La primera vez que vi ese nombre apareció en un cartel que anunciaba una lectura en la ciudad de Pucón. Yo tenía 17 o 18 años, estaba terminando la educación secundaria y tenía un vacío sumamente grande acerca de la poesía, debido no sólo a la clásica formación de un adolescente chileno de clase media, sino que agravado por la línea educativa del colegio de curas al que fui por doce años: en ese lugar la poesía era una materia tan inexistente como la historia contemporánea del país. En Quillota tampoco había librerías y para encontrar un libro uno tenía que viajar un par de kilómetros para dar con alguna edición pirata de La temporada en el infierno, Las flores del mal o una antología escolar de Vicente Huidobro. Por lo tanto, llegar a un Zurita era una aventura doble, excepto porque ese año –que ahora que lo pienso fue el 2000- el poeta había ganado el Premio Nacional de Literatura, hecho que no estuvo exento de una enorme –por usar un adjetivo de cantidad que viene al caso- controversia, incluso televisiva.

Es decir, ese nombre estaba dando vueltas, pero yo nunca lo había visto escrito en un cartel y con letras imprentas. Recuerdo con cariño esas vacaciones casi improvisadas que tuvimos con mi mamá y mis hermanos. Pasando por una pequeña librería compré un ejemplar de “El extranjero” de Albert Camus, repleto de erratas y esa misma noche fui a una de mis primeras lecturas de poesía, no la de Zurita, sino una más de barrio, de bar de amigos, íntima, en Villarrica.

Pero leer a Zurita no fue una cosa de un día para otro. En cuanto leí Purgatorio tuve la sensación de que debía volver al Neruda del Canto General; cuando avancé a Ante Paraíso indagué de vuelta a Pablo de Rokha: como en esos juegos de mesa en los que uno tiene que retroceder demasiado para alcanzar la sensación de triunfo. En fin, al pisar en el tablero el Paraíso está vacío viajé de vuelta a vérmelas con Dante y Virgilio. Y no es menor que uno –al menos yo- no pudiera leerlo como leen los niños, sino que al contrario, hay en esos libros una emoción tan verdadera y una parte del país aún por descubrir (para muchos de nosotros tan mal contada por nuestras familias) que uno debía retrotraerse a las fuentes para intentar hallar la veta de esa poesía torrentosa. Y eso es bueno cuando uno empieza a leer, porque crea un paisaje mental, que no sólo es el descrito por los geógrafos, sino que es el del lenguaje y sus maneras de constituir lo real, de recrear la tradición de nombrar la pérdida.

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Entonces uno empezó a escribir con mayor seriedad o como jugando. Y de pronto Zurita sacó un libro doblemente controversial, Cantares, una antología de la poesía chilena nueva. Por un instante –un instante largo- se divisó un panorama de ausentes, una generación o poéticas fuera de la bendición del poeta. Y los críticos (que también en Chile son poetas) cuestionaron esa edición tan subjetiva, tan de antología, tan pontificadora… y la cosa se puso color de hormiga. Ya viviendo en Santiago, con mis compañeros de Universidad, discutimos tardes enteras ese libro, preguntándonos el por qué… En el prólogo decía que esa poesía selecta era la reescritura de los Cantos de Ezra Pound y leíamos los Cantos de Pound y quedábamos con la misma sensación de no entender nada. Con el tiempo uno comprende que es parte del ser nacional ese sentimiento de exclusión, ese duelo entre generaciones. ¿Qué posibilitó aquello?: una manera de desentenderse, otra manera de escribir, de encontrar una voz propia que no sonara a esos Cantares ¿Qué más difícil que eso? Otra vez: leer a Zurita es otra forma de arquear el camino.

Al final, leerlo te obligaba a viajar por el desierto, ver los glaciares, recorrer descalzo las playas de Chile. Es perder el miedo a no volver a casa, salir con lo necesario sin esperar recompensa. Irse del país y sobre todo al irse soñar con la cordillera. Entonces, en esa geografía uno vislumbra la historia política de un país de crímenes, un continente de atropellos, un sin número de torturas, vidas quebradas. Es difícil asimilar eso cuando –como en Chile- te cuentan la mitad de la película y te educan dándole la espalda a la cordillera. Bajo este mismo suelo están esparcidos los restos de muchos mirando la Vía Láctea. Y no es menor que la poesía de los ’70 en adelante haya tenido esa meta de avanzar a ciegas y cantar la ruptura de la república.

Ahora, qué difícil es escribir “la cordillera de los Andes” sin pensar en Zurita o “playas de Chile”. Tampoco es que haya agotado esas referencias, pero su reminiscencia queda y quedará en la poesía escrita en castellano. Creo que eso es también porque su escritura la trabajó con pocos elementos, es sumamente sencilla en el uso del léxico, complejizada únicamente por la variación de estos. Inri es quizás uno de los mejores ejemplos de su poética rizomática. Elegías a los desaparecidos lanzados en el mar, la cordillera y el desierto, en una propuesta de ángulo a ángulo, es decir, de desarrollar todas las variables de un solo caso en el que la naturaleza se manifiesta de manera activa –no como escenografía-: como un coro que acompaña el lamento del poeta. En este sentido, la relación de Zurita con la naturaleza es la de Job o la de Gilgamesh que claman al desierto su suerte y en ese lamento todo participa y se mueve.

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Tal vez la poesía para sanar heridas tenga que pasar por eso, por solicitar la participación del paisaje que ha sido testigo de las muertes y la tortura. Nombrar la piedra o la margarita sería lavar a esa piedra y a esa margarita de las marcas de un río de sangre. Por eso también Zurita entiende que se tiene que escribir en el cielo o hacer en el desierto una intervención que pueda ser vista desde una altura considerable (o sideral): una especie de tatuaje de la tierra que dura lo que dura el lenguaje y los pueblos que le dan su sentido social. Hoy por hoy una frase como “ni pena ni miedo” no sólo busca cerrar un capítulo en las dictaduras latinoamericanas (y de todas las demás ocurridas en la tierra), sino que perfectamente podría ser el emblema de nuestro continente, una nueva manera de empezar.

In memoriam es el recuento de esos días de 1973 en que fue tomado preso en las bodegas del barco Maipo. Abre con el bombardeo de La Moneda, la desarticulación de los movimientos populares y estudiantiles, su separación y la narración de la Unidad 420 en la que estaba recluido. Zurita recurre a sus contemporáneos puestos a esperar en el río del Purgatorio (Juan Luis Martínez, Diego Maquieira, entre otros); usa los sueños de Kurosawa para reconstruir los hechos, las pesadillas de Hitchcock, interpela a Ashberry, a Cormac Mccarthy, a su propia madre, al fantasma del padre, a los amigos perdidos que claman desde el lugar de los penitentes: “Hijo de puta nos dejaste. Grandísimo hijo de puta nos dejaste”.

Pero hay algo que me persigue cuando lo leo. ¿Tomar las voces de esos desaparecidos no es por lejos una apropiación? ¿La adjudicación de un discurso a una sola voz?

Entonces pienso en las baladas a los ahorcados de Francois Villon, en las prosas de la guerra civil de Walt Whitman, en los poemas mineros de Neruda, en los versos de la guerra de Bertolt Brecht. Todas ellas son voces que se adjudican un discurso, el de los aplastados, incluso muy de cerca, incluso muy de lejos. ¿Y acaso la poesía no tiene por primer ejercicio el tomarse la palabra? Y ahí vuelvo a una frase que le escuché en una entrevista: “La poesía se construye en base a lo particular, no precisa el mundo, es la piedad por cada detalle del mundo”. La piedad: más que las acepciones generales de misericordia, lastima o compasión, la piedad habla de un amor entrañable que consagramos a los padres y a los objetos venerados. Entonces escribir poesía sería un amor completo ante lo existente, a lo perdido, a lo escrito, a lo cantado y por qué no a lo sufrido. Pero Zurita tuvo que pasar mucho para entender eso, tuvo que hacer que las montañas se movieran como cadenas de una bicicleta y hacer que el mar nevara por dentro.

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Es así que lo siento como un poeta necesario para nuestros tiempos. Uno que pone en práctica el yo es otro de Rimbaud y al mismo tiempo que explora en la biografía la historia de un territorio arrasado. Porque la historia de Chile es también la historia de la cordillera y, por lo tanto, la historia del mar. El poeta es el migrante que hoy atraviesa el Mediterráneo y las consecuencias de una gran guerra por venir las siente en el cuerpo. Mientras estén los árboles, los acantilados, las corrientes submarinas, los glaciares, los torrentes, témpanos, y entre miles de edificios en ruinas se encuentren las puertas del Edén, habrá piedad y entonces la poesía habrá tenido sentido.

Entonces, aplastando la mejilla quemada

Contra los ásperos granos de este suelo pedregoso

-como un buen sudamericano-

Alzaré por un minuto más mi cara hacia el cielo

Llorando

Porque yo que creí en la felicidad

Habré vuelto a ver de nuevo las irrefutables estrellas

Sobre El Autor

Diego Alfaro Palma (Limache, Chile, 1984) publicó los libros de poemas “Tordo” (Ediciones del dock 2016, Cuneta, 2014 / Limache250, 2013) y “Paseantes” (Ed. Temple, 2009). También realizó la antología de la “Poesía reunida de Cecilia Casanova” (Ed. Univ. de Valparaíso, 2014) y reeditó la “Antología de Ezra Pound en Chile” (Universitaria, 2011). Tradujo “El pensamiento zorro”, prosa de Ted Hughes (Limache250, 2013). Sus ensayos han aparecido en “El horroroso Chile. Ensayos sobre las tensiones políticas en la obra de Enrique Lihn” (Alquimia, 2014) y en varias revistas de Chile y el extranjero, entre ellas la importante revista alemana Alba. Su libro “Tordo” recibió el prestigioso Premio Municipal de Santiago en 2015 y anteriormente una mención por su borrador en el Premio Nacional Eduardo Anguita en 2013.

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