El tren silbó su señal y partimos. Yo me había apurado por acomodarme junto a la ventana, más para descansar sin ser molestado que para apreciar el paisaje. Dejé el asiento del pasillo a mi mujer.
Pronto comenzamos a alejarnos de la ciudad. El gris urbano dio paso al terracota de los suburbios, y luego al verde. El tren devoraba las vías y el paisaje de pinos parecía acelerarse, se detenía un segundo y después se perdía.
Me desperté cuando ya había anochecido. Tenía el cuello dolorido y la saliva espesa. Afuera el paisaje se adivinaba el mismo. Y sentado junto a mí había un fantasma.
No sentí la urgencia de gritar ni de huir, pero debo reconocer que el corazón se me detuvo un instante. Miré a mi mujer para que corroborara o desmintiera mis ojos cansados, pero dormía. Busqué apoyo alrededor, pero todos se encontraban dormidos o hipnotizados por las pantallas de sus celulares. Volví a mirar hacia afuera, y ahí seguía.
El fantasma era parecido a mí, aunque distorsionado y traslúcido. Me observaba con ojos sorprendidos. Simplemente permanecía sentado a mi lado y me observaba. Me miraba a los ojos. Yo podía ver pasar los pinos a través de él. En ningún momento intentó atacarme, ni siquiera darme miedo. Pero su sola presencia me llenaba el pecho de una tristeza infinita.
Traté de tocarlo. Acerqué un dedo a su rostro, pero su mano se apuró a interceptar la mía en el vidrio. Entonces quise alejarme, pero en cuanto amagué a incorporarme, él se mostró dispuesto a seguirme. Supe que era inútil tratar de esconderme.
De repente, un tren que viajaba en la dirección contraria irrumpió en mi ventana y el fantasma se esfumó, tal vez asustado por el estruendo inesperado. Pensé que me había librado de él, miré a todos lados y no estaba. No pude evitar sentirme aliviado, contento, pero en cuanto el otro tren terminó de pasar, él volvió a aparecer junto a mí. Esta vez me mostró durante un segundo una sonrisa socarrona.
Frustrado, o resignado tal vez, apoyé la cabeza en el asiento. Y entonces, la luz mezquina del vagón y la nueva perspectiva me revelaron una realidad atroz. Todas las ventanillas estaban atestadas de fantasmas que viajaban con nosotros. La mayoría parecía dormir, aunque algunos se encontraban absortos en sus cosas. Unos pocos miraban hacia adentro. Nos tenían rodeados. Busqué consuelo en el cielo, miré hacia afuera. Pero ahí estaba de nuevo él, llorando.