Avenida España un grupo de jóvenes intervenían la calle con banderas anarquistas y de la nación mapuche. Me dijo que ya estaba cerca, que le quedaban dos cuadras no más, que la iban a estar esperando. Y ahí la dejé y también a esos muchachos a los que los automóviles y motos celebraban. Santiago en estos días es para valientes.
Pero ahí no comenzó esta crónica, si no con un rastrillo. Un rastrillo y una pala, porque mis vecinos desde temprano salieron a limpiar las calles del desastre de ayer: a juntar bolsas, comida descompuesta, plástico y metales quemados, un poco de todo lo que se compone la basura. Alguno podría decir que por ahí se encontraron al ministro Alberto Espina o a Andrés Chadwick, el ministro de defensa y el del interior: en su defensa no tienen nada y en el interior tampoco, lo comprobamos al verlos en la televisión y sacar sus dientes pinochetistas, afilados desde hace ya mucho tiempo en las cavernas del fascismo: cómo les gusta ver el país lleno de militares, de tanquetas, de carabinas. No hay duda de que la gente se las va a cobrar y con ganas. En este país las cosas tardan, pero llegan y con dolor. Estos días también han sido testimonio de eso, de la incompetencia de Piñera, de una explosión popular acumulada desde décadas, contra toda la casta política y su enriquecimiento a costa del trabajo ajeno a través de leyes sumamente convenientes.
Dicho esto comí, dejé todo un poco ordenado. Traté de leer y no pude. Me comuniqué con amigos en Perú, Colombia, Estados Unidos, México y Argentina, sobre todo en Argentina donde era el día de la madre: acá en cambio era otro día de sacarse la madre caminando para llegar a cualquier lado. Partí a pie desde el barrio República, menos tranquilo que ayer, con más barricadas. En la ex – estación estaban los militares con sus armas resguardando. Me acerqué a uno y le pregunté desde qué hora estaba ahí, me contestó que todo el día y que ya estaban cansados. Dudé que esa metralleta que portaba tuviera balas, pero mejor no dudar con la historia encima y habiendo aprendido a no confiar en la sombra que nos reunía; porque hay que decirlo el sol pegaba después de un rato. Y también tengo que decir: mi encuentro con ellos fue sumamente violento, fue un shock, casi no podía caminar de sólo ver una metralleta y para darme coraje escuché dentro de mí a un grupo de estudiantes que gritaban: NO TENEMOS MIEDO. Y con eso me acerqué también a los de un jeep en la calle Vergara que discutían con un señor de edad, que les pedía que por favor se fueran, que le dolía mucho verlos ahí en contra del pueblo. El militar casi no contestaba. Paré, saqué una foto y seguí más adelante.
Cerca de La Moneda nuevamente el caos, pero más intenso que ayer. No había muchos lugares para escabullirse, así que corrí hacia el bandejón esquivando a un guanaco. Entré por una calle contigua y justo pasó un contingente militar en tanquetas y pude ver que uno de ellos había sido alcanzado por una bomba de pintura de color rosa: milicos de rosa, qué ingenio, pero también es una muestra del descontento total por su presencia. “¡Vuelvan a los cuarteles, hueones culiados! ¡Defensores de la corrupción!”, les gritaban en sus caras. Pensé en que seguramente ese contingente no quedaría tan indemne de esa batahola. Pero yo debía seguir – como en las crónicas de Malatesta o Kapuscinski – e intenté cruzar al otro lado de la Moneda cuando se avalanzó un grupo enorme de muchachos en frente de policías diciéndoles: venimos del mismo lugar, trabajamos la misma cantidad de horas, no defiendan a ese ladrón. Reacción: el paso frenético de un guanaco y hubo que correr, correr mucho, tanto que casi le gané a un chico haitiano que iba junto a mí. Pasamos a través de un puente y desde ahí –desde arriba de la autopista- pudimos ver el nivel de lo que ocurría: varios carros de bomberos ir hacia el norte de la ciudad, la tanqueta rosa de los militares perdiéndose hacia el sur. Le dije a mi amigo corredor que se cuidara y caminamos un par de cuadras contándonos la vida: Puerto Príncipe, tres años en Chile, empresa de limpieza; Limache, siete años en Argentina, vendedor de libros. Nos despedimos con un choque de manos: suerte viejo.
Así fue como me instalé por casualidad en la Plaza Brasil. En un principio eran unas veinte personas las que caceroleaban y dos horas más tarde éramos más de quinientas, al ritmo de la cueca del Frente Cuequero con panderos y tambores que nos hicieron cantar a todos “El pueblo unido jamás será vencido” de Inti Illimani (pero en la versión completa). Porque hay algo que debo explicar antes: todo este día fue de canciones viejas, ya que en cuanto salí de la casa oí desde un balcón a Illapu y más allá a Quilapayún. Por ahí pensé que alguien podría levantar la voz con un “Por qué no se van, no se van del país” de Los Prisioneros, pero eso no pasó. Lo que sí pasó fue la fiesta, el quilombo, el mambo, la parranda de chicas y chicos hermosos, de una señora de 95 años saliendo en silla de ruedas, de un caballero que me dijo que estaba desde la mañana, de una mapuche con su cultrún, de los ciclistas, de las bailarinas y de los niños con sus ollitas de juguete. Qué más unidad y espontaneidad que esa; lo mismo pasaba en Plaza Ñuñoa y en distintos sectores del país, incluso fuera de él: mi primo me escribía de Freiburg (Alemania) enviándome un video de su protesta.
Día de la madre y desmadres, porque la Tv sólo transmitía noticas de saqueos y quemas, del descontrol en lugares donde no estaban las fuerzas de orden: el lumpen se movía a su gusto en la periferia; como contaba una compañera de trabajo: los vecinos organizados contra el robo de casas y autos. Así las cosas este panorama le conviene bastante a la imagen del terror que quiere entregar el gobierno para escudar su incompetencia, cuando ya se confirman siete muertos en la jornada, lo que no se debe olvidar nunca, menos a esta hora de la noche cuando los cacerolazos siguen, los estudiantes cantan y hay cada vez menos los helicópteros, aunque los militares siguen allí. Si se quedan viendo las noticas en la TV van a terminar deprimidos y asustados como mi mamá, mejor hagan como la señora de la bolsa que nunca le tuvo miedo nada y que caminó y caminó para contárnoslo.
El futuro es un lugar extraño
21/10/19
A Cynthia Rimsky
Un semáforo dado vuelta y su señal –el hombre verde que camina- patas arriba. Eso fue lo que me señaló el brasileño. Venía fumando una colilla de cigarro, seguramente recogida del suelo. ¿De dónde eres? Le pregunté: de Río de Janeiro. Estuve ahí cuando tenía quince años, pero eso no venía a cuento, porque lo que sí venía era la historia que me contó: “llevó cinco años viviendo en Chile. Aunque soy de otro país, tengo que luchar por todos; tengo que alimentarme, mantenerme cuerdo, trabajar. Estos días no he podido trabajar bien: he recogido basura para comer. Vivo en una carpa frente al metro Salvador. Ahí estoy, hago una cosita, gano plata y me mantengo, pero amigo, estoy en la calle y hoy soy un chileno y debo luchar por los chilenos”. Su cara decía mucho más de lo que me contó. En mi mochila llevaba varias mandarinas que compré al inicio de mi travesía. Le di una y me contestó: “esta mandarina la guardo en mi corazón”. Nos dimos un abrazo y seguí mi caminata: frente a mí, el Cerro Santa Lucía y una marcha que me sacó lágrimas: cada vez eran más los que ahí llegaban, con carteles, con su familia, con el sol de frente y toda una represión policial en ciernes.
En la calle Vergara me acerqué a los militares apostados en la ex – estación República. Les pregunté cómo estaban. “Agotados”, dijo uno. ¿Almorzaron? Nada. Sobrevivían con unas barras de cereales y agua. Turnos de más de diez horas y con suerte dormir dos en el cuartel. Les pregunté qué les parecía lo que había dicho Piñera sobre que estábamos en una guerra y – jaque mate- se miraron, esbozaron sonrisas y todo quedó más que claro. Ingenuo o no me fui y seguí hacia La Moneda donde me resultó más difícil hablar con la policía; esquivaban completamente las preguntas. Hasta que encontré en la calle Nueva York a una con su casco y escudo, sacando un caramelo del bolsillo. “Es que no he comido nada desde las siete de la mañana”. Eran las cuatro de la tarde. ¿Y hasta qué hora tienes que estar acá? “Hasta que esto se acabe” ¿Y si esto no se acaba más? ¿Te parece justo ese trato? “Tengo que cumplir”. Mira, te estás cayendo al suelo.
Ya a esa altura yo era un sospechoso, pero es que en realidad todo el día había sido un sospechoso. En la mañana conversando con un chófer de micros que se había quedado toda la noche con un fierro defendiendo el consultorio del vandalismo. “Yo estaba en eso, después del medio asado con las tremendas chelas, cuando mi mujer me dijo que había fallecido su mamá… pfff… no tení idea lo que fue mi día, cabro”. Choque de manos, hasta pronto. Sospechoso por hablar con el conserje del edificio donde trabajo: “son unos payasos los que nos gobiernan, ¿cómo pueden salir a decir que estamos en guerra?”. Cuídese, nos vemos pronto. Sospechoso de conversar con una señora en el camino de vuelta que apoyaba a los chiquillos que llegaban a Plaza Italia. “Yo dejé de ver la tele. Usted no sabe, tengo el celular lleno de vídeos terribles de los militares y la policía reprimiendo. No justifico los saqueos y el lumpenaje ¿se dice todavía así? Pero es que si me paran, me voy presa”. No se va a ir presa, querida, siga en la lucha, manténgase fuerte, gracias por bancar a nuestros cabros. Sospechoso de saludar a un colectivo de artistas en calle Sazie que repartían fotos de Gladys Marin (la histórica militante comunista), completamente organizados: pertrecho de limones, agua con bicarbonato, primeros auxilios, camillas, todo lo que se pudiera buscar. “Soy de Uruguay, vecino, y aquí estoy. Nosotros damos atención y resguardo a quien lo necesite”. Gracias, amiga, toda la buena onda. Sospechoso de hablar con un ciclista que había recibido un perdigón en la cara la noche anterior, en la zona este de Santiago. Me mostró su marca: “por suerte no le dispararon a mi hermana que está embarazada y que estaba al lado mío, hueón. ¡Chucha madre! ¡Están desbocados estos culiados!”. Sospechoso de todo. Todos somos sospechosos.
Y así fue como logré dar con la Plaza Italia, a lo lejos, en una batalla que yo era incapaz de luchar, salvo imponiendo mi presencia como un número, como otro más en la gran jugada. En cada intersección las piedras y el gas lacrimógeno estaban a la orden del día. Unas chicas me bañaron en bicarbonato y volví a sentir el fuego de las barricadas. Un momento histórico, dijo mi hermana horas más tarde cuando le conté, sin embargo estos días han sido históricos y es imposible que un escritor, que una escritora no estén allí: dando la batalla de Chile, segunda parte, ojalá la final. Por eso es que me encontré a mi cumpa, el poeta y editor Juan Carlos Villavicencio, el Oscuros Ríos, con tan sólo un pañuelo y agitando, y también vi a su compañera y su hermano y a un amigo: corriendo de los guanacos, los zorrillos y esa fauna ancestral de la represión. Los encapuchados saltando sobre las paradas de micro, las banderas mapuches, más y más ciclistas, el humo del plástico quemándose, la ferocidad: reclamar esta ferocidad inaceptable de tener una serie de políticos incompetentes, irresolutos en cualquier término que –como dijo el muchacho que es conserje de mi edificio, estudiante de economía- “hoy lograron trabajar como nunca; aprobaron tres leyes históricas: la congelación del alza a las tarifas de transporte; la baja de los sueldos de los diputados y senadores; la mejora de pensiones”. Más claro, imposible: la presión del asfalto.
Sin embargo lo que pueda ser aquí contado es una parte del conflicto. Mientras escribo los chicos bailan al ritmo del caceroleo en plena calle, un amigo avisa que le quemaron la oficina en el centro de Quillota, otro de la inminencia del enfrentamiento en La Cruz, hay 11 muertos y cientos de videos que circulan de la armada irrumpiendo a balazo limpio en Valparaíso, de militares arrojando personas desde sus móviles, de policías robando, quemando supermercados, aterrorizando en las ferias libres. Mi verdulero lo dijo: “los paramos a esos hueones y eran todos pacos de civil. Creen que somos hueones los del gobierno, pero no cumpita, nos tenemos que defender entre todos porque siempre estuvimos solos”.
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La escritora chilena Cynthia Rimsky nos enseñó a todos a salir a la calle y tomar notas. Nos enseñó a conversar, a tomar fotografías, a hacer de un libro una multiplicidad de voces. Ramal es eso, Los perplejos es eso, sin embargo dentro de su literatura hay un libro bastante particular, El futuro es un lugar extraño, una novela en donde las frustraciones de una trabajadora y luchadora social se aglomeran, en una mixtura de presente y pasado, y en donde, en un momento la Caldini –la protagonista de esta historia- tiene una especie de ensoñación de una insurrección que se produce en Chile: la gente sale a la calle y lucha y se expresa libremente: abren los ojos. Esa novela hoy es el único título que puede llevar esta crónica: ¿Qué pasará mañana, Cynthia? ¿Qué va a pasar en este país mientras pasan los helicópteros? No lo sabemos, pero en la Alameda hoy se escuchaba un solo grito: “¡Chile despertó / despertó / despertó / Chile despertó”.
La necesidad del arte
22/10/19
El hombre viene así, tocando un tambor y soplando una zampoña en medio de la noche. Su paso es lento y lleva un sombrero que le tapa la cara. Viene por una de las tantas calles empinadas de Valparaíso, se alcanzan a notar lejanas las luces de otros cerros, que aunque parezcan estrellas no lo son, sino luces de casas que no pueden dormir. El viene así, con un sonido del norte, sereno, pero no resignado, de otro tiempo, de uno ancestral, tal vez de eso que llaman “el Chile profundo” y que es un lugar que fue registrado únicamente por los artistas, sobre todo por Violeta Parra. ¿Será un espectro en pleno toque de queda? ¿Un fantasma colonial que viene a visitarnos? ¿O es un estudiante que corrió todos los riesgos para estar ahí e igualmente darnos el mensaje? Para mí el registro de esa figura y su melodía es quizás uno de los más intrigantes de estas jornada y justamente en una de las ciudades que más mal lo han pasado con la acción represiva, con cédulas dispuestas a todos, bajo el brillo del sol en el mar, disparando a mansalva: perros de caza sin cazador ni presa.
No he estado en Valparaíso en estos días, pero ya lo comienzo a extrañar. Es sumamente difícil moverse alrededor del país en esta contingencia sino tienes alguien que te reciba y te salve del registro de identidad pasada la hora permitida (en Valpo a las 18:00 debe replegarse la ciudadanía). En general es difícil todo, porque la realidad está a medias. Hoy trabajé desde mi casa, pero a medias. El país se prepara para un Paro Nacional, pero aún no sabemos si es a medias o completo. Lo que sí no es a medias es la libertad: eso es acceso restringido. Pero volvamos al plan, ya que en esta crónica quiero invitar a hablar a otro por mí, quiero invitar a un poeta joven que envío este mensaje desde el puerto:
“Reprimen durante todo el día las concentraciones con lacrimógenas y balas de goma. Se han encontrado también casquillos metálicos de balas. Al parecer el marino a cargo dijo por televisión abierta: “nosotros no tenemos armas de juguetes” […] Ayer durante la noche miré por la ventana: vimos un grupo de milicos cada uno pegándole a una vieja. Vi una caravana de más de cinco camiones con más de veinte militares arriba intimidando una barricada sostenida por 4 personas a las 00:00 am […] Los puntos de resistencia son plazuela Ecuador y subida Cumming. En Cumming ayer se desplegó un camión de militares a las 13:00 más o menos. La plaza Aníbal Pinto estaba llena de gente gritando alegremente cuando vino el camión y corrieron para arriba; los milicos subieron y dispararon; durante la tarde vi como aguantaban todos en subida Ecuador, los intermitentes disparos y lacrimógenas […] Sé también que ha habido resistencia en los cerros y diferentes barrios. La gente está saliendo pese a que la reprimen con casi todo. Se hacen asambleas en las juntas de vecinos. La gente quiere conversar, definirse y estar en el lugar que está convencida que le corresponde”.
Valparaíso históricamente es una ciudad de la resistencia, más allá de todas las convenciones que se puedan hacer de ella, y es ahí donde la brutalidad se ha hecho más patente. O también más al sur, en Curicó donde fue asesinado José Miguel Uribe, un muchacho de veinticinco años, producto del accionar represivo. Ya van 15 muertos en cuatro días en todo el país: quince muertos que en cualquiera de las circunstancias estarían ahora caminando por sus barrios, sino fuera por este fracaso político. En fin: algo que recuerda a la inestabilidad del gobierno de De la Rua en la Argentina de 2001, cómplice de 39 civiles muertos en una de las crisis más dramáticas que haya tenido este continente.
Tanta imagen vista abruma, pero volver a salir de casa y reencontrarse con la juventud aplaca cualquier índice de ansiedad. Son ellos los que están dispuestos a encender el debate cada noche, son ellos los que siguen llevando el ritmo, cuchara mediante, silbato mediante, o limpiando con sus escobas, o a puro aplauso. Estamos cantando las veinticuatro horas, incluso en sueños, porque ellos cantaron primero; incluso los que montan guardias en sus barrios: algo cantan en la mente. Es posible que estas reuniones diarias de cacerolazos sean una especie de mantra necesario, un guillatún purgativo de una sociedad demasiado atrapada en sí misma y en rutinas contracturantes de lógicas sueldo / deuda: un chileno desde que nace hasta que muere está aquejado por el discurso de la insuficiencia de lo público y de imponer los años de su trabajo a un sistema privado. Es por eso que seguir “El baile de los que sobran” es tan oportuno en esta instancia, es el único baile que nos debemos permitir, desde el barrio más “piñufla” al más “cuico”, pero sobre todo en el más “piñufla”, porque es el baile de los que no tienen razón para retroceder.
Son esos jóvenes que vuelven cada tarde desde el centro de las ciudades, con sus pañuelos, sus limones cortados y sus botellas de agua con bicarbonato, los que nos dan la batería suficiente para persistir, para no dejarnos caer como unidad: no estamos en guerra –dice un rallado en la calle- estamos unidos, y eso es justamente lo que presiona al gobierno y al congreso, porque no tienen a un representante con quien hablar, no tienen una cara, sino una gran suma, una comunidad en formación que cada día sale con más fuerza. Son las muchachas y muchachos los que aparecen como el músico fantasmal de Valparaíso para decirnos que este país tiene que cambiar y que va a cambiar. Son ellos los que encarnan el verso que el poeta Raúl Zurita grabó en el Desierto de Atacama: “Sin pena ni miedo”. Yo, al momento de escribir esta crónica, sufría el peso de tanta incertidumbre, de tanta aflicción por los registros de barbarie, por la incontención de la violencia, cuando en pleno toque de queda crucé la calle para conversar con unos sentados junto al almacen y palabra a palabra todas esas oscuridades se convirtieron en un pulso, en un aire, en un fantasma significativamente real.
INFORMACIÓN NECESARIA:
Para denuncias de violaciones a Derechos Humanos, está la página del Instituto Nacional de DH y de Amnistía Internacional Chile.
Para información fuera de Chile se ha liberado la señal de CNN Chile que es quizás el medio más parcial en esta contingencia. Otro recomendable es la Radio de la Universidad de Chile.
Todo tiempo es presente
23/10/19
A Patricio Bravo
Tequeños, chaparritas, empandas, plátanos, agua fría, limones, sopaipillas, pañuelos, banderas, pantalones, manzanas, papas fritas, arepas y un tipo sentado en un pupitre con un teléfono de línea (¿qué carajos venderá?). Las haitianas amamantan a sus bebés y las abuelas en esa misma sombra se abanican; un oficinista golpea con una varilla un tacho de basura llevando el ritmo. Los taxistas tocan sus bocinas, los autos reproducen a todo volumen “Quieren dinero” de Los prisioneros; un grupo de 30 personas baila cueca en plena Alameda, el número de los que llegan hasta este lugar aumenta y no hay muro que no cargue con orgullo una consigna contra el presidente, la policía, sus ministros, los militares: contra cualquier político. Incluso uno de esos rallados llama a renacer a Michimalonco, el líder picunche que ofreció una férrea resistencia contra las huestes españolas y dejó Santiago en cenizas. Alterando una frase de T.S. Eliot: en Chile todo tiempo es presente.
En los balcones se invoca a Víctor Jara en estéreo. Las universidades y sindicatos se acoplan a la movilización. Madres e hijas, abuelos y nietos, gente con y sin sombrero: todos estamos hartos. Las marchas atraviesan ciudades, unen a Viña del Mar con Valparaíso, ponen a bailar a Concepción, a colapsar las vías de Punta Arenas y Puerto Montt. El servicio de salud sale a las calles, los portuarios, los profesores. Escribo esto mientras me recupero del gas pimienta en una plaza. Casi quedo fuera de circulación –esta vez sí que fue fuerte. Las multitudes siguieron su paso y así debe ser. “Si no lo hacemos ahora nos arrepentiremos para siempre” dicen los choferes del metrobús de Limache a Valparaíso, según me cuenta mi amigo Pato Bravo: “El tren pasa por las ciudades, pasan las marchas y el conductor toca la bocina en señal de apoyo. La gente está feliz apoyándose. Los cabros dentro del vagón se llaman a seguir luchando, a no parar”. Pero vamos a la pregunta ¿hay certidumbre de lo que se pueda llegar a cambiar? ¿Cuál será la marca del triunfo? ¿Será un triunfo en la medida de lo posible o será total? Es cierto lo que dicen: están buscando dirigentes estudiantiles a sus casas; la policía entra sin permisos, sin orden de allanamiento; existen videos, los medios de comunicación los duplican y el INDH lo confirma junto con el dato de 2138 personas detenidas, 376 heridos de los cuales 173 han sido alcanzados por armas de fuego, 5 muertos confirmados por agentes del estado (y aún otros diez por confirmar), junto con 44 acciones judiciales en proceso. Por eso repito la pregunta ¿hay alguna certidumbre? Ante estos datos el ministro del interior Chadwick no piensa en renunciar. Si varios lo tuviéramos de frente le preguntaríamos ¿qué espera? Digo esto y la radio me confirma: se realiza un llamado obligatorio a las reservas activas del ejército para reforzar “labores” en este “Estado de emergencia”. Del otro lado los encapuchados se encabritan y lo rompen todo. Los ciclos de la represión se renuevan como la primavera, pero no hay lugar a dudas que alguien tiene que renunciar.
Si las cosas siguen con esta fuerza hasta el fin de semana es probable que este país se convierta en una voz inconfundible, una voz que necesita más que nunca a todas las voces de afuera: necesitamos las manos y los pies que tengan porque este estadio del neoliberalismo comienza a entrar en una fase superior del control completo de las fuerzas. Los dirigentes mapuches tienen mucha razón al decir que estas han sido formas que por muchas décadas el gobierno ha tenido con ellos, ese nivel de no-diálogo y violación de cuanto derecho exista ha sido el laboratorio indiscutible de la furia de la élite y sus sabuesos. Es por eso que traductores del mundo, amigos de otras partes, uníos: es urgente romper el “cerco mediático” de este país de latifundistas.
Cerca de mí un padre eleva una cometa, un volantín como les decimos acá, uno que tiene los colores de la bandera nacional y que a pesar del poco viento logra encumbrarse. De fondo un grupo de gente canta a coro “El derecho de vivir en paz”, ese himno de Víctor Jara, y lo cantan a todo pulmón. Vecinos de distintas facciones y opiniones hablan de realizar un cabildo, de organización, palabras que estuvieron en peligro de extinción en esta geografía. Los estudiantes juegan fútbol en las veredas. Las tropas de Michimalonco no están dormidas, vigilan detrás de las araucarias. La tarde enciende sus faroles, las amapolas y otras flores están abiertas, los padres y los niños aplauden para acallar la estridencia de los helicópteros.
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