Es infrecuente, en nuestros días, cruzarse con algo y saber, antes de que el tiempo lo confirme, que se trata de una obra maestra, de esas que merecen superar lo efímero de sus condiciones de publicación. Eso, justamente, es lo que ocurre con la etapa del guionista Jason Aaron al frente de Thor.
Al igual que Superman, Thor es un personaje muy difícil de escribir y desarrollar, ya que carece de debilidades humanas. Son ambos, uno elíptica y el otro explícitamente, dioses. Los grandes guionistas consiguen que esos seres tan lejanos y ajenos se transformen no en personas corrientes -porque eso a nadie le interesa, salvo que sea devoto del minimalismo pasado de moda- sino en seres queribles, admirables.
Ya en el primer volumen Jason Aaron plantea, con genialidad, su estrategia para abordar a Thor: contar en paralelo su juventud en los países escandinavos durante el imperio de los vikingos, su adultez en nuestros días y su vejez cuando sea un rey solo, tuerto y decadente. Mezcla, así, el ímpetu de la juventud, la responsabilidad de la adultez y la desazón de la vejez, constituyendo tres miradas sobre lo mismo: enfrentarse al mal -o a lo que adquiera ese rostro, eventualmente-. El carácter tripartito -que se retroalimenta- hace que Thor sea, en su espíritu, lo que somos: personas que a la vez tenemos voluntad, que conocemos nuestras limitaciones y que sospechamos que nada de lo que hagamos valdrá la pena. Las tres cosas a la vez, coexistiendo, contradictorias y combustibles como motor del alma.
Una de las mayores virtudes de Aaron es que sabe explotar la violencia como vía de comprensión, como momentos expansivos posteriores o previos a instantes íntimos donde el ser queda desnudo. Como ejemplo puede citarse, en el segundo tomo, un extraordinario diálogo entre Thor y el trueno del cual él es deidad. En él, el personaje dice qué aprendió de cada ser: “de mi padre el miedo, de mi madre la piedad y todo el resto lo aprendí de vos”, dejando al lector extasiado al contemplar que Jason Aaron hace lo que pocos consiguen: reinterpretar algo que conocemos para transformarlo en algo novedoso, único e indispensable.
Párrafo aparte merecen los dibujos de Esad Ribic, que convierten cada página en una obra de arte insoslayable.
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