Reproducimos a continuación un fragmento de la novela La casa de Dostoievsky, por la que Jorge Edwards se erigió ganador del premio Planeta-Casamérica 2008. La novela se desarrolla a lo largo de la vida de un joven escritor, el poeta, a través de quién se pintará un fresco generacional y la biografía del compromiso social y el costo de su evolución.
3
En el patio de la Escuela de Derecho, durante uno de los recreos de la mañana, el Chico Adriazola le hablo del Poeta a Eduardito Villaseca.
-¿Conoces al Poeta? -pregunto Eduardito, y el Chico observo muy bien que había disimulado su asombro, pero que estaba asombrado, con todas sus antenas sobre aviso.
-Sí -respondió el Chico, y agrego, exagerando, pero consciente de que era el momento de exagerar-: Soy amigo suyo.
Eduardito guardo silencio. Dio la impresión de que husmeaba el aire, y de que percibía un vientecillo más o menos juguetón, un revoloteo nuevo, el anuncio de algo silbado desde alguna parte.
-¿Por que no van a mi casa en la tarde -dijo-, como a las seis de la tarde?
A las seis de la tarde en punto, el Chico y el Poeta tocaron el timbre del caserón de Eduardito. Alguien, una sombra femenina que se adivinaba a través de cristales esmerilados, bajo por una larga escalinata y les abrió: era una mujer de color ceniza, entrecana, con un delantal negro y un cuello blanco almidonado. Y arriba de la escalinata, junto a una mesa de mármol, debajo de una pesada lámpara que parecía de basílica o de sepulcro, los esperaba Eduardito. El Chico notó que estaba nervioso, con un tic a la orilla del ojo izquierdo y un ligero temblor en las manos, y que la presencia del Poeta lo dejaba sin habla. El Poeta, por su lado, miraba el vasto espacio del vestíbulo, la entrada de un salón en penumbra, con el perfil de cortinajes pesados, de grandes jarrones de porcelana china, de vitrales coloreados con figuras pastoriles de épocas pretéritas, y daba la impresión de hacerse preguntas de toda especie, y de articular respuestas atropelladas, confusas, aparte de tener ganas, quizá, quien sabe, de empuñar un grueso bastón, o un garrote de raíz de lingue, para emprenderlas contra todo, vitrales pastoriles y jarrones chinos, a garrotazos o a bastonazos. Eduardito, entonces, que probablemente esperaba una reacción parecida y cuyo ojo izquierdo ya temblaba menos, propuso que bebieran unos tragos de whisky.
-¡Whisky! -exclamó el Chico Adriazola.
-Whisky -confirmo Eduardito, impertérrito-. ¿No te gusta el whisky?
-No he tomado nunca en mi vida- dijo el Chico.
El Poeta, entonces, le palmoteó el hombro y casi lo desarmó. Miró, en seguida, a los ojos, con una pizca de burla, al hijo de los dueños de casa.
-Venga el whisky -dijo.
Supieron a los pocos minutos, los dos que llegaban de visita, que era una operación mas bien complicada. Porque había que entrar al sector de la mansión ocupado por don Ramiro Villaseca, el dueño (que alguna gente conocía, supieron después, por el sobrenombre de Harpagón), y por su mujer, dona Victoria de tanto y tanto, a quien sus amigas llamaban Toyita y a veces Tolita, la Tolita de tanto y tanto. Pues bien, ahí, en esa parte sombría de la casa, a la salida del dormitorio de don Ramiro, en un recodo estratégico, había un armario de madera noble, oculto por cortinas verdes, siempre cerrado con doble llave, pero de cuyas llaves Eduardito había conseguido en un boliche cercano que le hicieran una copia. Cerró, entonces, todas las puertas que daban al vestíbulo, sacó un manojo de lo mas profundo de un bolsillo y abrió con gran sigilo, mirando por encima de los hombros para todos lados, como si fuera un ladrón de su propia familia, de su propia herencia. Destapó, en seguida, el contenido de un botellón de veinte años de antigüedad, almacenado en la hilera del fondo, y colocó en su lugar una botella de whisky nacional, marca chancho, que se encontraba en la parte de adelante.
Al día siguiente, el Chico Adriazola sólo se acordaba del comienzo de todo el proceso, del trasvasije de licores en la oscuridad, porque había sido necesario, en realidad, pasar con gran cuidado el licor nacional a la botella importada, cuyo contenido había sido previamente trasladado a sendos vasos, y de la astuta colocación de esa botella llena de pergaminos en un fondo donde se suponía que las manazas de don Ramiro Villaseca, el Harpagón de la Alameda, no llegarían nunca, y después se acordaba, el Chico bienaventurado, de unos tableros forrados en raso oscuro y atiborrados de brillantes algo amarillos colocados en fila, manifestaciones de la riqueza secreta del dueño de la mansión, y tenía, junto con ese recuerdo algo extraño, un dolor que le partía la cabeza y un cototo grande en la parte de atrás del cráneo, una protuberancia que remataba en una herida sangrante.
-Es que de repente -le dijo el Poeta-, se te trabó la lengua, y los ojos se te pusieron vidriosos, y cuando salimos a la carrera, porque los viejos podían llegar de un momento a otro, te diste una vuelta rara, como muñeco que gira en banda, y te azotaste contra la baranda de fierro y de bronce de la escalinata de salida. Te azotaste con tanta fuerza, con un ruido terrible, como de tablas resecas resquebrajadas, que creímos, Eduardito y yo, que te habías matado.
Levantaron al Chico entre el Poeta y Eduardito, le sacudieron la ropa, le mojaron la cabeza en el baño de visitas, y después bajaron los escalones alfombrados, tropezando, bufando, llegaron a la calle, y el Chico, que iba pálido como un papel, se puso a vomitar debajo de uno de los plátanos orientales de la Alameda, a la altura del edificio de la Falange Nacional (menos mal que no había carabineros por ahí cerca), y Eduardito Villaseca divisó en ese momento, con terror, la mascara inconfundible del Hudson gris de su padre, que se acercaba desde el poniente, raudo, manejado por Filomeno, el chofer, con su cara protuberante y alargada, caballuna, y su gorra negra, y alcanzo a ver detrás de Filomeno, en la oscuridad del asiento trasero, a don Ramiro con su cara ancha, con su mirada de dominio, que parecía barrer la vastedad de la Alameda de Norte a Sur y de Oriente a Poniente, y junto a el, con un alto sombrero que tenía, en la negrura de ese fondo, hasta frutas y pájaros artificiales, a misiá Toya de tanto y tanto, es decir, Tolita, la Tolita, que era una señora de mirada triste, de expresión compungida, víctima de los arrebatos y los gritoneos de su marido, pero que iba a heredar, contaban, de su señor padre, que todavía estaba vivo, algo así como cinco fundos de la zona central de Chile, lo mejor del riñón agrícola chileno, hectáreas planas y regadas de migajón puro, de puro bizcochuelo.
Eduardito se escondió en la sombra de las rejas exteriores del edificio de la Falange Nacional, que tenía una esbelta y antigua palmera en el centro del patio, una palmera que había visto pasar el desfile de las tropas victoriosas en Yungay, al final de la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, encabezadas por el general Manuel Bulnes, y don Ramiro, quizá, desde la profundidad de su asiento, habrá divisado a un chicoco que vomitaba contra el tronco de un árbol y se habrá dicho que este país de salvajes no tenía remedio.
-Eduardito -le dijo el Poeta al Chico, por teléfono, al mediodía siguiente-, nos citó para hoy a las cinco de la tarde en el Parque Forestal.
-A mí se me parte la cabeza -protestó el Chico.
-Pero tienes que ir. Porque nos citó para leernos un poema suyo.
-¡Un poema!
-Sí -dijo el Poeta-. Un poema que acaba de escribir. Y no podemos defraudarlo. Para él es una cuestión de vida o muerte.
-¿Y si el poema es malo?
-¡Ah! -exclamó el Poeta-. Si el poema es malo … ¡Ojalá que no sea demasiado malo!
-¡Ojalá!
Hubo un silencio mas o menos largo en el teléfono, y el Chico después le informó al Poeta que ya estaba leyendo Miércoles de ceniza de T. S. Eliot en la traducción de un tal Jorge Elliot y no sabía cuanto más.
-Es distinto de todo lo que había leído en mi vida-dijo el Chico.
-Es que tienes que ponerte al día -resopló el Poeta por el otro lado-. ¡Porque te faltan siglos!
¡Siglos!, repitió el Chico Adriazola para sus adentros, varias veces, ¡siglos!, y casi se le soltaron las lagrimas.
4
El Chico Y el Poeta esperaron sentados en un banco, a la sombra frondosa de un castaño, entre castañas medio abiertas o reventadas repartidas por el suelo, entre pedruscos y hojas secas, cerca de la estatua de homenaje a Rubén Darío: un adolescente de bronce oscuro que toca una flauta de pan, una fuente de agua que corre, unos versos inscritos en una placa de mármol negro: y el agua dice el alma de la fuente / en la voz de cristal que fluye d ‘ella…
Eduardito llegó desde la calle Merced. Cruzó Monjitas con sumo cuidado, con una mano en el pecho, mirando para un lado y para otro, y no se sabía si tenia miedo de morir atropellado, o de leer sus versos, o de ambas cosas. Después entró al sendero con su paso típico, un poco arrastrado, y ellos notaron que venía con una mirada huidiza, entre nerviosa y ausente.
Se saludaron, dijeron algo sobre la tarde, sobre las castañas, sobre el flautista rubendariano, y Eduardito movió la cabeza, con un gesto resignado, como si la lectura fuera una condena que el mismo se había impuesto, y sacó el poema del bolsillo interior de la chaqueta: tres o cuatro hojas de cuaderno escritas con tinta negra por el derecho y el revés.
-Leo, entonces -dijo.
Estaba mirando en dirección a la calle Merced, alas buganvillas de la embajada norteamericana, a la orilla del río, pero dijo lo anterior, clavó la vista en sus papeles y se puso a leer. Leyó con un poco de apuro, sin toda la calma que se necesitaba, pero con buena dicción, con un temblor de la voz que apenas se advertía. Algunos opinaron mas tarde, porque el rumor se difundió por la Escuela de Leyes y por sus alrededores, por la Fuente Alemana y hasta por algunos salones de los prostíbulos de la calle San Martín, que el poema no estaba mal, que tenia un lenguaje más o menos logrado, una escritura interesante, por así decirlo, producto, quizá, de las lecturas en inglés, en castellano, incluso en francés, que hacía Eduardito en noches interminables, en la soledad del tercer piso del caserón de su familia, frente a los caprichos arquitectónicos del cerro, a sus escalinatas ceremoniales, a vuelos de palomas y otros pajarracos en la oscuridad, aparte de alguna repentina pelea de borrachos en la distancia.
Eduardito terminó su lectura, y el Chico Adriazola, mirando al cielo a través de las ramas del castaño y de unos pimientos vecinos, musitó elogios más bien confusos, enrevesados, tartamudeando. El Poeta, por su lado, mientras el Chico decía sus cosas, movía la cabeza, se agarraba la barbilla, daba la impresión de que meditaba antes de adelantar una opinión. Al final, con una cara de asco que era bastante frecuente en él, con los labios gruesos medio torcidos, con el pecho hundido, optó por decir algo. Lo que esperaba Eduardito, en realidad, era el juicio de él, y una vez que el Poeta abrió la boca, el Chico se quedó callado de inmediato. Por uno de los senderos se divisaba a Manuelito el Tonto, personaje habitual del centro de la ciudad, entre bufón y mendigo, con su pierna coja y sus brazos paralizados, y hacia el sur habla niñeras uniformadas al cuidado de tres o de cuatro niños cada una, y ancianas que parloteaban entre los niños y las niñeras.
-Mira, Eduardo -dijo el Poeta, estrujándose el mentón, colocando el peso del cuerpo en un solo pie, y fue digna de notarse la supresión del diminutivo-, tu poema no esta mal. En algunos pasajes, tiene aristas, sonidos, detalles más o menos buenos. Parece escrito bajo la influencia de Pedro Salinas, de Jorge Guillen, de Luis Cernuda, de algunos de ellos. Poetas estimables, digamos -y se acarició la cara, y sonrió por lo bajo, como si él, en persona, con debido conocimiento de causa, no los estimara tanto como pretendía-. Pero -y este pero abrió todo un abanico de dudas, de reservas-, creo que le falta algo. Todavía no se que le falta, si quieres que te diga, pero algo le falta. Y el ritmo sufre las consecuencias. Esta a punto de asomar por algún lado, el ritmo, y al final no asoma por ninguna parte. En buenas cuentas, como te dije, no esta mal, pero me temo que sea un poema inútil. ¿Entendís?
Usábamos mucho en ese tiempo, el Poeta, el Chico Adriazola, una vez que avanzó en su lectura de T. S. Eliot y de Cesar Vallejo, Alejandro, todos nosotros, la palabra inútil. Y calificar una pieza literaria de inútil, aunque se le concedieran todas las bondades de este mundo, era su condena mas lapidaria. Ahora nos imaginamos que el Poeta dijo todo esto con la boca seca, en estado de casi desesperación, a sabiendas de que cada una de sus palabras era una puñalada, de que su discurso era un discurso asesino. Pensamos que Eduardito Villaseca, el hijo de don Ramiro y de doña Tolita de tanto y tanto, escuchó en silencio, con la vista clavada en el monumento a Rubén Darío, y que se guardó el poema, las tres o cuatro hojas de cuaderno escritas con tinta negra, en el bolsillo interior de la chaqueta. Se lo guardó, suponemos, con amargura disimulada, pero terrible, porque nadie podría describir la intensidad, la profundidad que tenían entonces aquellas amarguras, aquellas frustraciones. El Poeta, por cambiar de tema, los invitó a conocer la casa donde arrendaba una pieza desde que se había ido e la casa de sus padres, hacía poco tiempo.
-Es como el revés exacto de la casa tuya -le dijo a Eduardito.
-¿Tu crees que la casa tiene la culpa? -preguntó Eduardito.
-¿La culpa de que?
-De que el poema sea tan inútil.
-Vamos a conocer -interrumpió, con voz un tanto impostada, el Chico-, la Casa de Dostoievsky, y después sacamos las conclusiones que haya que sacar.
En el camino entre el Parque Forestal y la famosa casa, el Poeta propuso que hicieran un aro en la cervecería subterránea El Bohemio, la de los encuentros de Fausto y Mefistófeles (según la versión particular de Teófilo Cid y el Chico Molina), pero siempre que se mantuvieran a prudente distancia del viejo de Rokha, que era muy capaz de estropearles la tarde con sus majaderías.
-De acuerdo -dijo el Chico-, pero, ¿quien paga? Eduardito Villaseca se metió una mano al bolsillo del pantalón y sacó un billete arrugado de cien pesos.
-Yo pago -dijo.
Actuaba, Eduardito, como si no hubiera pasado nada, pero la verdad es que estaba pálido: en pocos minutos le habían salido ojeras, y ellos tuvieron la extraña impresión de que tragaba bilis por toneladas. Sentían, al mismo tiempo, que no podían hacer nada. El otro estaba cerca del suicidio, poco menos, pero a ellos, al Poeta y al Chico, la situación se les había escapado de las manos. No había nada que hacer. Aunque pareciera trivial, era trágica. Ellos habían asestado una puñalada certera, asesina, ¿sin proponérselo?, y ahora esperaban un derrumbe, un descalabro.