El miércoles 1º de septiembre a las 19:30 horas se presentó en la sala Juan L. Ortiz de la Biblioteca Nacional el libro Fugaz, perfecta y diagonal de Alejandro Manzone, autor recientemente fallecido y cercano a quienes hacemos Evaristo Cultural. A modo de homenaje reproducimos las palabras leídas en esa oportunidad por Gloria Killner y uno de los relatos que conforman el volumen.
La obra de un escritor es su manera de ser en el mundo. Alejandro Manzone vivió su propia vida y la de sus personajes con la misma pasión. Sus relatos dan cuenta de su sensibilidad, de su aguda observación, de su ingenio y creatividad, de sus fantasmas y sus miedos, de su profunda sensualidad y de su particular mirada acerca de todas las cosas.
Hoy es un día de celebración y de homenaje. Apenas cuatro años atrás, en este mismo espacio Alejandro presentaba Un silencio diferente. Entonces, estaba Alejandro y faltaba su libro.
Quiso la vida que hoy se invirtieran los términos.
Pero en Fugaz, Perfecta y Diagonal, están su pulso y su latido. Hoy es un día teñido por una tristeza dulce, por su sonrisa, por un recuerdo demasiado vívido todavía, para ser esencialmente recuerdo, por un dolor al que al menos, hoy, por un ratito, le vamos a ganar la pulseada.
Alejandro me regaló el silencioso legado de publicar su libro. Mi regalo a él es haberlo llevado a cabo sin perder de vista que todo en este libro es de su absoluta autoría y de actuar en consecuencia. Cuántas preguntas a lo largo de este camino cuyas respuestas ensayé valiéndome simplemente del amor y del conocimiento que los intensísimos años juntos me otorgaron…
Éste es un homenaje a Alejandro: al escritor y a la persona.
Quienes tuvimos la ocasión de conocerlo seguramente coincidiremos en que en ambos sentidos Alejandro fue un grande.
Quiero agradecerle a él por este libro y por haber sido el autor de muchas de las páginas más felices de mi biografía.
Quiero agradecer a todos por estar aquí hoy.
A la Biblioteca Nacional por abrirnos sus puertas.
Al grupo Editor Latinoamericano y a Luis Tedesco que lo representa, por su idoneidad, su honestidad y su profesionalismo. A Pablo Barragán y a Bruno Dubner por aportar cada uno su arte al servicio del libro. Quiero agradecer a familiares (hijos, padres, hermanos), a los viejos amigos y a los nuevos, a los compañeros de tarea de cada día, que supieron entender el sello distintivo de esta presentación. A Ana Auslender (estoy segura de que Alejandro así lo haría), por ser el trampolín primero y necesario desde el cual Alejandro se lanzó con tanta felicidad a la escritura.
Y por último quiero detenerme en el profesor Osvaldo Gallone.
Osvaldo fue, en este duro proceso, un hermano, un amigo, un respetuosísimo corrector,
Osvaldo entregó mucho de su tiempo, toda su experiencia, su sabiduría, su apoyo intelectual y afectivo incondicionalmente. La amistad que fuimos construyendo Alejandro, él y yo fueron su único motor y no puedo menos que hacer público mi reconocimiento.
Hoy es un día de celebración y es también nuestro homenaje a Alejandro Manzone. Invito por eso a cada uno de ustedes luego, a levantar la copa y a brindar en su memoria, con alegría, como lo merece el nacimiento de su nuevo libro, como seguramente a él le hubiera gustado.
Gloria Killner
Uniforme y gris
Por Alejandro Manzone
Heriberto entraba al trabajo alas siete de la mañana en la terminal de trolleys de Primera Junta. Habitualmente llegaba media hora antes para cambiarse con tranquilidad; no le gustaba caminar las pocas cuadras que distaban desde su casa con el uniforme, creía que era una arrogancia innecesaria que provocaría la envidia de los porteros que, a esa hora, lavaban la vereda.
Heriberto desempeñaba su trabajo correctamente pero con distante seriedad. Su verdadera preocupación estaba puesta en otro tema: en la clasificación de fenotipos; claro que el no lo llamaba así, el decía que coleccionaba caras. Había descubierto que los millones de habitantes de la ciudad podían agruparse, por los rasgos, en apenas un centenar de categorías, ciento catorce para ser exactos. Y su trabajo como guarda de trolley le permitía examinar los especímenes y determinar su correspondencia con uno u otro grupo.
Los nombres de las categorías no eran arbitrarios: a los de cara angulosa y nariz recta los llamaba «Los Don Quijote», aquí podrían entrar perfectamente Vittorio Gassman y hasta el San Martín de Boulogne Sur Mer. Otras categorías como «Mister Ed», «El Sol de la Bandera» o «pajaro loco» aludían explícitamente al parecido con personajes o símbolos conocidos. Pero también en su colección había categorías cuyos nombres estaban relacionados con allegados o familiares: «Los Tío Eduardo», por ejemplo.
Un día, después de veinte años de trabajar en el trolley y de dieciocho de haber empezado su colección, se hizo una pregunta que lo sorprendió mal parado y que, con la ayuda de una frenada, lo tiró redondamente al piso:
¿A que categoría pertenecería el?
No le importaron las manifestaciones de preocupación de los pasajeros por su integridad física, ni siquiera las risitas disimuladas por la forma en que cayó; tuvo la urgente necesidad de mirarse en el espejo.
El espejo redondo y convexo de la puerta trasera le devolvió una imagen distorsionada, como cuando se veía reflejado en las bolas de Navidad al armar el arbolito.
AI llegar a la terminal cabecera pidió ser reemplazado argumentando que no se sentía bien.
Los pasos apurados intentaban ganarle a la ansiedad, pero las pocas cuadras hasta su casa ahora parecían interminables. Un ligero viento le voló la gorra y lo obligó, para recuperarla, a desandar brevemente e1 camino. Continuó, casi corriendo, gorra en mano, con una línea rosada en la frente que marcaba el lugar exacto hasta donde siempre se la calzaba.
Eludió la tentación de mirarse en el reflejo de algunas vidrieras; no era eso lo que quería, el ya se conocía, se veía mecánicamente todas las mañanas al afeitarse. Era otra cosa: era mirarse con detenimiento, observarse, dejar de lado la imagen interior, la que cada uno tiene de sí mismo, siempre juvenil y benévola, que no permite ver arrugas, bolsas ni papadas. Era clasificarse, porque las categorías no sólo dan cuenta de semejanzas físicas, en la mayoría de los casos también definen una actitud. Era recomponer el aspecto más puro, más personal; separar todas aquellas facciones que hubiera heredado de sus padres o de sus abuelos, y quedarse solamente con los rasgos pertenecientes a su propio patrimonio.
Si es verdad lo que dicen, que después de los treinta uno tiene la cara que merece, era, además, entender que había hecho con su vida.
Heriberto abrió la puerta, arrojó la gorra en el sofá, entró en el baño y se paró frente al espejo. Luego de un largo rato, los ojos se le llenaron de lágrimas.