Un triángulo de amor atravesado por una pasión en línea recta, que empuja hacia adentro y hacia fuera.

Un vínculo que se consolida de espaldas a la amistad. Una ruptura en doble fila, por dolor, por incomprensión e intransigencia.

Dos amigas que comparten todo, desde el alma, todo excepto aquel secreto que, al dejar de serlo, produce la peor de las sentencias, el desencuentro elegido como muerte en vida de los condenados al olvido; la ausencia a perpetuidad y una inyección de culpa aplicada diariamente a la distancia.

Una correspondencia abierta a medias que, entonces, queda cerrada. La soledad como refugio.

Después, el arrepentimiento extemporáneo, que es impulso y a la vez asfixia, por aquella desmemoria usada en legítima defensa, que arrojaría un resultado tan incierto, como el futuro al tiempo de nadar, hacia esa dimensión, con el cuerpo y el alma desnudos.

El escenario es Chile, en los primeros años de la década del ’70. Los ideales, la desconfianza y el miedo; el odio y las torturas.

El temor, más grande: desaparecer.

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Un conflicto que nace inmerso en aquel Chile dividido por el cambio y la resistencia que genera. Elegiste ese marco general. ¿Por qué?

Si me preguntas por qué elegí los convulsionados años 70 como escenario para Nadar Desnudas, la respuesta es muy simple: el tiempo del gobierno de Allende y sus años posteriores de dictadura son parte de mi vida. Durante el gobierno de Allende yo estaba en el colegio, mi padre trabajaba construyendo balnearios populares para los obreros, (los mismos que después los militares usaron como campos de detención) y mi madre era profesora de filosofía en la Universidad de Chile. En septiembre del 77 ella fue apresada y llevada a uno de estos lugares. No supimos de su paradero por varias semanas. Una mañana fue liberada en medio del toque de queda en un barrio marginal. Llegó a casa caminando, sosteniéndose apenas. Dos meses más tarde salimos a Inglaterra. Chile había dejado de ser para nuestra familia un lugar seguro. Nuestra vida quedó escindida.

Cuando empecé a escribir Nadar Desnudas sabía que iba a lidiar con mil dificultades, pero después de tres novelas, ya me sentía preparada para enfrentar el desafío. No solo tenía que contar una historia que le pertenece a todos los chilenos, sino también enfrentar la memoria y las huellas que dejó en mí. Uno de los desafíos que tenía como narradora, eran el de retratar lo que ocurrió desde un punto de vista particular: el de mis personajes. Jamás intenté hacer un retrato de época ni un recuento histórico. Lo que me interesaba era el encuentro brutal, el cruce entre la pequeña historia, y la Historia con H mayúscula. Mientras la gran Historia se lleva a cabo, las personas continúan su pequeña vida, continúan amándose, detestándose, haciendo el amor, celándose, en suma, viviendo. Eso es Nadar Desnudas.

Las Torres gemelas – el 11 de septiembre de 2001- sacuden al mundo, en general, y el hecho histórico gravita también en esta historia de vínculos perdidos. ¿Cómo nace esta idea?

Las novelas se van gestando a sí mismas mientras uno las escribe. Cuando comienzo una novela, lo que tengo son imágenes, y también sentimientos con respecto a los personajes. El sentido último de la historia, sus asociaciones, se van produciendo en la medida que los personajes se van desplegando en la narración. Al comenzar a escribir Nadar Desnudas, no sabía que 30 años después de lo sucedido a Sophie, Morgana y Diego -los personajes de esta novela- una de ellos, Sophie, estaría mirando la televisión, y que las bestiales imágenes del ataque a las torres gemelas, la harían recordar ese otro 11 de Septiembre, el del golpe militar en Chile. Yo no sabía que removida por aquellos sentimientos, Sophie saldría en busca de su hermana perdida. La historia que ella ve por la TV es una historia real, la de un hombre que en medio de la caída de las torres toma las decisiones correctas y no solo se salva a sí mismo sino también salva a un desconocido. Varios de sus amigos, que tomaron otro camino, perecieron. Hay una relación aquí, que no sé si es evidente. Así como Brian Clark, movido por el instinto y la determinación, toma su destino en sus manos y logra salvarse, Sophie descubre que ella puede liberarse de los demonios de la memoria si se atreve a enfrentarlos, a mirarlos a los ojos, y actuar acorde.

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Carla Guelfenbein

 

¿Qué reflexión podés ofrecernos sobre “el abandono de los ideales”?

Creo que es importante distinguir entre el “abandono de los ideales” y la posibilidad de evolucionar, de cambiar. Es evidente que hoy nadie puede seguir mirando el mundo como lo hacía hace 40 años. Los paradigmas han cambiado, el mundo ha cambiado. No cambiar acorde, por muy revolucionarias que hayan sido las ideas en esos tiempos, hoy resulta una posición conservadora. El conservadurismo es justamente eso, resistirse al cambio, añorar que todo permanezca inmutable en esa primera visión del mundo que tuvimos cuando recién nos asomamos a él. Ahora, habiendo dicho esto, hay ciertos ideales que sí son inmutables, como por ejemplo aspirar a un mundo más justo, más equitativo, más abierto, por muy cliché que pueda sonar. Pero a esos ideales primarios, se van sumando otros. Hoy por ejemplo, el tema de los derechos homosexuales debiera ser fundamental en la agenda de cualquier movimiento político, y debiera ser parte también de los ideales de cualquier ciudadano que se asume como tal. Lo que hace 40 años hubiera parecido extravagante, hoy representa un ideal fundamental si queremos construir una sociedad más justa.

¿Qué opinás del “perdón sin verdad”?

Perdonar sin verdad es un perdón superficial, pasajero, está fundado en cimientos frágiles que pueden desmoronarse en cualquier momento.

¿Cómo puedes perdonar si no sabes qué estás perdonando verdaderamente?

El cinismo, la decepción, la complacencia y las contradicciones. ¿Qué podés decirnos al respecto?

En Nadar Desnudas, Sophie al recordarse años después de su padre asesinado por los militares, señala que de estar vivo, su padre no sería el mismo hombre que era. Se pregunta si acaso él habría renunciado a sus ideales, “como lo hicieron tantos otros de su generación”, según dice ella misma, y si en lugar del brillo dorado, “en sus ojos estarían instalados el cinismo, la decepción y la complacencia”. Esto se une a una de tus preguntas anteriores, a la diferencia entre abandonar los ideales, y la idea de que estos se van transformando con los tiempos. Es cierto que muchos hombres y mujeres que participaron activamente en el gobierno de Allende, un gobierno socialista, después se volvieron no solo grandes defensores, sino que también usufructuaron de los sistemas que una vez tanto repudiaron. Pero también hubo otros, a quienes la realidad les fue mostrando nuevas facetas, nuevos matices de la historia, y que fueron cambiando acorde. Como decía antes, quien niega el derecho al cambio, incluyendo el cambio de parecer, se vuelve el más conservador de los conservadores.

Muchos jóvenes chilenos que apoyaron al presidente Allende, después del cuartelazo que rompe las instituciones, debieron refugiarse en la embajada argentina, pedir asilo político y llegar a Ezeiza. Lamentablemente, después de reunirse algunas autoridades argentinas con Pinochet y su ministro Huerta, cambia la suerte de aquellos jóvenes; a partir de agosto de 1973, son perseguidos, detenidos y, muchos de ellos, asesinados. ¿Conociste algún hecho puntual, alguno de estos casos?

Un amigo muy querido, Roberto Brodsky, escribió una bellísima novela, “Bosque Quemado”, donde describe su propia experiencia en Buenos Aires durante esos años. Eran años en que aparecían cuerpos de exilados chilenos en los alrededores de Ezeiza, y las cacerías de la triple A ocurrían a plena luz del día, a vista y paciencia del gobierno de Isabel Perón. Una mañana, a fines del 75, las autoridades los fueron a buscar al departamento de Charcas donde vivían con su padre. Roberto tenía 17 años. Ambos lograron esconderse en el subterráneo, y cuando salieron, unas horas después, su vida había cambiado. Su padre se ocultó en casa de unos parientes, y Roberto en la de un amigo, Daniel Tarnopolsky. Sin embargo, pronto les llegaron noticias de que allí no estaba a salvo, y tuvo que ocultarse en casa de otros amigos. Después de un largo periplo, Roberto logró reunirse con su padre en Venezuela. Fue allí donde se enteró que no mucho después de su partida de la casa de los Tarnopolsky, esta fue allanada. Se llevaron a los padres de Daniel, a su hermana y a su hermano. Todos ellos siguen hasta el día de hoy desaparecidos. Daniel no estaba en casa en esos momentos y sobrevivió. Roberto hasta el día de hoy siente que morirá pensando en la deuda que tiene con la familia Tarnopolsky.

“Desaparecer” e “identidad”, ¿Podés resumir, en una única frase, ambos conceptos?

Desaparecer es la catástrofe de la identidad

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El olvido como estrategia, ¿a dónde lleva?

Uno de los lemas de las familias que sufrieron la represión de la dictadura ha sido justamente el de “No Olvidar”. No olvidar para no repetir la barbarie, no olvidar porque en la memoria está la identidad de un país. El olvido lleva a la barbarie, a la no historia, a la no identidad.

La culpa está muy presente en esta historia, ¿Cómo te relacionas con ella?

Hace un par de semanas me llamó la atención un artículo de The Wall Street Journal que versaba sobre la culpa de los norteamericanos ante la idea de dejar un libro a medias. Su gran preocupación es qué van a pensar de ellos los demás si no son capaces de terminarlo. Pero el descubrimiento más relevante radicaba en el hecho de que las personas que se dan el permiso para dejar un libro de lado porque no les interesa, o por cualquier otra razón, logran leer un 100% más de libros durante un año que aquellos que persisten por cumplir con mandatos sociales o autoimpuestos. Hay un claro paralelo entre el asunto de los libros a medias y la culpa en general. Para empezar, la culpa, en gran medida, es un asunto social. Tal vez no consciente, pero que funciona implacable en el trasfondo de nuestra conciencia. Siempre hay alguien que nos está mirando. Ese ojo vigilante que nos regaña, esa mirada externa que nos martiriza y exige, y a quien nunca podemos complacer. Así como los norteamericanos descubrieron que dejar un libro sin el peso del sentimiento de culpa aumentaba sus lecturas, estoy segura de que abandonar la idea de hacer todo perfecto, dejar lo prescindible de lado, optimiza nuestras labores. Yo hace tiempo que renuncié a cambiar un enchufe, además de otra infinita cantidad de labores e imposiciones. Hace tiempo que decidí que lo mío era escribir, y que si lo hacía bien, era más que suficiente. Así como los norteamericanos se sienten culpables de dejar un libro a medio leer por lo que los demás podrán pensar de ellos, la mayoría de los mortales estamos destruyendo nuestro sistema nervioso y deprimiéndonos por la misma razón. Solo que dejar un libro a medias no le hace daño a nadie, y la culpa nos está matando, y matando a quienes nos rodean.

Sobre El Autor

Ex funcionario de carrera en la Biblioteca del Congreso de la Nación. Desempeñó el cargo de Jefe de Difusión entre 1988 y 1995. Se retiró computando veinticinco años de antigüedad, en octubre de 2000, habiendo ejercido desde 1995 la función de Jefe del Departamento de Técnica Legislativa y Jurisprudencia Parlamentaria. Fue delegado de Unión Personal Civil de la Nación (UPCN) - Responsable del Área Profesionales- en el Poder Legislativo Nacional. Abogado egresado de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la U.B.A. Asesor de promotores culturales. Ensayista. Expositor en Jornadas y Encuentros de interés cultural. Integró el Programa de Literatura de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Se desempeña en el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq. Es secretario de Redacción de Evaristo Cultural, revista de arte y cultura que cuenta con auspicio institucional de la Biblioteca Nacional (M.M.)

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