REFUGIO PROFUNDO

El siguiente relato no pretende ser más que un entretenimiento ligero, muy al estilo de la historia que propone. Sirva también para dar un ejemplo de lo que considero un sinsentido, que es el de la polarización y el anquilosamiento de las diferentes posturas intelectuales. Los personajes de esta historia, lejos de ser meras ficciones, pueden encontrarse estereotipados en la vida diaria. Después de todo, un estereotipo no es más que una caricatura.

Cheng Tsu Tien solía recorrer a pie el camino que lo llevaba de su humilde hogar al taller del herrero, donde era aprendiz. En este largo camino tenía la oportunidad de pasear junto a un lago que espejaba los picos nevados de la orilla distante, luego debía atravesar un bosque pletórico de trinos alegres, y por último debía recorrer una campiña cubierta de todo tipo de flores y suaves pastizales; la contemplación de estos paisajes predispuso su temperamento para la rima ya desde temprano. Así llegaba todas las mañanas a la herrería listo para trabajar.

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El herrero había sido amigo de su padre durante la juventud de ambos, y había decidido acoger al joven Tien por la memoria de esa vieja amistad. Él y el padre de Tien habían luchado juntos en las guerras de independencia del pequeño reino de *** antes que los brotes cesesionistas fueran sofocados y los insurgentes obligados a esparcirse más allá de la frontera provincial. Era un hombre embrutecido por el trabajo. Aunque se consideraba a sí mismo un artista, la verdad es que no era más que un viejo soldado quebrado por la vejez y la vergüenza de su cobardía. Solía declamar borracho sobre las injusticias del gobierno central y de cómo él mismo enderezaría a golpes a todos los corruptos. A menudo incitaba a Tien para que se uniera al ejército y se fuese a buscar fortuna a las fronteras, donde podría matar bárbaros y arrebatarle sus baratijas.

Pero el pequeño Tien no pensaba en guerras. Consideraba que los viejos conflictos ya le habían causado demasiado dolor a todo el mundo. Así que los pocos ratos libres que le dejaban sus tareas en la herrería él los dedicaba a la composición de poesía.

Le gustaba el viejo estilo clásico de la época Tang, aunque no se atrevía a escribir ni un verso en ese tenor por no desmerecer aquel afanoso trabajo y mancillar la memoria de los grandes maestros. Así es que se ufanaba por componer más que nada poemas cortos. Cuanto más breves, mejor. Tien estaba convencido de que la perfección de una composición, una canción o un poema, guardaba una relación inversamente proporcional con su longitud. En cuanto a su contenido, Tien sentía que una palabra podía ser abordada desde tantos ángulos distintos y podía ser situada dentro de tantos contextos diferentes, que la más mínima expresión de una idea ya era capaz de significar un mundo.

De esta forma había escrito memorables piezas que se repetía a sí mismo todo el tiempo mientras caminaba o trabajaba, tales como: “Amanecer sencillo”, o “Las peras verdes”. Había intentado recitarlos alguna vez para algún amigo ocasional, pero no habían parecido surtir el efecto que él esperaba. Nadie se había asombrado ante su elocuencia ni lo habían felicitado por su brevedad en expresar lo inefable.

El pequeño Tien no lograba comprender cuál podía ser el problema de su estilo, si lo único que él hacía era buscar la perfección. Decidió consultar con distintas personalidades del pueblo para que le dieran alguna orientación. Así fue a dar con un alto funcionario de la delegación local del gobierno central, quien lo recibió amablemente. Este prefecto había vivido durante años en Pekín, por lo que era la persona más culta de los alrededores. Se comentaba que había aprobado con honores los exámenes y podía recitar las Analectas de atrás hacia delante. Después de que Tien le planteara su problema y le recitara tres ejemplos de sus odas, el funcionario le espetó con el seño fruncido: “No hay enseñanza. ¿Dónde está el bien social en eso?”

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Tien volvió desanimado al taller y caviló durante horas entre martillazos y el siseo del metal caliente en el agua. “No hay enseñanza”, se repetía. “Claro que no la hay. ¿Por qué debería ser eso algo malo?”.

Días más tarde, el muchacho se acercó hasta el templo budista. Golpeó las puertas y fue recibido por un novicio que lo condujo hasta un monje. Entre inciensos y el murmullo de mantras monótonos, Tien le planteó su problema y le recitó algunas de sus piezas más logradas. El viejo monje lo escuchó con atención y luego guardó silencio durante largo rato. Tien estaba a punto de levantarse e irse, ya aburrido y acalambrado, cuando el viejo habló: “Les falta compasión. A ningún lugar se llega sin compasión”.

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Tien se retiró aún más turbado. “¿De qué compasión me habla?”. Estuvo varios días repitiéndose lo mismo entre dientes. “Sin enseñanza y sin compasión. ¿Qué tiene eso de malo? ¿Acaso todo debe estar revestido de un manto azafrán como los monjes?”. Durante todo este tiempo, desistió de sus composiciones. Prefirió darse a otras actividades más recreativas y menos problemáticas, como la ingestión de vino dulce de arroz y el cortejo de las muchachas locales.

Así pasó el tiempo, sin inspiración. Antes, al ver un amanecer, se agolpaban en su mente mil palabras que querían explicar las sensaciones y percepciones del joven. Y era trabajo del poeta separar la paja del trigo y condensar la multiplicidad de imágenes y sentimientos en un solo verso perfecto. Ahora, ni ante el más sublime ocaso o la más excelsa luna se producía un solo movimiento en su mente.

Los años se fueron, y el joven Tien se convirtió en hombre. A los veinte tomó el lugar de su patrón en la herrería, ya que éste falleció en un accidente de fragua. Al poco tiempo conquistó el interés de una mujer y de su padre, y no mucho después comenzó la cría de herederos.

Y llegó cierto día en que ya los hijos se habían marchado, alguno incluso muerto, y su mujer se había marchitado. Y el viejo Tien encontró por casualidad un viejo rollo guardado al fondo de una despensa, detrás de botellas y bolsas de arroz. Y en él leyó una frase extrañamente familiar: “Descanso profundo, último refugio”. Vio que el trazo de los caracteres se parecía mucho al suyo. Y recordó que de pequeño él había tenido el sueño de convertirse en un poeta. Así supuso que esas habían sido sus palabras. ¿En qué habría estado pensando al escribir eso?

Llevó el rollo hasta los bosques, lejos del pueblo y de los caminos, hasta donde él sabía que se encontraban los ancianos. Encontró a uno de ellos sentado bajo un árbol, mascando un ramita de bambú con los ojos entornados. Se acercó, lo saludó y le pidió permiso para sentarse frente a él. Le contó la historia de toda su vida, desde su niñez en el taller del herrero cuando soñaba con ser poeta hasta ese mismo día en que había encontrado el rollo en la despensa. Luego le planteó una pregunta que había llevado consigo durante toda su vida: “¿Por qué la vida no me permitió andar el camino que yo elegí?”.

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El anciano de larga barba levantó entonces la vista y pareció tardar un momento en enfocar. Tomó el rollo que el viejo Tien había llevado: “Descanso profundo, último refugio”, leyó en voz baja, y repitió las palabras en su mente. Luego dijo: “Último descanso, profundo refugio. Queda mejor al revés”.