En su estudio sobre lo siniestro, Freud diferencia los cuentos de hadas de los cuentos de terror. En los primeros, se abandona de entrada el terreno de la realidad y se toma partido por las convicciones animistas. De este modo se entiende, por ejemplo, que no dé impresión el hecho de que Blanca Nieves resucite en su ataúd. A ningún lector, niño o adulto, se le ocurre que la líder de los siete enanitos protagoniza una historia de miedo; esto es porque las reglas del juego están bien claras. “Muy distinto —dice Freud — es si el poeta aparenta situarse en el terreno de la realidad común. Adopta entonces todas las condiciones que en la vida real rigen la aparición de lo siniestro, y cuanto en las vivencias tenga este carácter, también lo tendrá en la ficción. Pero en este caso el poeta puede exaltar y multiplicar lo siniestro mucho más allá de lo que es posible en la vida real, haciendo suceder lo que jamás o raramente acaecería en la realidad. En cierta manera, nos libra entonces a nuestra superstición, que habíamos creído superada; nos engaña al prometernos la realidad vulgar, para salirse luego de ella…”
Este, el segundo, es el caso de los cuentos que conforman La escalera del miedo, de María Laura Dedé, un libro de la colección Galerna Infantil. Nos enfrentamos a historias que sí dan miedo. Sin embargo, este encuentro con la piel de gallina sucede de a poquito y pelo a pelo. La autora nos da la bienvenida con una pequeña e inocente escena familiar, con una leyenda urbana y ¡hasta con un chiste! Pero de pronto: Milanesa, un cuento que, a pesar de mis treinta y pico y varias canas, logró dejarme helada y con los ojos bien abiertos. De ahí en más, todo es enganche a través de protagonistas que se encuentran en las atmósferas ideales para el terror: un campamento, el juego de la copa en la casa de un amigo, una mansión misteriosa llena de perros, una anciana en la sola compañía de sus plantas, una escuela de baile abandonada. Hay narradores en primera persona que aseguran haber vivido tamañas experiencias; hay otros que cuentan la historia que algún amigo (o el amigo del amigo del amigo) le contó; hay narradores en tercera persona y hasta un diálogo que oficia de segunda parte.
“Elsita tenía muchas plantas en su patio de toldo gris. Yo, desde el taller, podía verlas. Tenía unas con hojas chiquitas y moteadas, otras de tronco grueso y con hojas así, que caían, varios potus y una trepadora que después supe que se llamaba ampelopsis. Tenía muchas plantas y eso la entretenía. Sacaba una hoja fea, cortaba una rama seca, rociaba un pimpollo o revolvía un poco la tierra. Y, mientras hacía eso, yo escuchaba un murmullo triste que le salía de las tripas:
—Vení, hijo, vení…
Pero se hacían las cinco, las seis, las siete…y se hacía la ausencia, también, y ella se iba marchitando. Con el pelo opaco, la piel reseca y los ojos embichados, a eso de las siete siempre me tocaba el timbre y me ofrecía una bandeja”.
“La playa era un paraíso. Arena espumosa, médanos para escalar y rodar, matorrales, sol…pero, sobre todo, vacío. Ni un alma.”
“A medida que se aleja del fuego, la noche va comiéndose las cosas. Queda apenas el lunar de luz que sale de su linterna. Sus pasos crujen sobre las hojas, las ramas, quizá también sobre otras huellas. Entonces, se tropieza con una raíz levantada y se cae. La linterna rueda y se apaga”.
Hay historias que prometen quedarse en la memoria, como aquellas Manos de Elsa Bornemann, que en el momento de la lectura asustaron hasta el cielo e hicieron difícil conciliar el sueño, y que hoy se recuerdan con tanto cariño. La escalera del miedo, de María Laura Dedé, tiene todos los condimentos para instalarse y moverse así, de los escalofríos al recuerdo entrañable, a través del tiempo.
Contame cómo fue la transición de diseñadora gráfica a escritora.
Fue cuando cumplí treinta y tres que, después de veinte años de letargo, volví a mi deseo primigenio. Porque de chica la tenía clarísima: a los nueve años publiqué una poesía en el diario «La Nación» anunciando que quería ser escritora. Pero de adolescente ese deseo se me escurrió de las manos, como la misma infancia, entonces estudié Diseño Gráfico en la UBA. Me gustaba. Me esmeraba. Me salía bien. Trabajé en agencias, estudios, tuve el mío propio con varios empleados, ganaba plata. Pero el 2002 fue el año bisagra. Con mi entonces esposo y mis dos hijas habíamos emigrado a España a terminar de tocar fondo los dos. Eso hicimos, y de ese abismo nació (o renació) la escritora. En mi afán de hacerla crecer, tardé otros diez años en reconciliarme con la María Laura diseñadora y entender que ambas pueden convivir sin lastimarse. Ahora disfruto muchísimo de generar proyectos -sola o con un ilustrador- en el que intervenga también el diseño.
A la hora de escribir, ¿tenés una edad o rango de edades, un lector en mente, o soltás la pluma y después ves?
Las dos cosas. Quizás el diseño grafico, justamente, me dio esa versatilidad: me encanta escribir a pedido. Decime «necesito un poema sobre el kultrún para primer ciclo, preferentemente en una métrica popular, con rima en versos pares, estrofas en octavillas y no más de 1500 caracteres» y soy feliz. (Bueno, justo eso no porque ya me lo dijo este año Puerto de Palos). Pero también soy feliz cuando las palabras salen de repente porque sí, porque erupcionan, entonces no pienso en nada. Después se hacen libro o no: eso es solo un efecto secundario.
¿Quiénes son tus referentes?
Y… de chica, por ejemplo, Walter Yonsky, Bornemann (con «Manos», también, claro), los cuentos del Chiribitil y especialmente María Elena Walsh. Estuve tanto tiempo llorando frente a su ataúd en SADAIC, que el de seguridad se me acercó y me preguntó si era un familiar. Claro, iba a decirle: si es mi mamá. De adolescente podría haber tenido (o tuve) pósters del Che, Folon, Lorca, Tolouse Lautrec, Dalmiro Saenz, Mercury o el gran Charly, por citar algunos. Y ahora… ahora sigo admirando a aquellos que marcan nuevos caminos. Propios, personales, únicos. Caminos que crean ellos y saben pisarlos fuerte, entonces queda en nosotros la huella.
¿Mi referente personal? Mi pareja. Cada día Franco Vaccarini me abre su mundo y su manera de mirarlo, entonces yo nado y nado. Lo aprehendo, aprendo. O a veces también se lo prendo un poco a él con mi lamparita… quién dice…
Cuando vas a las escuelas, ¿qué te dicen los chicos? ¿Te acordás de algo que te haya llamado la atención?
Uy… ir a las escuelas es algo que hay que aprender, también. Porque uno puede ir a una escuela y que no pase nada, o por lo menos poco: la maestras dirigen las preguntas (más o menos las de siempre) y uno contesta con el casete que, visita tras visita, se fue grabando solito. Pero qué triste, qué aburrido. Por eso siempre hay que estar atento a lo espontáneo y a reinventarse uno mismo ante cada situación.
Los chicos suelen decirme que me quieren mucho y me dibujan un corazón. Muchas veces se acercan y me abrazan, o me murmuran un halago al oído y me preguntan cuándo vuelvo. Eso es hermoso. También, algunos, que quieren ser escritores o que tengo la misma edad que su mamá (por ahora…). ¡Ah! Y algo gracioso que hacen es levantar la mano apenas anuncio un juego en el que van a tener que levantar la mano, o bien la levantan para hacerme una pregunta y después se olvidan lo que querían preguntar.
Hablando de sacarse el casete y reinventarse, la última vez que me lo saqué pasó algo extraordinario. Fue durante mi representación de títeres «El regalo para Juana», en la que, en un momento, presento a las «cien hermanas» de Juana, que es una cinta con cinco mini-ranas atadas una a otras. Hasta ahí, como siempre. Pero esa vez se me dio por hacer hablar a las hermanas. Hablaban por turno: la primera dijo que ella quisiera que ese día fuera SU cumpleaños y no el de Juana, porque a ella le encantaba festejar sus cumpleaños. Después le tocó a la segunda, que dijo todo lo contrario: ella no quería festejarlo nunca porque no tenía con quién: no tenía amigos. Nadie quería ser su amigo. Ya le tocaba hablar a la tercera hermana cuando, desde el fondo, muy vehementemente, una nena gritó: «¡Yo sí quiero ser tu amiga!» «¡Yo también!», dijo otro. Después otro, otro, otro, como diez más. Todos querían ser su amigo. Y lo gritaban con tanta convicción que te juro que los dos nos emocionamos.
Por último, me impactó mucho lo que pasó en Carcarañá a principios de este año en un taller de escritura para adolescentes. Con mi libro «Magia de Al-Muhadá» como disparador, di una consigna de escritura: crear un acto de magia personal. Para Mauro, el tema podría haber sido «la vaca» o cualquier otro, daba lo mismo. Él quería contarnos a todos su historia: que por componer canciones de rap se salvó de morir de una sobredosis. Casi nadie lo sabía, y ese día Mauro pudo ponerlo en palabras. En el recreo, cuando nos quedamos solos, me contó que la policía lo busca para que robe, cómo lo estigmatiza la gente y que ojalá este año no vuelva a repetir primero. Después me cantó un rap buenísimo. Está grabando un CD.