El martes 10 de mayo tuvo lugar en la sala Augusto Raúl Cortazar de la Biblioteca Nacional, en el marco del III Encuentro internacional de Literatura Fantástica, la mesa Fantástico argentino contemporáneo, en la que exponentes destacados del género establecieron un recorrido por el mismo. Reproducimos a continuación el texto leído en esa oportunidad por Tomás Downey.
Se suele pensar el fantástico en oposición al realismo, aunque, paradójicamente, necesite de su estructura para existir; un mundo normal en el que irrumpe lo anormal, lo extraño. Para la mayoría de las propuestas teóricas, un relato requiere de un hecho sobrenatural para pertenecer al género, o al menos su posibilidad; una intrusión de lo inexplicable que produce un quiebre en un mundo mimético que se rige por las mismas leyes, fijas y establecidas, que el nuestro. Esta oposición, a su vez, puede verse reflejada en otras dualidades, como aquella que opone realidad y ficción.
En base a esta lógica binaria, ciertos hechos que se dan en un relato fantástico solo pueden existir en el ámbito de la imaginación, mientras que los que forman parte de un relato realista son una representación fiel o imitación de nuestra realidad, que inevitablemente se toma como una entidad aprehensible, sólida y sin fisuras.
Estas dualidades se relativizan si consideramos que la separación entre ficción y realidad es difusa. Para trazar una línea entre ellas se vuelve necesario hacer un recorte entre lo que existe en el mundo, lo tangible, y los productos de la imaginación. Pero la imaginación tiene un soporte biológico, que somos nosotros; no existe en un espacio abstracto, convive con lo que percibimos con nuestros sentidos. A su vez, la ficción no está enfrentada a la realidad, no funciona como espejo, porque en ese caso tendría que estar fuera ella; es un discurso más, entre tantos, con sus particularidades; un tejido que se enreda con el del mundo fáctico, valiéndose de su lógica para ponerla en cuestión. Un (buen) relato amplía nuestro entendimiento de lo real, que siempre desborda los límites que intentamos imponerle.
Son útiles, para pensar en esto, ciertos postulados de la física moderna. El principio de incertidumbre de Heisenberg propone que no se puede observar un fenómeno sin alterarlo, lo que implica que no podemos percibir el mundo tal cual es; solo podemos hacerlo en la medida en que interactuamos con él, y en esa interacción estamos siempre modificándolo.
Esta imposibilidad de observar un hecho por sí mismo, aislado, implica que las afirmaciones unívocas van a ser siempre falsas. Siguiendo esta lógica, y en lo que respecta a nuestra percepción, nada sucede sin más, nada es, todo está siendo observado y catalogado. Y si el acto de la observación interviene en el desarrollo de determinado fenómeno, es imposible conocer su funcionamiento por sí mismo, puro. El estado de las cosas, entonces, es necesariamente el de la indeterminación, en el que conviven varias posibilidades.
Otra paradoja interesante es la del gato y la caja, de Schrödinger. En una caja cerrada, opaca, hay un gato y un recipiente que contiene un gas venenoso o, en la versión de Einstein, un dispositivo con pólvora inestable que tiene una probabilidad de un cincuenta por ciento de explotar en un tiempo dado. Cuando el tiempo que se dispuso termine, en base al sentido común, el gato estará vivo o muerto, pero para comprobarlo habría que abrir la caja y alterar así el sistema (que consta de una caja cerrada a un observador externo), forzando la elección entre un estado y otro. Por lo que la única respuesta posible, según la física cuántica, es una superposición de estados en los que el gato está vivo y muerto a la vez.
Aunque funcionen más allá de nuestras posibilidades de percibirlas, a nivel subatómico o como mera abstracción, estas definiciones funcionan como metáforas. Amplían nuestra noción de la realidad, o de nuestra comprensión respecto de su funcionamiento.
Esto no implica negar que el mundo en el que vivimos, el que podemos percibir, se rige por ciertos principios más o menos establecidos, newtonianos, que puestos en perspectiva no serían universales pero que, al menos, nos ayudan a coincidir en una idea de realidad. Esta realidad, construida entre todos, es artificial y, en muchos sentidos, arbitraria; depende de leyes físicas, aunque no universales, y desde otro punto de vista del consenso social y de lo que llamamos sentido común. Pero una conclusión que podemos extraer de estas paradojas es que, al no existir reglas exactas que ordenen el mundo, especialmente en el campo de la significación, dependemos de lo probable.
Volviendo al campo de la literatura, si nos preguntamos por la pertenencia de determinado texto a un género, se vuelve necesario responder en términos de sí o no, en base a elementos internos del relato y (en el campo de lo fantástico, específicamente) su relación con lo que llamamos realidad.
Pero esa comparación es difícil de hacer si aquello que llamamos realidad, visto de cerca, carece de bases sólidas. A su vez, más interesante que hablar de géneros es pensar en lo fantástico, como categoría, o modo, que atraviesa narraciones en diferentes registros. Lo fantástico trabaja con posibilidades, no basa su funcionamiento en un quiebre o irrupción de lo real; no pretende, estrictamente, romper sus leyes. Su metodología tiene que ver con un enrarecimiento de la lógica cotidiana, plantea un mundo difícil de comprender, con límites difusos, en el que no existe lo otro; o, lo que es lo mismo, en el que todo es siniestro, familiar y a la vez extraño.
La literatura argentina es especialmente fecunda en este terreno, basta nombrar a Lugones, Borges y Cortázar. Hay algo en lo incierto que nos seduce y cuya influencia puede rastrearse hasta textos perfectamente realistas, sin ningún atisbo sobrenatural. El refugio favorito de este tipo de literatura es el cuento, que en cierto modo se parece a la ventana de un tren, una visión fugaz del mundo en el que vemos las cosas al pasar.
El eje de estos relatos que propondré como ejemplos, entonces, le corresponde a la ambigüedad, a la manera en que esquivan cualquier tipo de definición tajante; en cómo desdibujan, en lugar de romper, la idea de ley, de sentido único e incuestionable. Aunque se valgan del realismo, funcionan marcando los puntos ciegos que todos tenemos y necesariamente desconocemos, aquellos en los que la lógica cotidiana no funciona.
El primero es un cuento de Federico Falco, El perro azul, que está en 222 patitos. Un hombre se despierta a la mañana en una casa fría. Hace mate, prende la radio y escucha la entrevista a una señora de un pueblo vecino, cuya perra parió cuatro cachorros. El último salió azul, como teñido en anilina. El hombre le da de comer a su perra escuchando la noticia, se despereza, se viste y saluda a su mujer, que se despierta preguntando si heló. Él responde que sí y sale, sube a su bicicleta y se va a trabajar. La mujer hace mate y se abriga, se pone unas medias gruesas, un pulóver pesado. La perra, que se llama Pitufina, no aparece. La mujer sale a llamarla y se mete en el gallinero. Las gallinas piensan que es hora de comer y se le acercan, le picotean las piernas. Ella las espanta y escucha un gemido que viene del fondo, detrás de unas chapas. La perra está en cuclillas, la vulva hinchada, goteando sangre. Pare un cachorro y la mujer le reprocha que sea tan puta, que si se entera el marido de que quedó preñada de nuevo la va a matar. Rompe la bolsa que envuelve al cachorro, que asoma el hocico rosado, los ojos que todavía no puede abrir, y lo sumerge en un tacho de agua helada, luego de romper la escarcha que se formó arriba. El cachorro se sacude y enseguida muere. La mujer entra a la casa, busca una manta, se la pone en los hombros, agarra los guantes de lavar la ropa y vuelve con la perra. Pasa una hora hasta que nace el segundo cachorro. La mujer lo ahoga en el tacho, espera. Después viene el tercero, y ya cerca del mediodía el cuarto, con el pelaje azul. La mujer lo ahoga igual, como a los otros. Le da curiosidad, pero qué va a hacer. Después lava a la perra, la mete adentro, sube la estufa y se queda con ella, cerca del calor, dejando que pase el día.
http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/266907-71697-2015-02-26.html
El relato no tiene elementos estrictamente sobrenaturales; lo que sucede parecería, al menos, posible. Ya no estamos ante un hecho que trasciende la normalidad, sino ante una normalidad impredecible. Lo central del cuento, su sentido, es que no se sabe bien qué pasó; o, mejor dicho, qué significa, cómo puede interpretarse. Ante la imposibilidad de elegir una explicación, se abre un vacío; se plantea un campo sobre el que el lector puede especular.
Este tipo de historias trabajan con la sospecha, con lo que se insinúa y no se termina de comprender. Esa indeterminación es una forma más ajustada de referirse a nuestra relación con lo real, a nuestra forma de nombrar a las cosas. La propia lengua es una manifestación de lo incierto, de la significación que se desplaza dejando un núcleo vacío, de la relación arbitraria entre significado y significante. Incluso la ficción por sí misma puede ocupar ese lugar, está en lugar de la cosa sin ser la cosa. Pero es en lo fantástico en donde ese desplazamiento es más rico.
Los formalistas rusos hablaban de la literariedad en el ámbito del lenguaje, del lenguaje puesto a funcionar de determinada manera para hacer literatura. Y la literariedad, afirmaban, está relacionada con una desautomatización que pone en relieve la arbitrariedad de la lengua. Borges, a su vez, entendía el hecho estético como la inminencia de una revelación que no llega a producirse. Ambas definiciones apuntan a un espacio abstracto, extraño y familiar a la vez, en que los fenómenos se insinúan sin llegar a constituirse del todo.
Hay una forma de entender este tipo de relatos que tiene que ver con la inquietud y el asombro; algo difícil de explicar pero que no por eso deja de ser una forma de comprensión o asimilación. No es casual que trabajen más con imágenes que con discursos; tienen, en general, un registro cinematográfico; la imagen abre sentidos en lugar de limitarlos, su sentido queda a criterio del lector. Y eso permite un juego con las interpretaciones más obvias y los prejuicios que conllevan.
Un ejemplo perfecto de esto es el cuento de Samanta Schweblin, Un hombre sin suerte, incluido en Siete casas vacías. Es un relato que puede considerarse como perfectamente realista y lo elijo, justamente, para rastrear los límites de lo fantástico; porque se vale de su estructura y herramientas, de su forma de narrar. El cuento deja una sensación dislocada, que puede diferir en la intensidad pero es la misma de cualquier relato moderno de fantasmas.
La narradora es una niña y el cuento atrapa desde la primera oración: “El día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo–, se tomó de un saque una taza entera de lavandina”. Acá ya hay una irrupción de lo inesperado.
La chica tiene que salir corriendo con sus padres y su hermana hacia el hospital. Como hay mucho tráfico, el padre, desesperado, le pide su bombacha, que es blanca, para sacarla por la ventana. Ella no quiere pero la madre le grita: ¡sacate la puta bombacha! De nuevo lo familiar vuelto extraño: una madre gritándole a su hija que se saque la bombacha para que el padre la agite por la ventanilla. La chica obedece y cuando llegan al hospital entran todos corriendo. Ella se queda sola, esperando, sentada “con las rodillas bien pegadas”, preguntándose si alguno de sus compañeros de colegio habría visto su bombacha camino al hospital.
En la sala de espera, un hombre se sienta junto a ella y le habla, le pregunta ¿qué tal? Enseguida nos imaginamos lo peor, y el cuento avanza sobre el filo de lo posible, yendo cada vez más lejos. El hombre insiste en hablarle, le pregunta cosas como a quién espera, y hasta la invita a tomar un helado. Lo hace de forma serena, es un hombre amable; tanto que ella entra en confianza y le cuenta que es su cumpleaños, y después, sin saber por qué, quizás porque no puede dejar de pensar en eso, le dice que no tiene bombacha. Pero es tu cumpleaños, le contesta él, uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños. Vamos, le dice, ya sé donde conseguir una. Ella le da la mano, salen al estacionamiento y cruzan la avenida hasta la tienda de enfrente. Van hasta donde está la ropa interior y el hombre elige una bombacha (negra, con corazoncitos y un dibujo de Hello Kitty, cuando al principio del cuento la chica había dicho que todas sus bombachas eran blancas). Él le dice que no puede entrar al probador con ella, pero la chica teme salir y que él no esté. Y acá ya hay algo que se enrarece, el prejuicio inicial que teníamos respecto del hombre cambió, sigue habiendo algo desubicado, pero a la vez intuimos que la chica no está en peligro, como podríamos haber creído al principio. Y que lo que hace el hombre, aunque resulte incómodo, puede llegar a ser una buena acción. Entonces ella le pregunta su nombre, por si sale del probador y no lo encuentra. Él le responde que no lo puede decir, que está ojeado, que si lo dice se muere. Ella le pide que lo escriba en un papel y él se niega de nuevo, dice que la maldición puede alcanzarlo igual, que es el hombre con menos suerte del mundo y que nadie confía en él. La chica se pone a llorar, angustiada por la situación, o quizás empatizando, y él la abraza. Ella apoya la cara sobre su pecho en una escena que tiene tanto de contención como de inquietud. El hombre se apiada y finalmente anota su nombre en un papel, lo dobla tres veces y se lo da, pero le pide que por favor no lo lea. Este momento, leído sin inocencia, podría significar que él prefiere el anonimato por motivos obvios. Pero desde el punto de vista de la chica no hay ningún cuestionamiento, la supuesta maldición parecería darse por cierta.
Entonces ella entra al probador y se pone la bombacha, que le queda perfecta. Incluso piensa que no le daría vergüenza que sus compañeros la vieran. Sale, contenta, y el hombre la está esperando. Pero cuando vuelven al estacionamiento del hospital, el padre de la chica los ve y grita. Dos policías lo agarran y la madre, al abrazar a su hija, nota algo raro; entonces le levanta el jumper y todos ven la bombacha negra. ¡Hijo de puta!, grita, mientras su marido se abalanza sobre el hombre sin suerte. En medio de esa confusión, la chica agarra el papel con el nombre escrito, lo lee y se lo come sin decirnos el nombre.
http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/23-62367-2013-02-08.html
La situación de abuso que parece inminente, de la que el cuento extrae su tensión, nunca sucede. Y las intenciones del hombre, que en un principio creemos adivinar sin atisbo de dudas, se vuelven difusas y extrañas. Sobre el final, no sabemos qué pensar, con qué herramientas entender lo que acaban de contarnos.
Este relato, como el de Falco, tiene un momento en el que algo comprendemos o intuimos; pero más que a una respuesta, la revelación plantea nuevas preguntas.
El último ejemplo es una novela breve cuya contratapa ubica “en el límite entre lo real y lo fantástico”, que es una frontera, pero entendida como territorio y no como línea que separa, con su tráfico, legal o ilegal, con costumbres y expresiones que cruzan de un lado a otro. Las fronteras son siempre territorios inestables y ese podría ser el lugar de lo fantástico, que trabaja con diferentes registros y códigos, pasando de un género a otro pero manteniendo siempre esa cualidad difusa.
La habitación del presidente, de Ricardo Romero, es una novela breve, incluso modesta. No tiene golpes de efecto ni grandilocuencias pero genera un ambiente siniestro y extrañado con elegancia, sin siquiera acercarse a lo sórdido. Empieza con un epígrafe de Steven Millhauser: “Por decirlo de otra manera, ¿es posible que el secreto esté expuesto ante nosotros, que ya sepamos qué es?”. La cita lo ubica en ese lugar tan preciso e impreciso a la vez, ese instante de revelación, o anti revelación, la inminencia de la que hablaba Borges.
La novela está narrada por un chico que vive con sus dos hermanos y sus padres. En su casa, como en todas las casas, hay una habitación reservada para el presidente, siempre lista por si el presidente decidiera pasar la noche ahí. El presidente, además, tiene las llaves de todas las casas; que a su vez están pegadas entre sí, lo que lleva al narrador a preguntarse si hay algo más aterrador que escuchar los ruidos de los extraños que viven al lado. Todos los miembros de la familia dejan cosas en los cajones del escritorio o la mesa de luz de la habitación del presidente, objetos que primero debaten y luego aceptan o rechazan en familia. El chico espía la habitación, espera que algún día venga el presidente, recorre la casa en silencio. Por un lado, parecería la historia de alguien que anhela algo extraordinario. Pero su sentido alegórico queda desplazado por el aparente absurdo de la situación y porque hay algo que se esconde, como el chico y el resto de los miembros de su familia, que entran a la habitación cuando nadie los ve. Un punto a destacar es que, en en el mundo extrañado en que transcurre la historia, los sótanos están prohibidos y los que existían desde antes fueron clausurados, lo que sugiere algo subterráneo y velado.
La novela parece intentar simular, o rescatar, cierto estado de inocencia, de perplejidad ante un mundo hecho de engranajes que, si miramos de cerca, giran en el vacío sin llegar a tocarse.
La habitación del presidente se ubica en ese punto en el que todo remite a otra cosa, que a su vez no está ahí. El lugar en el que cae la significación, entonces, está vacío. Pareciera que alguna vez hubo algo, quedan las marcas, pero ya no hay nada.
Esta forma de escribir, de pensar, se ocupa de lo estructural más que de lo circunstancial; de los mecanismos mediante los cuales nos asustamos, por ejemplo, más que del miedo como efecto. Se me ocurre que esa pretensión puede parecer una frivolidad, por no ocuparse directamente de problemas concretos, como el aquí y el ahora. Pero igual de frívolo puede ser considerar que el aquí y el ahora son lo importante; lo que implica, por falta de perspectiva, desconocer nuestra insignificancia.
Las narraciones fantásticas, desde sus orígenes, intentaron dar cuenta de lo que no se podía explicar por otros medios. Los fenómenos meteorológicos, el fuego, la muerte. Hoy conservamos ese mismo asombro, en el que hay un componente lúdico.
Y de nuevo Borges, que supo expresar el costado feliz, por así decirlo, de todas estas cuestiones: “Quizás el fin del laberinto, si es que el laberinto tiene un fin, sea el de estimular nuestra inteligencia, el de hacernos pensar en el misterio y no en la solución: somos seres humanos, nada más, pero buscar esa solución y saber que no la encontramos es algo hermoso. Quizás los enigmas sean más importantes que las soluciones”.
Ilustración de portada | Retrato del autor por María Petracchi
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