Dos veces lo vi llorar al viejo en toda mi vida. La primera fue cuando yo era un pibe, al lado del cajón de la nona. No le sóltó la mano en toda la noche, por más que de a ratos el cansancio y la tristeza lo vencían y se quedaba dormido ahí sentado como estaba. Me acuerdo porque me tenía sobre la rodilla y no me dejaba ir. Me tenía abrazado fuerte, me acuerdo que me dolía, pero no le decía nada porque me daba cuenta de que la cosa no estaba para decir nada. Y el viejo lloraba, quedamente, en silencio, como para que yo no me diera cuenta, pero yo lo sabía, lo sabía y me quería hacer el que no lo notaba, me quería hacer el fuerte, por él más que nada, pero no podía y yo también lloraba con la cara escondida en su hombro.
Pero eso fue hace mucho, y ya casi me lo había olvidado, o mejor dicho, me lo había olvidado completamente hasta ahora, que lo veo llorar como un nene. Al principio me resultó rarísimo, como quien ve algo imposible, lo veía llorar pero no entendía qué estaba pasando. Es el viejo, mi viejo, son sus ojos, su cara surcada de grietas, y son lágrimas, un hilo fino y largo de agua que sale de esos ojos y se encauza por esas grietas, pero no comprendo qué estoy viendo.
Ahí está el viejo, sentado al lado mío, sosteniéndome la mano fuerte, tanto que me duele, pero yo no le digo nada porque me gusta sentir su calor, estaba muerto de frío yo, y me gusta el calor de la mano del viejo, y además me quiero hacer el fuerte también, por él más que nada. Pero la vista se me nubla, y el techo blanco del cuarto desaparece, se borra, y sé que yo también estoy llorando, despacito, sin agitación ni nada, pero siento el sabor salado de las lágrimas en la boca, y el viejo que me pasa un pañuelito por la cara para secarme.