El 2012 fue un buen año para este amigo de la casa; por un lado vio la luz su novela La niña muerta, con la que se hizo acreedor del III premio “El fungible” de novela corta organizado por la ciudad de Alcobendas, España. La obra se sitúa en la redacción de un periódico argentino durante los años de plomo. También ganó el primer premio en el Concurso Nacional de Ensayo organizado por el gobierno de la provincia de San Luis en el marco del programa San Luis Libro, en año del Bicentenario de la Revolución de Mayo, fruto de lo cual fue editado el volumen Lectura de seis cuentos argentinos (seguida de balance de una obra), con el que Gallone vuelve a dejar en claro la agudeza de su análisis como lector e intérprete de la literatura nacional.
Con La niña muerta te alzaste con el premio El fungible a la novela corta 2011 y retomaste un género que habías abandonado desde 1988 con tu anterior novela, Montaje por corte ¿A qué se debió este distanciamiento de la narrativa larga?
Yo jamás me distancié de la narrativa, desde Montaje por corte hasta La niña muerta seguí, y sigo, escribiendo novelas. Quienes se distancian de la narrativa y de los narradores argentinos son las editoriales argentinas, no los autores. Me parece patético que para acceder a que un lector editorial se interese por la novela de un autor, este autor deba tener algún conocido en la editorial, algún amigo que lo recomiende, pertenecer a algún grupo, capilla o cofradía que se autolegitima y cuyos integrantes, con una indulgencia digna de causa más noble, se leen apasionadamente entre ellos. Todo lo cual deriva en que la mayoría de los escritores argentinos han dejado de tener (representar, detentar o defender) una estética para pasar a elaborar una estrategia. El abismo conceptual que separa a la estética de la estrategia es insondable. ¿Cuáles son los pasos a seguir para acceder a una editorial? La respuesta más honesta que tengo es más bien melancólica: no tengo la menor ideal. La niña muerta ganó el primer premio de novela corta en el certamen internacional de Alcobendas, Madrid, y todavía no tengo ni siquiera la más ligera señal de que una editorial argentina la publique en breve.
Tu vida laboral estuvo infatigablemente ligada al periodismo, en La niña muerta, recreás con maestría el ambiente del periodismo gráfico de la década del ´70. ¿Cuántos de los personajes están basados en antiguos colegas y cuánto hay de construcción ficcional? ¿Tenés alguna anécdota interesante que puedas contar de ese momento?
Construcción ficcional hay en todos los personajes, no hay un personaje (al menos un buen personaje, vale decir, creíble, verosímil, encarnado) que sea tan plano como para ser la copia mimética de su modelo. Una anécdota digna de figurar en la antología del despropósito, la cobardía y la arbitrariedad, y de la que fui testigo presencial, fue protagonizada por un linotipista y Félix Laíño, el jefe de redacción del diario La Razón, en el cual yo era corrector, durante los últimos años de la dictadura. El linotipista había cometido un error y Laíño fue a encararlo con una furia desproporcionada (estos arranques de Laíño, al menos es lo que yo siempre sospeché, solían ser teatrales, excesivos y grotescos sin atenuación). El desarrollo de la anécdota y su remate sólo pueden ser transcriptos bajo la forma del diálogo:
–Laíño: ¡Usted es un imbécil! ¡¡Tiene veinte días de suspensión sin goce de sueldo!!
–Linotipista: No me levantés la voz, mirá que yo sé dónde vivís, ¿eh?
–Laíño: No se haga el compadrito, los cinco días de suspensión no se los quita nadie, ¿queda claro?
¿Cuáles fueron las transformaciones más importantes sufridas dentro de las redacciones de los diarios argentinos durante los años de plomo?
Alguna vez le escuché decir a un escritor que admiré y admiro hasta el escándalo, al margen de su posición ideológica (Vargas Llosa), que Conversación en La Catedral era un intento de transmitir de qué modo la dictadura de Odría (lo que históricamente se conoce como “el ochenio” odriísta) se había filtrado y socavado todos los estratos de la sociedad peruana. Creo que exactamente lo mismo pasó con los años de la dictadura militar argentina y los diarios no fueron una excepción: cada redacción era una dictadura a escala menor, pero no menos brutal: con prohibiciones, censuras, rumores y una sensación intolerable que se extendía a la sociedad toda: uno nunca estaba seguro de con quién estaba hablando: con un compañero, con un amigo o con un esbirro de los servicios disfrazado de redactor.
¿Cuál fue el impacto de la nueva democracia en el periodismo gráfico nacional?
El mismo impacto que produce la mascarilla de oxígeno sobre el sistema respiratorio del enfermo que se está ahogando irremisiblemente. Sumado a ello, un plus que no fue de los menores: algunos de nosotros pudimos trabajar con los colegas que retornaban del exilio, una parte de los cuales era brillante. Digo esto pensando, por ejemplo, en un escritor como Rodolfo Rabanal, a quien tuve la fortuna de tenerlo como jefe en el semanario El Periodista de Buenos Aires (un periódico paradigmático de la primavera democrática) y quien me enseñó casi todo lo que sé de crítica literaria (más allá de que los innumerables errores perpetrados por mí en este rubro son de mi pura y exclusiva responsabilidad, nada tiene que ver Rodolfo con mis limitaciones).
¿Cuáles fueron las transformaciones más importantes sufridas dentro de las redacciones argentinas durante el menemismo?
Yo, durante los años del menemismo, trabajé en la sección Cultura de Página/12 teniendo como jefe a uno de los mejores escritores y periodistas culturales que conocí: Tomás Eloy Martínez; y no creo, honradamente, que se pudieran verificar cambios de envergadura en relación directa con el menemismo. O, en todo caso, ningún cambio que no fuera también extensivo al país: el imperio de un desembozado liberalismo, el despunte de una estética circense, una dosis de vulgaridad y mediocridad que conoció, con los años, una indetenible progresión.
¿Cuáles son las transformaciones de fondo producidas durante el gobierno kirchnerista?
Creo que la política en torno a los derechos humanos, a conquistas como la asignación universal por hijo o a ciertos avances en los planos civil y jurídico (el matrimonio igualitario, por ejemplo) son transformaciones incontrastables. De todos modos, nobleza obliga, a nadie se le escapa (notas que andan dando vueltas por la red informática, críticas firmadas en la revista Ñ, etc., etc.) que yo no soy ni kirchnerista ni peronista. No obstante ello, o bien a causa de ello, me veo en la obligación moral de añadir una acotación: hace años que vengo dictando seminarios de crítica literaria en la Biblioteca Nacional, cuna y bastión de, por ejemplo, una agrupación como Carta Abierta. Mi ya larga permanencia en la Biblioteca habla de la integridad –y no hay razón para soslayarlo- de su director, Horacio González, que en todos estos años jamás ha tocado una coma ni añadido una sugerencia a todos los programas que presenté. Es un reconocimiento que no tengo por qué no hacerlo público.
Cuando vos comenzaste a trabajar, el periodista se formaba en el ruedo ¿En qué se diferencia la vieja escuela de los actuales periodistas formados en academias?
No sé exactamente en qué se diferencia, pero jamás he visto que un buen periodista lo sea por el hecho de detentar un título refrendado por una escuela o academia. Podría agregar que en los diarios se escribe cada vez peor y que no hay periodista radial o televisivo, en su gran mayoría, que no se pierda miserablemente en el jardín de la gramática, pero estas cosas son tan obvias que me parece que huelga destacarlas.
Entre la publicación de Montaje por corte y La niña muerta, continuaste dedicándote sin interrupción a la crítica y el ensayo literario, incluso ganaste este año el 1er. Premio en la categoría ensayo del programa San Luis Libro con la obra Lectura de seis cuentos argentinos (seguida de balance de una obra). ¿Cómo pensás la actualidad literaria nacional?
Creo que, en parte, esta inquietud está respondida en la primera pregunta: no hay estéticas, sino estrategias. Por otro lado, yo no adhiero a las abstracciones o generalidades, no creo que haya algo así como “la actual literatura nacional”, más bien me parece que hay autores, y si menciono algunos es a causa, meramente, de algo tan arbitrario como mi gusto personal: Esther Cross, Rodolfo Rabanal (a quien ya mencioné), Daniel Sorín (su última novela, El cerco, me pareció notable), Marcelo Cohen (más allá de que algún experimento narrativo le salga bien o menos bien, al menos arriesga, y eso en un escritor siempre es ponderable); son narradores que siempre leo con gusto e interés; más algunos nombres que, irremisiblemente, como en toda enumeración, olvido.
¿Hay vida después de Aira?
Para contestar a esta pregunta, habría que admitir que César Aira es un punto de inflexión en la historia de la narrativa argentina; y, francamente, no me lo parece. El ejercicio de la lectura (esa actividad que abarca desde la mera lectura por placer hasta la crítica literaria especializada) se basa, hasta que no se demuestre lo contrario, en la ponderación y en la comparación. Las comparaciones son odiosas, pero en el terreno del arte resultan inevitables (y creo que en el de la vida, también). Alguna vez leí que César Aira declaraba (echando mano, como corresponde, al método comparativo) que la peor página de Borges era infinitamente superior a la mejor página de Cortázar. Utilizando exactamente el mismo método analógico, yo podría postular (y esto lo digo en mi propio nombre y bajo mi exclusiva responsabilidad) que en comparación con las peores páginas de Borges o Marco Denevi la mejor página de Aira es un laborioso balbuceo. Por tanto, no creo que Aira sea un punto de inflexión de la narrativa argentina.
¿Qué escritores jóvenes te llamaron la atención y que clásicos pensás que habría que redescubrir?
Clásicos, Marco Denevi; pienso cada vez con mayor convencimiento que es, por lejos, y probablemente seguido muy de cerca por Isidoro Blaisten, el mejor escritor argentino del siglo XX. En cuanto a los jóvenes, son tan pocos los que las editoriales dejan aflorar que su número no da ni siquiera para elaborar una enumeración parcial y fragmentaria.
Siendo profesor y promotor de diversos talleres literarios y clínicas de lectura y habiendo tantas visiones contrapuestas de los mismos: ¿Para qué sirve un taller de escritura? ¿Se puede enseñar a escribir literatura?
Me permito una aclaración necesaria: yo no imparto talleres literarios, sino seminarios de lectura y crítica. Aclarado el punto, se puede pasar a la cuestión de para qué sirve un taller literario; siendo un poco (pero sólo un poco) excesivo y terminante, la respuesta podría ser: para nada. Los rudimentos de la escritura (sintaxis, gramática, criterios mínimos de verosimilitud y estructura) se pueden transmitir en veinte minutos sobre la mesa de un café; el resto es trabajo, trabajo, y un poco más de trabajo; especialmente en los días malos, en los cuales no sale absolutamente nada, aun en esos días, lo que hay que hacer es trabajar. Los problemas de la escritura se resuelven escribiendo. Por otra parte, y esto es necesario que quede lo suficientemente claro, nada tengo en contra de quienes imparten talleres literarios; es más, los envidio: puesto que quien enseña a escribir debe estar convencido de que sabe escribir (nada se puede enseñar sin detentar un saber previo de la materia; a mí jamás se me ocurriría enseñar matemáticas, disciplina de la cual todo lo ignoro), y esto no deja de ser envidiable. A mí, después de haber publicado novelas y haber recibido más premios de los que hubiera esperado, me cuesta cada vez más escribir; por tanto, ¿cómo podría enseñar?; lo único que podría enseñar sería perplejidad, pero nadie paga ni pierde su tiempo para sentirse más perplejo de lo que ya está.
¿Qué recomendación le darías a un narrador que comienza?
Leer a los clásicos, a todos los poetas del Siglo de Oro español (son los que enseñan la música de las palabras), y algunos libros que enseñan que la escritura es una feliz condena a trabajos forzados: Contra Saint-Beuve, de Proust; Un arte espectral, de Norman Mailer; la Correspondencia, de Flaubert; El pez en el agua, de Vargas Llosa; Verdad y mentiras en la literatura, de Stephen Vizinczey.