Según los investigadores de las religiones comparadas, las tradiciones navideñas hunden sus orígenes en las antiguas celebraciones paganas. En los cultos solares originados en el Cercano Oriente y que se generalizaron en el Imperio Romano, el 25 de diciembre era considerado el día de nacimiento del Sol pues, a partir del solsticio invernal en el hemisferio Norte, comienzan a alargarse los días. Las leyendas hablaban de la Virgen Celeste que esa noche daba a luz a su hijo. El Sol Invicto era, asimismo, identificado con el dios persa Mitra, adorado por los legionarios romanos, y cuyo nacimiento también coincidía con el 25 de diciembre.
Los Padres de la Iglesia sustituyeron el culto a los antiguos dioses por la conmemoración del nacimiénto de Cristo, Luz del Mundo, que hizo pasar al hombre de la oscuridad del pecado a la esperanza de la salvación eterna. Paulatinamente, la conversión de los pueblos europeos al cristianismo cambió el sentido original de la fiesta, conservándose, no obstante, muchos elementos de indudable orígen pagano. Su principal filiación es con las tradiciones de los sacerdotes druidas, sacerdotes de la religión de los celtas, pueblo que habitó entre otros lugares, Francia, España, Irlanda y Escocia. También llamada Yuletide –palabra derivada de Yule, que en lengua celta significa rueda–, se vincularía a la trayectoria del disco solar y al retorno desde la oscuridad y el caos que precede al alargamiento de los días y la espera de la primavera.
El leño navideño, llamado Christbrand en Alemania y Tréfoir en Francia, era un pesado trozo de roble que se transportaba desde el bosque hasta la aldea, adornado con ramas de muérdago y cintas de colores.
El leño se encendía en el hogar y se consumía lentamente a lo largo del año. Las cenizas del leño del año anterior se esparcían por los campos para darles fertilidad durante los doce días que van desde Nochebuena a Reyes.
El muérdago, que era la Rama Dorada de los celtas, se colgaba de los techos y con él se formaban las coronas navideñas con que en la actualidad adornamos nuestras puertas.
Símbolo del amor, dicen que la pareja que se besa bajo el muérdago permanecerá unida por el mágico encanto de la planta.
Roble y muérdago eran las dos plantas sagradas de los druidas, porque representaban los poderes masculinos y femeninos, los opuestos necesarios para la continuación de la vida.
En cuanto al Árbol de Navidad, fue llevado de Alemania a Inglaterra por el príncipe Alberto, esposo de la Reina Victoria, que lo convirtió en elemento característico de la celebración navideña; de allí, al resto del mundo. Su antecedente en los cultos paganos era el abeto de Odín, dios supremo de los germanos. También el cristianismo incorporó las luces y esferas luminosas que representaban en el Árbol Cósmico al Sol, la Luna y las Estrellas. Hoy suele coronar el árbol una estrella que recuerda a la de Belén, que guió a los pastores y los magos hasta el pesebre de Jesús.
Un personaje inseparable de la Nochebuena es Santa Claus o Papá Noel. Antiguamente, el dios Odín aparecía en el solsticio de invierno brindando sus dones a los hombres. Coincidentemente se identifica su figura con San Nicolás, obispo de Myra, de quien se dice que se complacía ayudando a los pobres y dando obsequios a los niños; viaja en un trineo tirado por renos y entra por la chimenea, que es la puerta de las casas abierta hacia el cielo. Los niños colgaban junto a la chimenea sus zuecos o colgaban sus medias para recibir los regalos.
Otra tradición afirma que la mesa de Nochebuena no debe ser recogida, porque los restos de la cena servirán de alimento a ángeles y espíritus familiares protectores de la casa. Asimismo, tanto el árbol como el pesebre permanecerán hasta la Noche de Reyes. Ese día, recordando las viejas costumbres, deberán ser desarmados y el muérdago quemado.
Como vemos, diversos pueblos han coincidido en ligar el solsticio de diciembre con dioses del bien y la luz, dándole a esta época del año un sentido de alegría, de unión familiar, de renovación y paz.