“Hubo una edad de los metales
y una edad de la soldadura
de la unión de dos piezas”
GC
Una especie de poeta en una especie de reseña o resumen a Mantra de remos (2015), el último libro del poeta chileno Germán Carrasco (Santiago, 1971), finalizaba su exposición con un remate coloquial impecable: al libro habría que prestarle ropa. Especie de insulto o improperio que quiere decir que al sujeto aludido hay que darle una mano, ayudarlo un poquito. A esto uno podría utilizar otro coloquialismo para caracterizar al poeta-resumidor como “un fresco de raja”, es decir, alguien que se da todas las ínfulas (y también las ínsulas) para denostar o denotar una caída, pero que lamentablemente no está a la altura del conflicto. Estas y otras formas lingüísticas extraídas del más puro corazón de las calles y el uso latinoamericano podrían ser parte de un poema de Carrasco, el más versátil entre los versátiles.
De hecho la mencionada expresión “ropa prestada” ya había sido usada por Carrasco en su libro La Insidia del sol sobre las cosas (1998), sin embargo tenía otra connotación, la de apuntar de una manera alegórica las influencias que puede sufrir/gozar un poeta y con las que se viste (el poema “Amague” justo trata de eso, invocación a una striper y un paso de revista a las poéticas predominantes). Y es que “Prestar ropa -me excuso por la jerga- / significa muchas cosas donde nací / porque prestar ropa es un acto sagrado”. En las primeras páginas del Mantra alude a esos préstamos y tráficos de influencias: “Leí a los vecinos para salir de la isla / no basta con hablar otro dialecto / sino sentir el Mantra de remos / sin despreciar la palabra local”.
Mantra de remos es en gran medida un libro sobre la vibración, entendida esta como la vibración de la voz, de la tierra, de las palabras con las palabras, del agua, de los vidrios de la ciudad, del miedo, la vibración de los tejidos musculares ante el éxtasis o la efervescencia. Carrasco retoma su clásico ritornelo, el hecho de envolverse en una idea y ponerla a girar en el tocadiscos, variar sobre ella y hacer así una panorámica que aquí va desde Santiago a Buenos Aires, de la infancia a la paternidad, del terremoto a la ruina, en fin, una madeja sumamente personal y públicamente colectiva.
Por lo menos, en mi poco sano juicio, me parece un libro entrañable, en primer lugar por eso que solemos llamar disciplinadamente “la cosa humana”. Hay poemas dedicados a su hijo sencillamente redondos, retratos de ciudades y amigos, en donde lo desprolijo se convierte en una virtud, pero ante todo en un final que se retrotrae al último y gran terremoto de febrero de 2010: el poema convive con el ensayo, el documental y el cine de ficción; a cada paso que se avanza (o se retrocede) está el cuestionamiento sobre las pretensiones de la poesía, sus limitaciones genéricas. Entonces ¿qué puede hacer la poesía? Tender hacia la dispersión.
El otro punto “entrañable” del libro es la ya conocida métrica carrasquiana, esa manera particular de juego que tiene entre las formas clásicas, el verso libre, el versículo, la prosa, el tejemaneje de encabalgamientos, aliteraciones, rimas asonantes, un largo etc., que demuestra lo que habíamos mencionado: la versatilidad de registros y la proyección de estos en una vía experimental. Un “fresco de raja”, pero con ton y son, voluntarioso, “mateo” de la tradición, con una birra en la mano, una remera del Colo-Colo y un Ornette Coleman sonando de fondo o Nirvana, por último (porque “El día que nació Cobain / cantaron los ruiseñores”). En esa sintonía se puede permitir “abrir el cuore”, “ponte tú”, “no cachar”, “venir a lorear, sapear”, “culear al aire”, estar ante las palabras “como un europeo ante el canto de una india / o un cubano en un supermercado / en estado de completa alucinación” o “como un campesino / que mira con binoculares / el funcionamiento de la grúa / así deberías ver el mundo”.
Para Carrasco esa lengua es el cucurtano (en una sobada de lomo a su colega Washington Cucurto) y para graficarlo homenajea a las habitaciones de alquiler en el Abasto: “toda hispanoamérica en un hostal / beber y culear que el mundo se va a acabar”. Desde esa mixtura se articula una lengua que permite ensayar sobre el sismo, interpelar a los ‘70, atacar la planicie mental que dejó el libremercado en Chile y, sobre todo, de bajarle el tono a los poetas y académicos, en fin, a la gente seria. En este sentido el poeta mantiene y renueva la tradición del escarnio, que tiene por origen al joven Arquíloco de Paros y que en Chile es casi un sustento del día a día, una marca de territorio: “alumbrar choreza”.
Y aunque se apunte a la gente seria, todo escarnio pareciera silenciarse por un instante cuando Carrasco ensaya el terremoto; es la parte más sensible del libro, una zona casi carente de musicalidad, sumamente fragmentaria y con una ilación que parece más dada por la suma o yuxtaposición que por una idea fuerza. “Todo pareciera exigir registro”, argumenta y así repasa también su misma tradición, se pregunta por cómo se escribieron los otros terremotos, qué es un país sísmico, cómo se escribió acerca de lo monumental, el silencio y la muerte de las ciudades (que es también la muerte individual):
“El terremoto y el tsunami en Chile exigirían una especie de voz en off cinematográfica con las condiciones de la prosodia, nitidez de imagen y voz baja que exige la poesía” (…) “Demás está decir que un desastre natural es similar a un quiebre amoroso que nos deja en un estado de parálisis. En el caso de la demolición de un motel parejero el caos es particularmente triste, si es que alguna vez lo visitó la pareja”.
El análisis de la fisonomía es parte de esta escritura y uno pasa con nostalgia por arriba de desiertos y fiordos, se acuerda de los viajes (que aquí son muchos), de los blocks y departamentos de Santiago, las casas chorizos de Baires o de terrazas donde crece un huerto en miniatura, recetario y a la vez una cosmovisión, estudio en fin de cómo una imagen mental genera el verso y de cómo el verso transmite ese dinamismo: desde una instantánea zen a los amores idos y que suenan como el jazz. Me acuerdo, entonces de una dedicatoria que me dejara el poeta en su libro Ruda: “A Diego Alfaro en el tráfico brígido de la palabra”. Sello, casi estampa de esta poesía, lo brígido, en buen chileno, es lo escalofriante, intenso, shockeante, casi desagradable, algo que te sobrepasa y a lo que uno se expone, cumbia brutal, cueca chora, be-bop a cien, grunge de puerto, un cartucho de tinta que explota, la marejada del lenguaje.
IDIOMA DEL MANTRA DE LOS REMOS
Hijo enseña a mirar a padre,
le refresca la gramática.
Piensan en su sino de cronistas
y en el sentido del retrato.
El niño es el padre del hombre.
Hijo descubre a padre: reza.
Lo que sigue son las palabras
del raro rezo de pa:
No es por mostrar mis credenciales
ni hacer lobby contigo. Imagino
que no estarás para pavoneos
o corvetas lingüísticas
así que me permito declarar.
Como te decía, desciendo de gente
que hablaba sola y miraba al suelo
pero fui parido al ritmo del rock
& roll por padres jóvenes.
No infecté al mundo con prensa.
A veces sin querer pasé a llevar
a alguien por ahí y dije barbaridades
pero era joven entonces.
Gasté poco petróleo plata agua,
caminé largo y me soñé en la pesca
en Magallanes o en la esquila
cuya lana abriga el frío de la culpa.
Jamás me afilié a un grupo
de repartición –tan jóvenes y ya en eso–.
Leí a los vecinos para salir de la isla:
no basta con hablar otro dialecto
sino sentir el mantra de los remos
sin despreciar la palabra local
ni despreciar a hermanos mayores
ni ignorar a hermanos menores.
Aprendí algo y traté de transmitirlo
en esta Babel transaccional,
menos Babel por lo políglota
que por la severa incomunicación.
Nací, en el mejor de los casos,
en un país femenino y receptivo
y en el peor: un país de gendarmes
e inspectores de escuela.
Trataré de no errar, de abrir el cuore
y de hacer todo lo que pueda
pero considera todo esto
y mi educación de liceo fiscal
si llegase a resbalar, que es muy probable,
si llegase a perder el ritmo,
si luego de un tramo largo se me resbala
un remo y cae al agua, ponte tú.