Patricia había empezado a escribir un relato en el que hablaba de sí misma. Después de dos carillas no pudo seguir adelante. Era demasiado dolor para ella tratar de explicar en la famosa “página en blanco” el sentimiento de pena que padecía ese día.
Lo abandonó. No porque quisiera dejar de escribir. En algún momento de su vida lo retomaría.
Sonó el teléfono. La llamaba una antigua conocida que había visto casualmente por la calle, deteniéndose unos minutos para intercambiar una conversación circunstancial del estilo “¿Qué fue de tu vida?” o “¿Te casaste, tenés hijos, nietos?” y demás temas por el estilo.
Ellas nunca habían sido grandes amigas pero sí compinches del barrio, sus cruces siendo adultas se habían limitado a las calles centrales donde tarde o temprano tenían que verse, ya que ninguna de las dos se había mudado a otra zona y no había más remedio que recurrir a las avenidas y lugares más frecuentados. En esos casos ni se detenían sino que pasaban saludándose rápidamente con un esbozo de sonrisa, o con un “hasta pronto”.
Sin embargo a pesar de no haber sido nunca íntimas amigas, ambas sintieron en su último encuentro fortuito, casi de inmediato, que algo de su pasado volvía en ese momento y que además de las banalidades del caso podrían compartir asuntos más privados, y tal vez hasta contar una con otra en alguna ocasión.
Se intercambiaron teléfonos fijos y celulares, direcciones y horarios apropiados para conectarse.
Esta conocida de Patricia se llamaba Bárbara, nombre que en sus tiempos juveniles se había puesto de moda por una cantante que le gustaba a su madre y a su padre, aunque él no se atrevía a confesarlo ya que le parecía que ese estilo no era “para hombres”.
Patricia siguió caminando rumbo a una boutique que solía frecuentar, necesitaba comprarse algo que le produjera alguna satisfacción. Llegó al lugar, vio y se probó de todo pero no compró nada. Ese día no podía haber para ella alegrías, por pequeñas que fuesen.
En ese momento recordó a Bárbara, y se preguntó si aquel encuentro fortuito le traería alguna alegría a la brevedad. Decidió llamarla lo más pronto posible. Algo le decía que le traería sorpresas agradables. Aunque no imaginaba cuales tenía la intuición de que se trataría de una especie de cambio de rumbo en su vida, hasta allí bastante poco satisfactorio por cierto.
Justamente el día que Patricia tomó esa decisión fue el mismo en que la llamó Bárbara.
Grande fue su sorpresa cuando atendió el teléfono y escuchó su voz. La reconoció inmediatamente.
– ¿Sos vos Bárbara? No me vas a creer pero hoy estuve pensando en llamarte.
– ¿No digas? ¿Sabés que no dejo de acordarme de vos y de nuestras travesuras de chicas desde el último día que nos vimos?
– Te cuento que me ha pasado lo mismo. Creo que deberíamos encontrarnos y charlar un poco más sobre nosotras. Hasta el momento sabemos muy poco una de la otra. Te he visto por el barrio con dos chicas adolescentes que me imagino deben ser tus hijas.
– Sí, son Jimena y Mariela. Vivo sola con ellas desde que se fue Luis hace ya más de cinco años.
– Bueno, luego me contás más detalles o lo que tengas ganas de contarme.
– Yo no tengo hijos- aclaró Patricia- Estuve casada casi quince años, me separé y desde entonces vivo sola. Me explayaría un poco más tomando un cafecito.
– Claro ¿qué te parece este jueves a las seis de la tarde? Yo salgo de la oficina a las cinco y a esa hora llegaría perfectamente. ¿Te viene bien?- propuso Bárbara.
– Sí, yo trabajo tres días a la semana en una escuela secundaria, doy clases de literatura a la mañana y de historia a la tarde. Y justo los jueves tengo las tardes libres, así que no tengo problema- comentó Patricia.
– ¿Te parece bien en The Friends, el de la esquina de Triunvirato y Olazábal.
– Está muy bien. Te comento que cuando yo tenía unos pocos años más que tu hija mayor, pasaba muchas tardes en ese lugar. Y cuando crecí un poco, también muchas noches. Después no fui más, aunque siempre paso por allí- respondió Patricia.
– Nos vemos el jueves entonces, cariños.
– Sí, allí estaré.
Patricia concurrió como de costumbre el lunes y el miércoles a la escuela donde ejercía como profesora de literatura y de historia. La docencia no era precisamente su pasión, y no hubiera querido dedicarse a eso si no fuera porque sus padres habían insistido tanto en inculcarle desde chica que lo mejor para una mujer era ser maestra o profesora.
Cuando empezó a estudiar primero Historia y después Letras, pensó que podía llegar a dedicarse a investigar sobre algún período o hecho histórico en particular, a escribir o bien las dos actividades al mismo tiempo. Inocentemente hasta creyó en cierto momento de su carrera que le sería posible vivir de eso. Luego notó que no tenía suficiente talento ni paciencia como para desplegar estas actividades intelectuales y habiendo terminado hacía unos cuantos años la universidad continuaba como secretaria en la empresa de su tío.
Resultó que el tal tío era notoriamente insoportable. Le estaba agradecida por haberle dado la primera oportunidad laboral de su vida, sin embargo pensó que su título universitario la podía habilitar para hacer algo diferente a la redacción correcta de cartas comerciales y a servir el café a los visitantes de su jefe. Esto no le ofrecía las mínimas satisfacciones que esperaba de un trabajo. Fue entonces cuando empezó a buscar empleo como docente. Por el momento no se le presentaba otra opción potable.
Encontró con bastante rapidez dos puestos vacantes en un colegio católico denominado “Santa Bernardita” que tenía su sede en el barrio del bajo Belgrano.
Bárbara, por su parte, al terminar su secundario ya había conocido a Luis. Cuando dio por cumplido el asunto del noviazgo, aceptó gustosamente la propuesta de casamiento hecha por su novio hacía ya tiempo. A esta decisión se sumaba que no tenía las más mínimas ganas de estudiar y prefería dejarse llevar por las circunstancias y hacer lo que se esperaba de ella y en general de todas las muchachas jóvenes de su tiempo.
Poco después de casarse tuvo a sus dos hijas ahora adolescentes.
No sabía ni pretendía saber por qué motivo tenía ganas de encontrarse con Patricia. Pensó que sería simplemente a causa del aburrimiento en el que transcurría su vida de madre separada y responsable, dado que su ex marido no tenía mucho contacto con sus chicas, por más que apareciera periódicamente para darles unos pesos e invitarlas a cenar.
Ella por su parte había salido con un par de hombres que le interesaron en un primer momento y luego de algunas citas terminaban aburriéndola profundamente.
Pensó que tal vez este encuentro con su compinche de infancia significaría algo en su vida, que por supuesto no tenía nada que ver con atractivos por mujeres. Nunca fue esa su inclinación y estaba prácticamente segura que tampoco la de Patricia. Y si así lo fuese, solo se trataría de frenar la cuestión y olvidar el tema.
El jueves a las seis entró Bárbara a The Friends, buscó una mesa desde donde pudiera ver la puerta y la ventana para esperar a Patricia.
Diez minutos más tarde llegó su amiga. Al verla entrar, casi inmediatamente sintió que aparecía su infancia, la casa donde vivían sus padres, los juegos infantiles, los llamados de su madre para comer o para que entrara y terminara de callejear. De pronto se borró de su memoria su presente, su ex marido, sus hijas, su departamento actual.
Patricia se sentó enfrente de ella. Después de los consabidos saludos empezó a hablar sin parar. Le contaba sobre su matrimonio fallido, su trabajo como docente, sus frustraciones como investigadora universitaria, sus alumnas rebeldes y demás cuestiones que poblaban su vida actual.
Bárbara la escuchaba sin demasiado interés porque su mente seguía llena de recuerdos y su atención estaba en ellos más que en esa mesa de The Friends.
– Bueno, Patricia me parece que aunque noto cierto disgusto en tu relato, tampoco podría decirse que hayas tenido graves problemas. Te puedo comentar sobre mis historias y verás que yo tampoco los he tenido. Y aquí estamos charlando amigablemente en una confitería del barrio donde nacimos.
– Por supuesto que quisiera escuchar algo de tu vida pasada y presente ya que lo único que sé de vos es que estás divorciada y que tenés dos hijas, muy bonitas por cierto.
A continuación Bárbara pasó a realizar un racconto de su vida tratando de ser lo más sintética y escueta posible. En realidad no estaba segura de que todo eso tuviera alguna importancia, pero era una forma de presentarse y de conocerse mutuamente.
Se hicieron las nueve de la noche y ambas mujeres casi al unísono dijeron que se había hecho un poco tarde y estaba muy frío afuera. Llamaron al mozo, pidieron la cuenta y se fueron. Se despidieron amigablemente con un beso en la mejilla y con un “Hablamos pronto”.
Sonó el teléfono en lo de Patricia.
– Hola, soy Bárbara ¿cómo dormiste?
– Bien, muy bien ¿qué raro tan temprano?
– Si quería llamarte antes que partieras para la escuela ¿Nos vemos a la tarde o noche? Ayer sentí una gran alegría por habernos encontrado y me gustaría continuar una amistad con vos. Después de todo, las dos estamos solas, porque como te comenté con mis hijas no puedo contar mucho, y además hoy se van a comer con su padre, de modo que tengo la noche libre ¿Qué te parece?
– Me parece una excelente idea; yo ando necesitando una amiga, realmente me caíste muy bien y estuve muy cómoda con vos.
A partir de ese momento se encontraban casi a diario, o hablaban largamente por teléfono. Se hicieron inseparables. Y cada una de ellas contaba con la otra para lo que fuese, paseos, enfermedades, cenas, cine, teatro y demás.
Una noche, cuando Patricia entró a su departamento, escuchó ruidos extraños. Más bien parecían risas y charlas de adolescentes. ¿Qué era eso? Recorrió las dos habitaciones, el baño, la cocina, el living, pero no apareció nadie.
Se dijo que seguramente esos sonidos provenían del departamento de al lado. Comió algo y se fue a su dormitorio a ver televisión antes de dormirse. Había sido un día agotador con sus alumnas que se portaron más que peor. Tardó un tiempo considerable en conciliar el sueño, sobre todo porque seguía escuchando esas voces.
A las cuatro de la mañana se despertó de un sobresalto. Al abrir los ojos sintió que los ruidos de la noche anterior ahora eran más nítidos. Eran dos jovencitas hablando y riendo.
– ¿Estás segura que te gusta el rubio?- preguntó una de ellas.
– Sí nena, además ¿no te diste cuenta como me mira?- preguntó la segunda.
– Eso no quiere decir nada, a mí también me mira con sus intensos ojos celestes como a todas las chicas de la manzana.
– Bueno, a ver si ahora nos vamos a pelear por uno de esos cancheritos con pantalones bombilla y aires de llevarse el mundo por delante. Mañana vamos a demostrarle que es un creído. Ya se me va a ocurrir algo que lo haga caer.
– Dejálo en mis manos Jimena, yo sé muy bien lo que hay que hacer con estos salames, tanto la profesora de historia como mamá tienen mucha experiencia en ellos y me contaron anécdotas muy interesantes. Te lo aseguro como que me llamo Mariela.
Después se disipaban las voces y al rato continuaron las risas.
Patricia decidió que todo esto era producto de su imaginación y que solamente se trataba de un gran cansancio y de las chiquilladas de sus alumnas mezcladas en el entresueño con los nombres de las hijas de Bárbara. Se dio media vuelta y siguió durmiendo.
A las ocho de la mañana cuando se levantó para desayunar y partir hacia su trabajo, no recordaba nada de los inexplicables sonidos de la noche anterior.
Solo sentía que extrañaba a alguien o a más de una persona, y que esos seres que añoraba la estaban necesitando. No dio mucha trascendencia al asunto y salió.
Bárbara se levantó y se dispuso a prepararse un té y unas galletitas con dulce dietético; luego de vestirse rápidamente, salió a la calle. En ningún momento recordó que sus hijas estaban esperando que ella las despertara para ir al colegio como lo hacía cada mañana.
Empezó a caminar y se quedó esperando en la parada de un colectivo que se dirigía a la zona de Belgrano. Al bajar se dio cuenta que no tenía la menor idea de para qué había ido allí. Supuso que sería para comprarse algo de ropa. Pensó que se acercaba la fecha del festejo del 9 de julio en la escuela y necesitaría alguna indumentaria adecuada para la ocasión. Lo que contaba para ponerse estaba demasiado gastado y quería estrenar algo nuevo. Inició su caminata deteniéndose en cada vidriera. No encontraba nada adecuado, lo que veía era solamente “para gente joven” y ella necesitaba algo más serio y clásico para la celebración de la fiesta patria.
Finalmente encontró un elegante traje de pantalón y saco de color rosa Dior, lo combinó con una camisa estampada en ese mismo tono y con algo de blanco y celeste. Le pareció muy apropiado ya que le tocaría a ella dar el discurso correspondiente de la fecha.
Conforme con su compra, regresó a su casa. Cuando abrió la puerta vio a dos adolescentes sentadas viendo televisión. “¿Quiénes son estas chicas?” se preguntó.
– Mami ¿qué comemos esta noche? – preguntó Jimena.
– ¿Perdón, de qué estás hablando?- dijo su madre- ¿Qué querés, qué estás haciendo en mi sillón? ¿De qué comida me hablás?
– Pero mamá- agregó Mariela- ¿qué te pasa, no te das cuenta dónde estás? Somos tus hijas y te esperábamos para cenar.
De pronto Bárbara reaccionó. Tuvo plena conciencia de ser una mujer divorciada con dos hijas adolescentes que estaban esperando verla llegar y que les preparara algo de comer. Raudamente se dirigió a la cocina, después de apoyar en una silla su bolsa con el traje rosa, se puso el delantal gastado y se fijó qué había en la heladera. Hizo, lo más rápido posible, una improvisada cena y les dijo a sus hijas que pusieran la mesa porque en menos de media hora estaría todo listo.
– ¿Qué te pasaba?- preguntó Mariela cuando se sentaron a comer las tres – Nos asustamos un poco ¿venías del médico?
– No querida, solo estaba un poco mareada por el trajín de la calle. Ya pasó. Comamos en paz y después vemos una película las tres.
Patricia se levantó temprano. Hacía varias noches que escuchaba esos ruidos de voces y esas risas adolescentes. Consideró que lo mejor sería tocar el timbre de al lado y decirle a sus vecinos que trataran de hacer silencio por las noches porque no podía dormir bien y tenía que trabajar.
Salió al pasillo y llamó a la puerta contigua a su departamento. Demoraron un poco en abrirle. Finalmente apareció una señora mayor que aún vestía su camisón y se había puesto una bata encima.
– ¿Qué se le ofrece a esta hora?- dijo la anciana.
– Señora, disculpe la molestia. Pero debo decirle que no puedo dormir con las charlas y las risas de sus nietas. Imagino que el dormitorio de las chicas debe estar pegado a la pared del mío. Le ruego que les pida que traten de hablar en voz más baja porque escucho todo y tengo el sueño bastante liviano.
– Señorita o señora, le aseguro que vivo sola. No tengo ninguna nieta y me acuesto temprano. No me gusta ver televisión antes de dormir. De manera que no sé de qué me está hablando. Tal vez esos ruidos provengan del departamento del otro lado, o de abajo o de la calle. Le pido encarecidamente que no me moleste. No me siento bien y quisiera volver a mi cama.
– Disculpe señora- respondió ciertamente turbada.
Patricia hizo la misma pregunta en los departamentos vecinos incluyendo el de abajo y el de arriba. En todos ellos vivía gente sola, mujeres mayores y un hombre solo y muy circunspecto. Ninguno de ellos tenía hijas ni nietas adolescentes.
Desconcertada volvió a su casa. Terminó de prepararse y se fue a su trabajo. De pronto recordó que le esperaba un día más que arduo en la escuela ya que en el festejo del 9 de julio y a ella le tocaba dar el discurso. Se miró al espejo y vio que no estaba vestida para la ocasión. En su placard encontró su trajecito rosa y su camisa floreada al tono. Se lo puso y partió.
El discurso que había preparado tiempo atrás para esta festividad le salió un poco errático. Ella no acostumbraba a leer cuando le tocaba hablar en esos casos; prefería recordarlo a grandes rasgos y exponerlo sin papeles. Ese día se le mezclaban los conceptos, se olvidaba las imágenes verbales elegidas, y le costaba tratar de reemplazarlas por otras. De todas formas no se percató de lo que le estaba pasando y de algunas frases incoherentes que decía. Pero sí lo notó la concurrencia. Y la hermana directora miraba a los padres que se movían inquietos en sus asientos y comenzó a pensar en cómo interrumpir a Patricia para evitar un bochorno mayor.
Decidió acercarse al coro de la escuela y pedirles que empezaran con las canciones patrias sin esperar el final de la disertación. Mientras tanto se dirigió al sonidista con el objeto de ir disminuyendo el volumen del micrófono hasta que se extinguiera sin más.
Al concluir el acto y una vez que se hubo retirado el público y los alumnos, se aproximó a Patricia.
– ¿Qué te pasaba?- preguntó sor Elena – ¿no te sentís bien? Tal vez estés un poco mareada y tengas un poco alta o baja la presión ¿Querés que te acompañe a una guardia?
– No hermana, estoy bien ¿Por qué me pregunta eso?- le dijo Patricia.
– Pues hija, por momento has dicho unas incoherencias bastante notorias y te has ido por las ramas, mencionaste a una amiga de tu infancia y los años transcurridos y a dos muchachitas llamadas Jimena y Mariela, que no venían para nada a cuento en esta fiesta patria. Estoy segura que algo te ha pasado, y es necesario que pronto te hagas ver por un neurólogo.
– No se preocupe sor Elena, le repito que estoy bien. Lo único insólito que podría decirle es que no me acuerdo una palabra de lo expuesto frente al micrófono.
– Bueno Patricia, sos una mujer grande. Yo no te puedo obligar a nada pero te aseguro que si se repite un episodio como el de hoy o noto que en otro momento comenzás a divagar nuevamente, voy a tener que tomar otras medidas. No puedo aceptar que una profesora de mi plantel esté dando clases si tiene algún problema neurológico, psicológico o algo por el estilo. Esa es mi responsabilidad.
– Está bien hermana. Estaré atenta y si tengo otro síntoma consultaré a quien corresponda- finalizó Patricia ya molesta por el llamado de atención recibido.
Cuando salió de la escuela caminó un rato para despejarse, no podía sacar de su cabeza lo que le había dicho la hermana Elena. Se preguntó si sería la monja la que estaba desvariando.
Esa noche Bárbara y Patricia cenaron juntas otra vez. Patricia omitió el suceso de la mañana. Al ver llegar a su amiga al restaurant le sorprendió el trajecito y la blusa que llevaba puestos, prácticamente iguales a los que ella usó para la fiesta escolar. A su vez Bárbara ni mencionó que estaba estrenando esa ropa recién adquirida.
Conversaron sobre bueyes perdidos y decidieron retirarse más temprano que otras veces ya que ambas estaban muy cansadas.
En esa charla más bien trivial entre las que ya se consideraban amigas, Patricia había mencionado algo sobre su separación de Marcelo, su primer y único marido. Lo que comentó fue que se venían llevando bastante mal y que él se encontraba molesto con su trabajo en la escuela. Se trataba de un hombre educado por padres mayores que le habían inculcado que debía mantener la casa y que su mujer no tuviese necesidad trabajar afuera. Por otra parte también le resultaba frustrante el tema de los hijos.
Habían intentado varios tratamientos de fertilidad sin resultado alguno. Como Marcelo tenía esa especie de “deuda” pendiente con sus padres que esperaban ansiosamente un nietito en algún momento de su matrimonio con Patricia, comenzó a probar suerte por otra parte, siempre pensando que la infertilidad se debía a ella, aunque nunca eso estuvo claro y ninguno de los dos se había atrevido a preguntarlo con exactitud en el instituto donde se trataban por el tema.
Todo este asunto de hijos que no existían, de marido chapado a la antigua y que encima se sentía menos hombre por no lograr que su mujer se embarazara, fue lo que esa noche contó Patricia a Bárbara.
– Bueno, Patri, después de todo no es nada grave. Si ustedes se querían realmente no hubiese sido necesario buscar “nietos” para los padres de Marcelo.
– Eso es lo que yo suponía erróneamente. Le habían metido en la cabeza que un matrimonio sin hijos era algo así como una planta sin flores. Las consecuencias fueron infidelidades continuas de ambos durante casi dos años hasta que yo decidí que no podíamos seguir así. En realidad el tema “hijos” podría decirte que era lo menos importante para mí. Tal vez en algún momento miré con cariño en alguna vidriera la ropita de un bebé, y hasta me enternecí con la sonrisa de los chicos por las calles o con algún lejano sobrinito. Pero en realidad la idea de levantarme todas las noches a preparar mamaderas no me entusiasmaba para nada. Y estoy casi segura que tampoco a Marcelo. Pero él quería cumplir su mandato a toda costa.
– Bueno, tampoco es tan grave tener hijos- le aclaró Bárbara – yo tengo a mis dos chicas y las adoro. Es cierto que me dieron mucho trabajo y todavía hoy me lo dan. Más aún, te podría asegurar que a raíz de ambos nacimientos Luis terminó yéndose de casa. No las aguantaba y menos todavía que yo les dedicara tanto tiempo.
– ¡Qué paradoja, querida amiga! Uno se va por la falta de hijos y el otro por su presencia.
– Realmente es así, vos lo has dicho. Pero nosotras no hemos perdido nada con esos hombres tan vulnerables. Somos mujeres jóvenes y podremos conocer otros tipos más inteligentes. Ya lo verás.
Básicamente, lo central de la conversación de la noche fueron los hijos y maridos. Después de un café cada una se retiró a dormir a sus respectivas casas, por cierto con esa inquietud que siempre provoca el poner de manifiesto antiguas frustraciones o experiencias casi funestas.
Durante una semana o más, prácticamente no se vieron salvo para tomar un breve cafecito por la tarde a la salida de la oficina de Bárbara.
Patricia seguía escuchando las voces nocturnas y hasta se había acostumbrado a ellas. En los pocos días en que no las escuchaba se despertaba continuamente para aguzar su oído porque las extrañaba.
Mientras tanto Bárbara se levantaba las mañanas de los lunes, miércoles y viernes y se vestía de profesora. Ya se había comprado varios conjuntos adecuados para tal papel. Llegaba a la puerta de la escuela “Santa Bernardita” y repentinamente cambiaba su rumbo y se dirigía a su oficina.
Uno de esos tantos días estaba sor Elena en la puerta de la escuela, Bárbara sin titubear se acercó a ella y le preguntó como andaba.
– Disculpe señora mi mala memoria pero me podría aclarar quién es usted. Tal vez ¿la madre de alguna de nuestras egresadas?- preguntó la monja.
– Pero cómo no me reconoce sor Elena, yo doy clases en esta escuela ya hace años, de literatura y de historia- respondió Bárbara pensando que la pobre hermana ya estaba empezando a mostrar signos de senilidad y que deberían tenerle paciencia.
– No, mi estimada señora, usted jamás ha trabajado aquí y francamente no la recuerdo en lo más mínimo. Si no me dice a la brevedad quién es tendré que pedirle con mi mejor talante que se retire.
– ¿Ciertamente no me reconoce?- preguntó Bárbara ya con congoja por la hermana Elena.
– Le dije que no y no me haga repetirle que tiene que irse inmediatamente- dijo la monja de manera tajante.
Bárbara se dio media vuelta y se retiró pensando que lo más pronto posible llamaría a alguna compañera profesora para comentarle lo sucedido y explicarle que era urgente recurrir a una consulta con el médico de las hermanas.
Caminó dos cuadras hasta la parada del colectivo que se dirigía a Belgrano. Llegó a su oficina a media mañana. A su jefe no le pareció nada bien otra de sus reiteradas tardanzas. Por el momento decidió callarse. Le daría un tiempo más, notaba que ella estaba muy distraída y pensó que tal vez tendría problemas con alguna de sus hijas.
Patricia siguió con su rutina diaria y una mañana decidió llamar a Bárbara, pero cuando marcó el número de teléfono y lo dejó sonar el tiempo suficiente escuchó una voz masculina. Pensó que era extraño que su amiga tuviera un amante o algo así en la propia casa con sus hijas presentes.
– Hola ¿Quién habla?- dijo el hombre.
– ¿Está la dueña de casa?- preguntó.
– Pero ¡que decís Bárbara! si acabás de salir de aquí para ir a tu oficina. Sabías que me quedé durmiendo un rato más. ¿Te olvidaste algo?
– Claro Luis, te llamo porque me olvidé los papeles que me dio mi jefe para que entregue esta mañana en la empresa de F.- contestó Patricia- ¿me harías el favor de alcanzármelos hasta la parada del colectivo para evitarme el camino de ida a casa y la vuelta hasta aquí?
Luis nunca apareció con ningún papel en ninguna parada del colectivo. Después de más de media hora de esperarlo Patricia se dio cuenta que el tal Luis no era nadie para ella. Sin embargo seguía teniendo muy presente su conversación telefónica.
Bárbara continuó dedicándose a su oficina y a sus hijas. A ellas les hablaba cada vez más seguido de cuestiones de literatura y de historia.
– ¿Qué te pasa mamá?- preguntó Jimena una noche- nos venís hablando de esos asuntos aburridos hace unas cuantas noches -¿Empezaste algún curso o algo por el estilo?
– Además cambiás la voz cuando hablás de eso- acotó Mariela- parecés una profesora. Antes eras más divertida. Nos hablabas de temas nuestros, sobre chicos y boliches que visitaste a nuestra edad. Estamos un poco perdidas cuando nos fastidiás. La podés cortar un poco con esos aires intelectuales que tomaste en estos tiempos.
– Chicas, lo lamento mucho. No tenía la menor idea de lo que hablaba y mucho menos de que las estaba hastiando con mis charlas. Voy a preparar algo de comer y luego veremos la televisión.
– Está bien- dijo una de ellas- comeremos con vos pero luego nos vamos a bailar. Olvidate de que vayamos a quedarnos a ver televisión con vos.
– Muy bien, no se preocupen por mí. Dentro de un rato llega Marcelo, y saldremos al cine- finalizó Bárbara.
– ¡¿Qué Marcelo?! ¿Cómo no nos contaste que tenías un asunto con un tipo?- reaccionó Jimena.
– No es ningún asunto, es mi marido. Vayan tranquilas a bailar, estaré bien.
“Está definitivamente loca” comentaron las hermanas cuando salieron. Pero a su edad les importaba mucho más encontrarse con los chicos que el estado de salud de su madre. Más tarde, a la vuelta del boliche, decidirían si debían consultar con médico y si lo mejor sería un psiquiatra o un neurólogo. Mientras tanto deberían llamar a su padre. Luis era muy sensato y sabría qué hacer en estos casos.
Volvieron a encontrarse ambas amigas para cenar y hablar de sus respectivas vidas. A esa altura de su amistad ya no se mencionaban tantos temas pasados sino lo cotidiano. Bárbara hablaba de sus hijas hasta el hartazgo y Patricia de sus clases hasta lograr el tedio de las dos.
Parecía que esta amistad se estaba desgastando con el paso del tiempo. Pero ambas sentían que se necesitaban y querían estar juntas aunque fuese por un rato.
Patricia salió de su casa para ir a la escuela y en la parada del colectivo encontró a un hombre de mediana edad que la esperaba con papeles en la mano.
– ¿Estos eran los que te olvidaste? Acá los tenés- dijo Luis – ¿Cómo andan las chicas? Las veo bastante seguido pero me gustaría tener tu opinión de madre. ¿Te puedo esperar para que almorcemos juntos?
– Claro Luis. A las doce en el restaurante donde siempre me esperabas cuando estábamos casados.
– Allí estaré.
A partir de ese encuentro con el tal Luis, Patricia y él tuvieron contacto cada vez más seguido, y con distintas excusas para verse sea como sea.
Bárbara tuvo que admitir a un nuevo empleado en su oficina dado que era jefa de relaciones públicas y laborales. Resultó ser Marcelo, el ex marido de Patricia.
– ¿Vos por acá? ¿Cómo se te ocurrió presentarte a este puesto? ¿No sabías que yo era la encargada de la selección de personal?- le preguntó Bárbara.
– Si me acordaba y justamente por eso me presenté- dijo el tal Marcelo- Quería que nos volviéramos a ver. Todavía te extraño aunque haya pasado el tiempo.
– Bueno, yo también en algún punto. Pero no me parece adecuado que trabajemos en el mismo lugar.
– ¿Y por qué no? Vos sabés perfectamente que podés confiar en mí a pesar de nuestro fracaso matrimonial. Yo soy capaz de desarrollar este trabajo sin el menor problema.
– De eso estoy segura, pero dudo que sea conveniente vernos a diario.
– Te aseguro que no te vas a arrepentir.
Según lo que Bárbara creía, ella y el presunto Marcelo comenzaron una relación meramente laboral al principio. Luego pasaron a un terreno más personal y de íntima amistad hasta que finalmente se volvieron a considerar marido y mujer.
– Marcelo ¿No te podés ocupar un poco de las chicas?- preguntó una mañana Bárbara.
– ¿De qué hablás? Si nunca tuvimos hijos, ¿estás delirando o soñando despierta? Sé que era una de tus aspiraciones pero no pudo ser.
– ¡Ay! Tenés razón, me confundí un poco. Será porque trato con tantas adolescentes en la escuela que intercambié mi lugar de trabajo con mi casa.
– No hay problema. Cualquiera se puede desorientar a veces. No es la primera ocasión en que advierto cierto extravío en vos. Hasta el momento fueron detalles sin la menor importancia. Pero entiendo que tendremos que prestar un poco de atención al tema. Si se eso repite iremos a ver a un especialista.
– Perdoná pero ¿especialista en qué?- preguntó Bárbara con asombro.
– Bueno, en trastornos mentales querida.
– Mejor dejalo así. Estoy apurada porque tengo una entrevista con sor Elena antes de la primera clase y no tengo ganas de discusiones inútiles- y Bárbara puso fin a esta conversación.
Patricia por su parte salió hacia la escuela. Se presentó en el despacho de la hermana directora con toda decisión.
– Bueno, querida Patricia- comenzó sor Elena- quería hablar con vos porque esta situación ya es insostenible, estás en clase y te ponés a hablar de un tal Luis, supuestamente tu ex marido, y yo recuerdo perfectamente que su nombre es Marcelo. Además no parás de mencionar a unas imaginarias hijas llamadas Jimena y Mariela. Es indispensable que vayas a un médico. Algo muy raro te anda pasando.
– Me extraña mucho hermana que no se acuerde de mi familia. Y además ¿de qué médico me habla?
– Por supuesto de alguien dedicado a problemas mentales, aunque no te guste la expresión.
Patricia salió de allí pensativa y dudando de todo menos de Luis, Jimena y Mariela. Renunciaría a la escuela y se quedaría en casa con su familia. O a lo sumo buscaría trabajo en una oficina.
Al poco tiempo abandonó el Santa Bernardita, no sin cierto pesar ya que después de tantos años ejerciendo su profesión allí le había tomado apego al colegio y también a sus alumnas.
Pero no le quedó otro remedio que irse ya que las presiones sobre su necesidad de consultar al “especialista en enfermedades mentales” ejercidas por sor Elena y luego también por los otros profesores, le resultaban muy fatigantes. Ella se sentía perfectamente bien y cada vez más feliz en su matrimonio y más satisfecha de sus hijas.
Luego de estos episodios protagonizados por Bárbara y Patricia solo hubo unos pocos encuentros entre ambas. Cada vez que se veían, y trataban de contar algo de sus vidas, a las dos les costaba enhebrar una frase. Cuando lograban mencionar algo relativo a la reconciliación con sus respectivos ex maridos, evitaban llamarlos por sus nombres, o lo que ellas creían que eran sus nombres.
– Y ¿cómo está la relación que retomaste con tu ex?- preguntó Bárbara una noche.
– Muy bien, estamos mejor que antes y los dos felices por lo encaminadas que están…- Se frenó a tiempo porque tampoco quería nombrar a sus hijas y Patricia terminó la frase diciendo simplemente “las cosas”
– Y vos ¿cómo seguís con tu marido, disculpá que no recuerde el nombre?
– Todo bien- dijo Bárbara sin responder a la tácita pregunta sobre el nombre- la verdad es que hemos superado la ausencia de h… – iba a decir “hijos” y se detuvo- me refiero al vacío que se suscitó entre nosotros durante varios años.
Siguieron hablando un rato más pasando a temas más generales y a sus recuerdos de infancia en el barrio, ya que ninguna de las dos quería ni podía mencionar nada que tuviera que ver con su vida personal, ya sea familiar o laboral.
A partir de entonces no se volvieron a ver ni a llamar por teléfono.
Una tarde después de haber salido a caminar con el objeto de comprar regalos para Luis y las chicas, Patricia entró a su casa agotada.
Estaban los tres esperándola. Habían preparado la cena y habían puesto la mesa, pensaban darle esa sorpresa porque cada vez sentían más el papel fundamental que ocupaba ella en sus vidas.
– ¡Hola mamá!- dijeron las chicas al unísono – dejá todo lo que compraste en el dormitorio y sentate a comer con nosotras y con papá. Queremos pasar esta noche todos juntos.
– Sí querida- dijo Luis – hace tiempo que deseábamos darte esta sorpresa. Desde que dejaste el trabajo en la escuela estás cada día más dedicada a nosotros. Hoy merecés que nosotros te agasajemos a vos. Sentate en la cabecera.
Patricia sintió un enorme regocijo. Por fin era ella misma; como nunca lo había sido en toda su vida. Se sentó a la mesa y sonrió a su familia expresando su plena satisfacción.
¡Muchas gracias, mis queridos! ¡Nunca olvidaré esta noche!
Empezaron a comer y a charlar animadamente mientras todo se desvanecía a su alrededor. Para Patricia solo existía esa mesa y ellos cuatro.
Bárbara y Marcelo seguían trabajando y viviendo juntos. Los padres de él ya habían muerto, de manera que ya no tenían que seguir escuchándolos hablar sobre los nietos que no habían tenido mientras miraban a Bárbara con ojos acusadores.
Ellos estaban bien solos, sin molestos adolescentes a su alrededor. Se acabaron las infidelidades y continuaron con una vida tranquila con escasos sobresaltos económicos, y dándose algunos modestos gustos cuando podían hacerlo. Salían a cenar, al cine, al teatro y recibían amigos en su casa o iban ellos de visita.
Una noche Bárbara sintió insomnio. Daba vueltas en su cama con impaciencia. Recordaba que había empezado algo hacía mucho tiempo atrás y que no había continuado en su momento; pero no podía dilucidar de qué se trataba.
Decidió levantarse y escribir algo en su computadora para aprovechar el tiempo.
Revisando sus viejos archivos y documentos con el fin de eliminar lo que ya no le interesaba conservar, encontró un relato inconcluso iniciado hacía años y de pronto recordó que lo había abandonado porque la hacía sentir muy triste.
El relato comenzaba diciendo:
“Esta noche me siento especialmente sola y añoro los tiempos en que siempre tenía gente a mi alrededor…”
Seguía en ese tenor un par de renglones más y luego se interrumpía. No tenía fecha alguna pero recordó perfectamente el momento en que escribió esto y el dolor que la llevó a abandonarlo.
Lo retomó y escribió toda la noche sin detenerse hasta darlo por terminado.
A la mañana, cuando despertó Marcelo, se lo leyó. Hablaba de sí misma y de un atardecer de invierno despoblado.
Cuando terminó de leer miró a Marcelo. Notó que se había quedado pensando sin saber qué decirle.
– No digas nada. No es necesario- le dijo.
– Pero…- esbozó él.
– Ya todo está bien. Siento una gran calma.
Fue hacia la cocina y se dedicó a preparar el desayuno.