Escurrí el saco de té con mis dedos, probé un sorbo, prendí la televisión y maldije haber dejado hervir el agua. Mientras percibía cómo el líquido se desparramaba quemando mi interior apagué la televisión sin entender quién la había encendido, posiblemente un fantasma.

La infusión hizo de mi cuerpo la envoltura de un volcán, en su interior inquieta lava roja se apoderó de mi sangre. Abrí un ventanal y asomé la cabeza, fulgurosas luces brotaban queriendo encontrar su lugar en un abismo oscuro y poco profundo, hojas amarillas de otoño se alzaban por debajo de un cielo que no supo alumbrar ni deslumbrarme. Esa maldita frase no dejaba de repetirse en mi mente, alcanzaba a oír su tono de voz, siniestra y perturbadora me susurraba al oído unas palabras; luego comprendí que fue él quien había encendido la televisión.

Cansada de esa presencia inquietante entorné los ojos y en el interior de mi taza vi peces, como cristales enjabonados, en un armonioso caldo celeste, que flotaban y se desplazaban anhelando encontrar algo para buscar.

Los aprecié moviéndose en su líquido, como espejos encandilaban mis ojos. Para estudiarlos, los elegí de a uno y concentrada en su paseo los contemplé. Me contaron que eran felices y libres en las profundidades de mi taza, vivían cada instante como si fuese ese solo su vida entera. Desee intensamente ser uno de ellos, yo también quería ser un cristal, un espejo, un jabón y un pez. El deseo se convirtió en desprecio, y ese fue el que me impulsó a beber ese caldo o ese té; no estaba caliente pero igual me sentía un volcán. Noté como las criaturitas pasaban de mi boca a mi faringe patinándose en mi garganta. Su insistente movimiento me produjo cosquillas e involuntariamente las expulsé al piso, estaban muertos.

Me dispuse a retomar el té ahora que ya no quedaban cristales, pero estaba sentado en mi silla, quedé paralizada. Con sus ensangrentadas manos me hizo gestos para que permanezca en silencio, luego bebió de mi taza; no podía hacer más que mirarlo.

Elaborando un sonido repulsivo se lamía las manos y murmuraba en mi oído unas palabras que tal vez por culpa de mi desconcierto no conseguí descifrar.

Clavó sus ojos en los míos, pude notar cómo sus pupilas se dilataban y encontré mi ajeno rostro en el espejo de sus ojos abiertos demencialmente. Comprendí que nunca antes me había mirado, recién en ese momento me conocí realmente. Se reía, me miraba y me reía. Volvió a lamer sus manos de bestia.

Vi cómo sus espejos abiertos recorrían lo que se alojaba debajo de mis ojos, ya no creía tener un cuerpo, yo era solo mi mirada.

Apretó sus puños y vociferando los lanzó regresándolos a su boca llenos de lava roja. Padecí un profundo dolor en el abdomen y descubrí que me había herido. Cuando levanté la vista ya no estaba, se había ido dejando abierto el ventanal. Abatida lo cerré.

Temblando de dolor, frío y miedo, distinguí su sombra en la pared y escuché su voz, siniestra y perturbadora me susurraba al oído unas palabras; entendí que ya era hora de acabar con él.

Empuñé un cuchillo y sin saber si de algo serviría, me escondí. Quise hundirlo en su pecho pero antes de poder atravesarlo su sombra desapareció, no pude verla más.

Retomé mi té, ya no estaba caliente pero igual me sentía un volcán. Sin conseguir terminarlo experimenté un hormigueo penetrante en un oído, que avanzaba paulatina y fastidiosamente hacia dentro hasta que se instaló en mi cerebro; aseveré que era su sombra. Oí su risa, nunca había sido tan claro el tono de su voz, siniestra y perturbadora me susurraba al oído unas palabras. No había más remedio que descuartizarlo, supe perfectamente dónde enterrar el cuchillo.

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Carolina Mastrangelo nació en Buenos Aires en 1998. Actualmente cursa cuarto año del Colegio Paideia. Estudia dibujo y pintura y disfruta leer y escribir.

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