Existen diferentes tipos de horror, pero podemos agruparlos básicamente en dos grupos: El terror a lo desconocido, que incluye todo tipo de monstruos imaginarios y fenómenos paranormales. Y, por otro lado, el terror a lo cotidiano, más pueril que el primero pero mucho más efectivo a la hora de erizarnos los pelos de la nuca. Es la posibilidad que presentimos a la vuelta de cada esquina cuando volvemos a casa por la noche, el terror a nuestros semejantes, esa paranoia alimentada por toda la maquinaria de Hollywood en las últimas décadas y aprovechada también por todo gobierno oportunista alrededor del globo. Pero es también éste último, el terror fogoneado por nuestra historia, por un siglo XX abultado de rupturas y de farsas sangrientas.
El mes pasado ingresó a nuestro país Ronda nocturna, el primer trabajo de Mijaíl Kuráyev en ver la luz en castellano. El relato se sitúa en Rusia, en los años posteriores a las tres décadas de represión estalinista. Narrada en forma de diálogo, aunque en verdad se trata mas bien de un monólogo, la obra es presentada como un “nocturno para dos voces…”
Comienza con una descripción poética, casi lírica, de las noches blancas de San Petersburgo. La prosa utilizada en la descripción del paisaje urbano bien podría ir de la mano con la obertura más emotiva de las óperas de Mussorgski, pero la atmósfera se quiebra con la afirmación “-… ¡sí que estaría bien salir en una noche así a hacer un registro o a detener a alguien!”. De esta manera nos presenta el autor a la primera voz, el camarada Polubolótov, ex agente de la policía política de Stalin, quien manteniendo aún un trabajo relacionado con la seguridad, aprovecha la conversación durante una ronda nocturna para rememorar su pasado de represor.
El logro de Kuráyev no está sólo en su exquisita prosa y en los dos registros de la misma, sino en la verosimilitud de su personaje. Polubolótov no es la maqueta de torturador a la que nos tiene acostumbrados, salvo destacadas excepciones, la literatura moderna; es un personaje de carne y hueso, un hombre mundano cuya banalidad ilustra a la perfección la monstruosidad de lo cotidiano.
Agradecemos a Anabel Jurado el permitirnos reproducir el fragmento que ofrecemos a continuación.
VI
…Pues, eso. Estábamos allí, el detenido y yo, parados junto a la salida de los retretes y, como decía, escuchando el canto de los ruiseñores. Es curioso cómo, en la ciudad, podía escuchados sin que me embargara ningún temor.
«No recuerdo que hubiera tantos ruiseñores aquí antes de la guerra», comenté.
Y me aclaró: «Eso es porque no hay gatos. Por eso cantan a gusto. Los ruiseñores ponen sus nidos muy bajos. De ahí que sus principales enemigos urbanos sean los gatos».
Y era cierto. Con el paso de la guerra, la ciudad se quedó prácticamente sin gatos, y los ruiseñores campeaban a sus anchas. ¿Qué clase de animales son los gatos? ¿Es que no les basta con todas las ratas que hay en una ciudad? ¿O con los ratones? Pues no: ¡tienen que ir a zamparse los ruiseñores!
No recuerdo cómo fue que de hablar de los gatos pasamos a hablar del amor.
No quería parecer un idiota parado allí en silencio, así que dije que, a fin de cuentas, los ruiseñores son aves muy pequeñas, y sin embargo albergan dentro de sí un fuerte sentimiento amoroso y lo saben transmitir.
«Eso no es más que una idea preconcebida», me replicó el detenido. «¿De qué amor se puede hablar, si en apenas unos días verá a sus polluelos salir del cascarón? Es curioso cómo de entre todos los animales, las aves son las que más tenemos a nuestro alcance, las observamos y escuchamos, y, sin embargo, somos incapaces de entenderlas. Por eso hay tantas ideas obsoletas y erróneas sobre ellas…». La conversación se tornaba interesante.
Sin ánimo de molestarlo, le pregunté suavemente: «Por lo que veo, duda que los ruiseñores canten por amor, ¿no?».
El detenido no me miró, como si no hablara conmigo, y dijo: «La gente es muy rara: basta con que alguien les diga una mentira hermosa y van y la repiten y la repiten sin parar, y no hay Dios que pueda obligarlos a usar la mollera… ¿Qué pinta el amor en todo esto? ¡Pero si es la típica canción que se canta en un puesto de guardia! Es una canción-advertencia: ¡ésta es mi casa!, ¡mi familia!, ¡mi nido!, ¡no te acerques o te las tendrás que ver conmigo! ¡Es una llamada de atención! «y ese aviso, ¿vale también para los gatos? ¿También a ellos los llama?». Ahora sí que el detenido se volvió hacia mí y me dijo secamente: «También llama a los gatos…». «Volvamos -le dije- no sea que nos acusen de fuga a los dos». Era una broma, claro.
Se llevó las manos a la espalda y echó a andar unos tres pasos por delante de mí. Los entiendo, a los detenidos, después de todo.
En cuanto salimos del «rincón rojo» a la avenida, el detenido ya se había llevado las manos a la espalda y se me había adelantado tres pasos. Me descubrí preguntándome cómo…, qué orden le podía dar para que caminara con normalidad. Hay una orden, la de «imanos! », con la que se llevan inmediatamente las manos a la espalda. Ésa la conocen muy bien. Pero ahora estábamos en plena calle, no en una cárcel para prisioneros políticos. La gente podía vernos desde las ventanas de las casas, o alguien podía salir a la calle y tropezarse con nosotros. Y no había toque de queda ni nada parecido. ¡De pronto se me ocurrió una idea! Al verlo adelantarse con las manos a la espalda le dije, como sin tal cosa: «No tiene que llamar la atención». «Mueva los brazos libremente», añadí.
Déjame decirte que esto no le sucedía únicamente a él. Vamos, que no es que pretendiera nada especial con ese comportamiento. Una vez nos dieron la explicación científica: se trataba de lo que llaman estado reactivo, que se produce cuando el organismo, bajo ciertas circunstancias y sin responder al control de la mente, actúa siguiendo un determinado hábito. Mira que también yo tuve que trabajar cuando comenzaron a rehabilitar a los presos. Les daba los certificados para las ayudas sociales. A los que ponían en libertad se les daba tres veces el salario que se estimaba que recibían cuando los arrestaron… No, daba igual cuántos años habían permanecido encerrados, si diez o quince o los que fueran. No me vas a creer: recuerdo a un viejo que había sido profesor, ya lo habían rehabilitado, y le hacías una pregunta cualquiera, por ejemplo el lugar de nacimiento… Y pegaba un salto, se ponía firme y respondía. Le decías: «siéntese, siéntese». Y le sonreías. Y él sonreía también. E ibas y le hacías la siguiente pregunta, pongamos, en qué dirección residía en la fecha del arresto, y vuelta a ponerse en firme y responder. Sí que era curioso el vejete aquel. ¿Que por qué lo habían encerrado? Pues, porque había escrito un librito sobre las acciones de los comandos ingleses, un resumen sobre las actividades de éstos durante la Segunda Guerra Mundial, y eso bastó para que le endilgaran el sambenito de entreguismo al enemigo extranjero, y, de paso, de propaganda contrarrevolucionaria y agitación, con lo que no se escapó del mismo artículo cincuenta y ocho, inciso diez, que mencionaba antes. He ahí lo que puede acarrearte la dedicación a la ciencia. Todo por haber pretendido aprovechar experiencias ajenas para difundirlas entre nosotros. Saltaba como impulsado por un resorte, a pesar de que en los certificados se hacía constar que era un hombre muy enfermo. Y a éste, al de las manos pequeñas, le pasaba lo mismo. No lo hacía a propósito. Era, simplemente, una cuestión de hábito. Continuamos andando y decidí seguir hablando de los ruiseñores para que la situación pareciera normal. «Sin embargo, se trata de un ave algo temeraria… En lugar de estarse tranquila, dándoles de comer a sus polluelos y cuidando su casa. Tal vez así conseguirían vivir en paz con los gatos…». «Hace ya doscientos años que los ruiseñores y los gatos conviven en esta ciudad. Y no en paz precisamente. Los primeros cantan, los segundos maúllan y buscan con qué alimentarse; unos vuelan, los otros se esconden por los rincones…». Íbamos caminando con total normalidad. Cualquiera que nos viera pasar podía pensar que se trataba de dos amigos que habían alargado demasiado la noche del sábado, habían perdido el último tranvía, entrado un instante en los retretes públicos, y ahora se paseaban tranquilamente por la calle, charlando animadamente; una situación normal, que no llamaba la atención de nadie…
Biografía:
Mijaíl Kuráyev nació en San Petersburgo (entonces Leningrado) en 1939. Después de trabajar varios años como guionista cinematográfico, publicó su primera novela, El capitán Dikshein, en 1987. De entonces a esta parte se a convertido en uno de los más importantes escritores contemporáneos.
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