«Sólo un Dios puede salvarnos», rezaba el titular de la entrevista a Heidegger realizada por Der Spiegel en 1966 y publicada diez años después, a los pocos días de su muerte. En clara alusión a esta frase, Peter Sloterdijk reúne en Sin salvación diez magníficos ensayos en los que trata de situar la filosofía de Heidegger en la historia de las ideas, comparándolo con otras figuras y corrientes intelectuales de referencia. Asimismo, se propone seguir las huellas de su pensamiento aplicando sus propuestas a los problemas filosóficos del presente. El famoso ensayo de Sloterdijk «Reglas para el parque humano. Una respuesta a la Carta sobre el humanismo de Heidegger», que generó una fuerte polémica en Alemania con pensadores de la talla de Habermas, se presenta aquí por primera vez en su contexto original, en el marco de una concepción más amplia de la humanidad y de la técnica que aparece desarrollada en otros escritos como «Alétheia o la mecha de la verdad», «La humillación por las máquinas», «La época (criminal) de lo monstruoso» y «La domesticación del Ser» (todos ellos publicados en este volumen), lo que permitirá sin duda una mejor comprensión de sus ideas. Con su habitual estilo provocador y una escritura deslumbrante, Sloterdijk ofrece también una aguda semblanza del pensador rumano E. M. Cioran, a quien caracteriza de manera sorprendente como un «oscuro doble de Heidegger», es este el texto que reproducimos a continuación. Agradecemos a Mónica Irina Dombrover, de Grupal, la autorización para poder hacerlo.
Se puede medir la importancia, o al menos la independencia, de un pensador no en último lugar por el tiempo que tarda y la calidad de los medios que emplea en librarse de sus imitadores, incluso de aquellos que se hacen pasar por comentadores fieles o continuadores autorizados de sus impulsos. Bajo este aspecto, Cioran merecería contarse, sin mayor indagación, entre los escritores filosóficos más importantes del siglo xx, pues a diferencia de las estrellas filosóficas del existencialismo, de la teoría crítica o del postestructuralismo, que obtuvieron sus éxitos con la disidencia de la imitación, Cioran ha invertido enteramente su pasión pensante en su carácter inimitable. Pero el concepto de importancia no hace justicia al fenómeno Cioran, pues el impulso fundamental de su pensamiento no es el de inscribir su nombre en una historia de las ideas o en un relato de grandes autores; más bien quiere dar satisfacción al orgullo de defender su condición inimitable frente a discípulos y copistas. Mientras que los grandes maestros de la moderna cultura de la disidencia -Heidegger, Sartre, Adorno, Derrida- podían contar sus éxitos en bandadas de imitadores, Cioran, más orgulloso, demoníaco y desesperado que los mencionados, reconoció su éxito en desanimar a los potenciales imitadores en el mismo umbral de intentarlo. Era consciente de que cualquier imitación desemboca en parodia y de que aquel que toma más en serio sus ideas que el éxito de éstas las protegerá de la parodia en que su efecto consiste.
La cuestión es por tanto cómo se consigue pasar de la negatividad imitativa, que hace escuela como compromiso revolucionario, crítica radical, anarquismo estético o subversión deconstructiva, a una negatividad inimitable, perfectamente idiosincrásica y, sin embargo, iluminadora de lo universal. En este contexto, podría recordarse la diferencia relevante en el monaquismo egipcio y sirio de la antigüedad tardía entre monjes y anacoretas, de los cuales, según una observación de Hugo Ball, los primeros existían como atletas de la aflicción, y los segundos como atletas de la desesperación. No cabe duda que el lugar de Cioran en esta alternativa habría que buscarlo entre los anacoretas, apartados y separados de lo terreno. En esta posición no se trata ya de combatir y transformar lo ente según métodos críticos, sino de incoar un proceso contra Dios y el mundo, exponiendo ante sus ojos la propia existencia destrozada como prueba de su fracaso y de su carácter fallido. Mientras que la negatividad crítica o subversiva tiene el efecto de hacer escuela, en la medida en que su puesto en lo existente puede ser cartografíado, fundado, copiado o simulado, la negatividad desesperada se retira en un exilio que no puede aprenderse, que carece de suelo y es inimitable. En la elaboración de esta posición exiliada reside la singular fuerza de Cioran. Es después de Kier- kegaard el único pensador de categoría que ha llegado al conocimiento irrevocable de que no es posible desesperar según un método seguro.
Quien tenga previsto obtener el doctorado, que no se tome la molestia de preguntar a Cioran si querría ser tutor de su trabajo. El distanciamien- to del mundo en el teórico crítico, el anarquista estético o el deconstructi- vista se basa en cada caso en una reserva, de la que las respectivas escuelas afirman no sin razón que puede aprenderse, en determinados límites, de forma metódica. Lo que Husserl denominó epojé, la ruptura con la actitud natural, no significa sino el ejercicio perfeccionable de soltarse y salirse de la corriente de la vida gesticuladora, opinadora y envuelta en las cosas. Incluso en los semblantes más tristes, va acompañada de la alegría metódica de la actitud teórica contemplativa. Cioran, por el contrario, trabaja con una epojé patológica, de la que no puede saberse cómo podría ser copiada o transmitida. Su desarraigo no se funda en una toma de distancia teórica respecto de la vida normal e ingenua; brota de la maldición de encontrarse a sí mismo como una anomalía realmente existente. Su reserva es cualquier cosa menos metódica; es demoníaca. En su caso, la crítica ha sido precedida por la tortura. Mientras que la teoría crítica al uso, por no hablar de la teoría positiva al uso, toma distancia respecto del mero ir viviendo para emancipar al ser pensante de sus condicionamientos y proporcionarle los medios para resistir a lo real y transformarlo, la teoría desesperada sólo está interesada en testificar el fracaso del cons- tructo realidad como tal. No toma distancia de forma arbitraria, sino que esa distancia puede encontrarse ya antes de toda teoría como el efecto de un padecimiento del ser pensante.
El punto arquimédico de Cioran, desde el cual saca de sus goznes la visión del mundo normal y su superestructura filosófica y ética, es el descubrimiento del privilegio de dormir, del que se benefician como de la cosa más natural todos los demás espíritus, y entre ellos los que se consideran implacablemente críticos. Su clarividencia sin precedentes para desencantar la totalidad de los constructos positivos y utópicos está fundada en el estigma que penetra su existencia: en un insomnio que sin duda era de carácter psicogénico y que a lo largo de su fase de formación le marcó durante años. Es el insomnio el que le sugiere al pensador Cioran una epo- jé envenenada. El insomne sabe, a diferencia del crítico, que no es dueño de sus premisas. El insomnio no es un supuesto fabricado, no es un hábito del sujeto que se ejercita, ni una vacación provisional de la propia vida a favor de una atención pura, ni mucho menos una preparación teórica para la revolución práctica. Al insomne se le impone un cuestionamiento de la existencia y sus ficciones que alcanza más hondo que cualquier deconstrucción meditabunda, subversiva o agresiva. Para el sujeto insomne se produce de manera no pretendida la evidencia de que todos los actos tanto de la vida ingenua como de la vida crítica son descendientes del privilegio de dormir, que permite a quienes lo tienen regresar una y otra vez a una mínima ilusión vital. El sueño cumple el deseo de alivio que tiene el hombre cansado mediante discretos hundimientos del mundo; es la pequeña moneda redentora del mal; su venida responde a la oración natural del cansancio. El a priori del insomnio de Cioran abre por el contrario para el pensamiento la posibilidad de que no sea atendido el ruego del sujeto de que se suspenda temporalmente la coacción de mundo que impone la vida. Es en este sentido la meditación de lo inaudito, que ha de soportarse como vigilia permanente. Una existencia semejante es una tortura en la que el torturador no se identifica y no hace sus preguntas con precisión. Ya el Cioran temprano piensa desde la posición de una permanente crucifixión ontológica, que nunca llega al punto en el que la víctima estuviera autorizada a decir consummatum est. Como el insomnio no es una obra, ni redentora ni ilustrada, no puede nunca declararse concluido. El insomne no está clavado en la cruz de la realidad, sino que está encerrado en la gelatina de la semirrealidad. Hace la experiencia de que lo gelatinoso es más implacable que lo duro. Si nos estrellamos contra lo duro y hallamos en ello nuestro final, lo gelatinoso nos quebranta y nos reserva para continuaciones sin fin. El insomnio es la deconstrucción sin deconstructivistas.
Cioran ha llamado a menudo la atención sobre el hecho de que la emoción característica de su pensamiento y su escritura ha sido la inversión de una maldición en una distinción. ¿Pero cómo puede el efecto paralizador del sueño perdido ser invertido en una posición activa? De una doble manera: transformando el autor, como él mismo dice, su agotamiento en elección, y obteniendo de la vigilia forzosa un intenso deseo de venganza.
Con ambos virajes, Cioran muestra ser un teólogo judeocristiano en el sentido nietzscheano del término. Le son por de pronto aplicables en toda su extensión los análisis de Más allá del bien y del mal y de La genealogía de la moral sobre el origen del espíritu teológico en el resentimiento. Cioran es de hecho un teólogo de la furia reactiva que le hace al Dios creador la cuenta de su fracaso, y al mundo creado, la de su incapacidad para acoger la vida. En el modo de su reacción, Cioran se da a conocer como un oscuro doble de Heidegger. Donde éste ha desarrollado la tesis criptocatólica de que pensar (denken) significa agradecer (dankenj, Cio- ran despliega la contratesis gnóstico-negra de que pensar significa vengarse. En ambos casos, el pensar es un corresponder: un lógico recoger y devolver aquello que al pensante le ha sido regalado en la donación del Ser. Pero mientras que el devolver pensante de Heidegger -según heroicos inicios- se resuelve en un benevolente y positivo querer-ser-respuesta, en Cioran permanece un agudo instinto para una devolución tremenda. Éste tiene claro en todo momento que ahí donde hay todavía donación, queda siempre también por desenmascarar un donador. Mientras que el espíritu del ontólogo fundamental, exonerado por el sueño, medita agradecido cada vez de nuevo el Ser como donador y donación, la conciencia rebelde, constantemente agudizada por la privación de sueño, se consagra a la tarea de transformar el veneno del Ser que su existencia recibe en precisas fuerzas inmunizadoras y de denunciar al envenenador. Nihil contra venenum nisi venenum ipse[1].
Lo que constituye la singularidad de Cioran es el haber desarrollado una praxis del pensar sistemáticamente revanchista. No es en condición de vengador por un asunto privado, ni de humillado u ofendido en sentido sociológico como campea Cioran contra las tentaciones del Ser y las invitaciones de la fe, sino en cuanto medio de una ira trascendente y agente de un escepticismo ofensivo. Es un Job colérico que exhibe sus defectos como argumentos contundentes contra el sádico Creador. Como guardián de una ira escogida es tan desinteresado como jamás pudo serlo el fundador de una orden ascética. Como guardián de su orgullo por esa ira es tan egomaníaco como jamás pudo serlo un satánico. Su revanchismo filosófico es el negativo del agradecimiento pensante. Como ningún otro, en este o en cualquier otro siglo, ha puesto en claro que el pensar es una ocupación ingrata, especialmente cuando el futuro inteligible pertenece hoy menos que nunca al pensar que no puede ir más allá de un meditar y un encolerizarse reactivos, sino al querer que formula proyectos y lleva a cabo empresas. Cioran sólo es lúcido en el no-querer, mientras que el querer es para él -igual que para su pariente lejano Heidegger- un modo extraño. No pisa nunca con pie seguro el mundo de la voluntad, y durante toda su vida no quiere saber nada de pragmatismos. Recela de aquellos que pueden creer. Su odio va destinado a aquellos que pueden querer.
Su pensar desagradecido ha caído en lo absurdo porque en él tiene más alcance el impulso de vengarse de Dios que la creencia en él. Bajo el signo de lo absurdo, Cioran, el hijo de sacerdote, hizo una anacrónica cosecha tardía de la época de la metafísica religiosa, inventando para sí el papel del blasfemo vuelto hacia atrás; practicó el derrumbamiento de ídolos que ya no eran contemporáneos; se recluyó en su buhardilla como un anacoreta cuyo ascetismo consiste en apilar desengaños. En virtud de su re- vanchismo Cioran se aferró toda su vida a una negatividad juvenil, depravada. Fue su temprano y nunca revisado orgullo no rebajarse a la madurez. Es esto lo que hace a sus escritos tan singularmente densos, insistentes y monótonos. Sabía que su malestar es su fuerza, y que como autor sólo le está permitido tratar un único tema para no hundirse en lo arbitrario. Lo había comprendido bastante pronto: su única oportunidad estribaba en repetirse. La frase crítica de Sartre de que el vicio es fundamentalmente el amor al fracaso[2] retiene lo que Cioran había de elegir como divisa. Contra Nietzsche, el otro hijo de sacerdote del que se sigue hablando, ha marcado Cioran, con su persistencia en la revancha, un punto importante. Si aquél se había entregado al intento de fundar su pensamiento por entero sobre impulsos distinguidos, afirmativos y no-reactivos, Cioran se confió al hundimiento en el infierno de la falta de distinción y de la reacción; del fondo de su rebajamiento ha traído consigo el descubrimiento de que hay una magnanimidad de la venganza que rivaliza con el pensamiento de la universal afirmación. Su obra es una venganza sin vengador y una restitución que no conoce damnificado.
De ahí que sus escritos tengan efectos terapéuticos. Su claridad en el extravío inmuniza contra la tentación de abandonarse a la falta de forma. A diferencia de Nietzsche, Cioran no se condujo como superador de la propia decadencia, acaso porque llegó también a penetrar la última ilusión de Nietzsche, el sueño enfermizo de la gran salud. Su decadencia, su morbidez, su estar condenado de antemano al escepticismo, los aceptó como venenos del Ser, y destiló sus escritos como contravenenos. Los que saben y los necesitados pueden hacer de esto el uso que les parezca sabio. Los imitadores, empero, no encontrarán en la farmacia de Cioran lo que busca su ambición.
Recuerdo una conversación con el viejo Cioran en la Casa Alemana de la Cité Universitaire de París a mediados de la década de los ochenta en cuyo transcurso hice referencia a sus comentarios recelosos y despreciativos sobre Epicuro. Pareció comprender enseguida lo que perseguía yo con mi sondeo. Declaró con franqueza que retiraba su afirmación, que se sentía ahora muy cercano a Epicuro y que veía hoy en él a uno de los verdaderos benefactores de la humanidad. La palabra «benefactores», que pronunció en voz baja, sonó de forma extrañamente importante en sus labios. Por esta vez había renunciado a cualquier sarcasmo. Acaso en el jardín de su insomnio había madurado el conocimiento de que requiere un tipo especial de generosidad permitir a los hombres retirarse de los frentes de lo real, y de que este mundo menos que nunca puede prescindir de quienes enseñan la retirada. Nuestro siglo no ha conocido a otro más decidido que él.
[1] Nada mejor contra el veneno que el veneno mismo.
[2] Jean-Paul Sartre, Das Sein und das Nichts, Reinbek bei Hamburg, 1993, p. 663 [trad. cast.: El ser y la nada, Madrid, Alianza Editorial, 1989],