Una vez me encontraba yo haciendo la siesta en un banco de la plaza, más por aburrimiento que por cansancio, cuando de repente algo me golpeó en la cabeza. Me levanté como un rayo dispuesto a putear de arriba a abajo a unos pibes que jugaban a la pelota, pero vi que seguían jugando. Entonces me di la vuelta arremangándome la camisa para cagar a palos a unas nenas que hacían castillitos de arena, pero me di cuenta de que ellas también seguían en lo suyo. ¿Qué estaba pasando? ¿Quién me estaba jodiendo? Miré alrededor con un poco de vergüenza, acariciándome el chichón, para ver si alguien se estaba riendo de mí. Y entonces me tropecé con ella: una idea. Estaba tiradita a mis pies, como herida, y apenas podía moverse. Parecía que acababa de caerse del árbol, tal vez cuando intentó remontarse por su cuenta. Juro que busqué el nido por todas partes, pero no lo pude encontrar. Así que la envolví en mi camisa y me la llevé a casa para cuidarla hasta que estuviera mejor.

Ni bien llegamos, le armé una camita en una palangana con toda la estopa que tenía. Le puse agua en un vaso de plástico, y le abrí una lata de sardinas por si tenía hambre. A la noche la tapé con un repasador, por el frío y para que no se escape. Así la cuidé durante un montón de tiempo. Todos los días la acariciaba un rato y la sacaba a pasear por el barrio atada con el hilo del matambre. No puedo decir que no inflaba el pecho orgulloso cuando la gente me la miraba. Cuando volvíamos, me la sentaba en la falda para despiojarla mientras mirábamos la tele juntos. Al poco tiempo ella ya aleteaba contenta y se la oía cantar por toda la casa. Qué feliz me sentía yo con mi idea.

Pero un día, cuando volvíamos de hacer nuestras cosas en el arenero de la plaza, me acordé de que ya no me quedaba más comida para darle. Fuimos al almacén de la esquina, y ni bien entramos, Don Tito nos echó una mirada que no me gustó nada. Me imaginé que tenía miedo de que la idea le meara el piso, así que le hice upa.

–Un picado grueso, por favor.

–¿Un cuartito de pan también? –me preguntó como desganado.

–No, no, es para la idea nomás.

–Mh.

A pesar de sus continuos bostezos, me pareció que estaba interesado en conocer mejor mi idea, así que le conté cómo me había caído en la cabeza, y que yo la había adoptado y la había cuidado y alimentado.

–Y bueno. Si no nos damos el lujo de ser medio loquitos cuando somos pibes, entonces cuándo, ¿no?

El tonito condescendiente me pareció al menos sospechoso, y me dio la impresión de que el viejo me estaba tomando el pelo. Le clavé una mirada que exigía explicaciones.

–Digo, todos tuvimos una idea tonta alguna vez –se explayó.

¿Tonta? No podía permitir que ese forro se ensañara con mi idea. La apreté contra el pecho y le tapé las orejitas.

–Lo importante es darse cuenta a tiempo de que estas cosas nunca funcionan –remató.

Viejo de mierda y la puta que lo parió. ¿Qué puede saber un almacenero? No podía dejar que mancillara de esa forma el honor de mi idea.

–Qué le debo –le dije, y me fui pensando que se iba a caer el cielo antes de que yo volviera a comprarle algo.

Cuando llegamos a casa, tiré el salame en el balcón sin siquiera sacarle la tripa, y me senté a ver como la idea se devoraba hasta el hilo. Mientras la observaba, me puse a pensar. Me dio mucha pena, pero tuve que reconocer que, en el fondo, era un poquitín boba.

Otra vez que en el boliche estaba haciendo la tarde, cayó la señora del videoclub a tomarse un café y se sentó en la mesa de al lado. Yo tenía a mi idea bien guardadita en el bolso, para que el mozo no me la viera, pero ella no paraba de asomar la cabeza. La señora se dio cuenta y me empezó a mirar de reojo.

–No le gusta estar encerrada –le dije yo como excusa.

La señora me miró un segundo por arriba de los anteojos y después miró a mi idea.

–Se llama Filomena –le dije porque me pareció que no se animaba a preguntarme. –Le puse así porque rima con fenómena. ¿No es cierto que sos una fenómena, mi amor?

La señora abrió el diario, pero yo sé que nos seguía mirando por arriba de las páginas que no dejaba de pasar. Le podía ver la envidia en la cara.

–Si quiere la puede acariciar –le dije para tratar de calmarla y para darle una alegría.

–Mozo, mozo –llamó la señora. Y cuando el mozo se acercó, escuché que le dijo bajito: –¿Cómo dejan entrar a este tipo de elemento?

¿Qué elemento, vieja de mierda? No la trate como una cosa, es una idea.

–¿Algún problema, señor? –me preguntó el mozo.

Claro que tengo un problema, y es esta vieja que no deja de envidiar a mi idea. Me la quiere robar.

–Yo, ninguno.

–¿Le puedo traer la cuenta? –me preguntó.

La puta que te parió, traémela ya así me puedo ir y no volver nunca más a este lugar de mierda.

–Por favor.

Pagué rápido y salí con mi idea en el bolso, abajo del brazo.

–Qué asco –dijo la vieja cuando le pasé por al lado.

¿Asco? Esto te va a dar asco, vieja de mierda. Aprovechamos que sabíamos que la vieja tenía para un rato en el boliche, y nos fuimos con mi idea hasta el videoclub. Ella levantó la patita y le meo la puerta, y yo me saqué un moco y se lo puse en el picaporte. Así aprende.

Después de eso nos fuimos a casa. No tenía más ganas de enfrentarme a la envidia de la gente. Me tiré en el sillón, y dejé que la idea jugara con una pelotita. Y ahí me la puse a mirar un poco mejor. La verdad es que estaba un poco sucia, como gastada. Ya no era una cachorrita, así que había perdido la miradita dulce, y ahora sólo le quedaban dos ojos como de comadreja. Los bigotes se le habían arqueado, y las alas estaban casi desplumadas. Tuve que reconocer que al que no la quisiera tanto como yo, le podría parecer medio feúcha.

Igual yo la seguía queriendo, y la sacaba a pasear día por medio por el costado de la vía. A la tardecita. Cuando empezaba a anochecer. Cuando la gente no nos podía ver. No por nada, si no simplemente para evitar otras situaciones como la del almacenero o la de la vieja del videoclub.

Y ahí estábamos una tarde persiguiendo lauchas cerca de la estación, cuando nos topamos con unos chicos de doce o trece años. Yo sé que a los chicos les encantan las ideas, más que nada porque me acuerdo que cuando yo era un nene hubiera dado cualquier cosa porque en casa me dejaran tener una. Así que no me preocupé.

Los chicos se acercaron como quien no quiere la cosa, al principio pensé que para acariciarla y decirme lo bonita que era, pero resultó ser que no la habían visto. El susto que se pegaron cuando la idea saltó de atrás de un árbol y les hizo frente. Ella les movía la cola, era de juguetona nomás, pero los pibes pegaron un grito y dieron dos pasos para atrás.

–Agarre esa cosa de mierda –me dijo uno. –Agarrela o le arranco la cabeza de una patada.

Qué cosa de mierda ni qué ocho cuartos, pendejos malparidos.

–No se asusten chicos, es una idea buenita. No les quiere hacer nada, sólo quiere jugar.

–Jugar las pelotas –dijo otro. –Está mostrando los dientes. Si se acerca, le juro que la mato.

Y después yo te corro hasta la concha de tu madre y te desfiguro a cuchillazos, hijo de puta.

–¿Con esa boquita decís mamá y papá?

La cosa es que le puse la correa a la idea por las dudas, y los pibes se pasaron rápido por la vereda. Se fueron medio corriendo, mirando para atrás y puteando.

Nosotros volvimos a casa, porque ya estábamos cansados. No entendía cómo alguien podría considerar peligrosa a una cosita tan linda y cariñosa, pero esa noche cuando la estaba tapando para dormir, me tiró un tarascón. Apenas me rozó, porque si me lo pega de lleno, es capaz de cortarme el dedo.

Desde ese día, la idea perdió su encanto. Con el tiempo se me hizo menos interesante. Ya no me divertía tanto sacarla a pasear, y los mimos que le hacía se hicieron cada vez menos frecuentes. A veces, me olvidaba de darle de comer. Un día llegué y la idea estaba muerta.

Sobre El Autor

Darío Seb Durban nació en Vicente López, provincia de Buenos Aires, un año maldito de la era de plomo. Cursó varios estudios, ninguno digno de mención, y se empeñó en no terminar ninguno. Entre los años 1995 y 2006 estudió música informalmente y compuso canciones y poesía jamás oídas. Entre los años 2001 y 2007 se desempeñó como dramaturgo en la compañía teatral Crisol Teatro, estrenando cinco obras entre las que se contaban Las noctámbulas, Factoría y Zozobra. A partir del año 2012 participó talleres literarios, donde se avocó a explorar la voz de distintos narradores, nunca encontrando la suya propia. Hoy trabaja de forma inconsecuente en industrias no literarias, y ocasionalmente escribe textos que reproducimos en Evaristo Cultural.

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