“Escuchame, nena. Y aprendé. ¿Querés saber qué es el teatro? Un circo de pulgas.

También la ópera. También los rodeos, los carnavales, los ballets, las danzas indias tribales…”
-Joseph Mankiewicz.

 

Rubén Szuchmacher viene del barrio de Flores, del seno de una familia humilde de lectores y espectadores apasionados, de un padre polaco orgulloso de haber nacido en el año de la Revolución Rusa, de una familia que porta la idea de transformación del mundo y lleva en la sangre el optimismo, la responsabilidad y los sueños.
Una de sus últimas piezas -que lamentablemente y por razones intrínsecas a la gestión cultural de los tiempos que corren ya no puede verse en la cartelera porteña- es Todas las cosas del mundo. Con impecable dramaturgia de Diego Manso, y notable actuación de  Ingrid Pelicori, Horacio Acosta, Iván Moschner, Paloma Contreras, Fabiana Falcón y Juan Santiago, la obra presenta un espectacular grotesco que propone una inusual mirada sobre el ser nacional, una extravagante historia de la pampa que aúna freaks, iglesia, pensamiento mágico, autoritarismo, corrupción… Un verdadero circo argentino donde no falta humor, suspenso, crimen ni pasión; una joyita escénica que hace claros guiños a Valle Inclán en el abordaje de lo esperpéntico, y desarrolla con singularidad un lenguaje propio.
Cultor de la materia, Szuchmacher es hombre del teatro y de la música. Con Così fan tutte -ópera bufa con música de Wolfgang Amadeus Mozart y libreto de Lorenzo da Ponte, estrenada en el Teatro argentino de La Plata- vuelve al género y a la labor de régisseur luego de doce años.
En Lo incapturable, publicado en 2015 por Reservoir Books, el autor despliega una amplia reflexión sobre distintos aspectos de las artes escénicas: la importancia de lo espacial, la arquitectura del texto, las artes visuales y sonoras, la literatura; los roles participantes, el sistema de producción que toda obra dramática necesariamente constituye; y tantos otros pliegues de la labor teatral.
Dialogar con Rubén es activar una reflexión profunda, lanzarse al ejercicio de pensar el arte, el de pensarnos como sociedad, ejercicio complejo y necesario, pues, sentencia Szchumacher, “vivimos en un gran malentendido”. 
Defensor ferviente del texto -de la construcción que todo texto implica-, dice que lo interesante del mundo es que somos seres gregarios y estamos vinculados. Y es que él sabe, también, del misterio: pues el arte nace a partir del choque de materias, tal como el universo.

Me interesa la relación que planteás entre el hecho teatral y el ritual; aquel necesita de seres no ficcionales para realizarse; este, ficcionaliza a todos sus integrantes, no cuenta con espectadores, pues allí todos son oficiantes. ¿Podrías desarrollar tu lectura de esta relación? Y por otra parte, en esa línea, ¿cuánto de lo sagrado habita en el teatro?

En principio, toda la pregunta tiene que ver con algo que para mí es fundamental, que es la relación; para mí el teatro es el arte de la relación, de la combinación, entre algo llamado la escena y algo llamado los espectadores, que tiene múltiples posibilidades. En el caso de las artes escénicas es imprescindible que unos sean ficcionales y otros no para poder constituirse, porque si no estaríamos en el campo del ritual, todos seríamos oficiantes, todos estaríamos ficcionalizados. Yo creo que lo sagrado –que es una palabra que no suelo utilizar demasiado, a pesar de que Brook la utiliza mucho y muy bien- está en ese vínculo, en esa relación. Pero yo me percibo menos religioso en ese sentido, más cultor de la materia. Yo soy material, hay una fascinación que me produce la materia, los materiales con los que uno trabaja; y en el teatro uno de los grandes materiales son los seres humanos. Y ahí se produce algo que a veces no se puede explicar, y ahí aparece lo sagrado, yo uno lo sagrado al misterio. El arte se constituye por razones muy concretas, muy precisas, pero a la vez ocurre porque hay un misterio, el misterio de la creación, que algunos llaman dios, otros energía, como quieran, pero hay algo que se constituye ahí que es de otro orden: sagrado, espiritual, un choque de materias, como en el principio del universo.

¿Cómo es tu formación? ¿Venís también de la música, no?

Yo vengo de Flores, vamos a empezar así porque es la única manera de explicar mi vida. Desde Flores mis padres me repartieron en un motón de actividades que tuvieron que ver con el teatro, con la música, prácticamente nada con el deporte, a pesar de que quisieron que hiciera natación porque era chiquitito, un niño esmirriadito, había que ver si me engrandecía un poco pero no lo lograron… Tuve muchísima relación con lo artístico en el seno de una familia que no era de artistas, mis padres trabajaban en la industria textil, no había relación con lo artístico sino como espectadores, eran lectores y espectadores apasionados: en mi casa podía no haber comida –lo cual pasó en algún momento-, pero siempre había libros, discos; no había para comprarse ropa pero íbamos al teatro. Eso estuvo presente durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia, como la matriz que dan los padres, la familia. Eso hizo que mis hermanas mayores y yo tuviéramos un tránsito por las artes. De hecho, mi hermana mayor, que es la única profesional de la familia -es médico, psicoanalista, etc.- fue una gran actriz y una gran escritora de teatro para niños que se desarrolló sobre todo en México. Todo apuntaba a que en términos artísticos mi hermana Perla iba a ser la actriz y yo el músico de la familia. Pero dentro de la proyección profesional de una familia de aquella época -donde uno no se imaginaba artista sino una profesión liberal acompañada por algo artístico- yo iba a ser arquitecto. Pero todo se quebró, porque yo ni termine el secundario en ese momento, me dediqué desde muy jovencito a la música, al teatro, a hacer roles de niños hambrientos en obras de teatro independiente… Eso lo recuerdo bien porque en dos obras completamente distintas recuerdo decir la frase “mamá, tengo hambre”, o “deme un poco de pan”, encima era flaquito (risas)… Son mis orígenes en el teatro. También me dediqué durante mucho tiempo a la música, estudiando para ser Profesor de Iniciación musical; yo agarré el momento de furor del Método Orff que promovía el Collegium Musicum, fui un tocador de flautas dulces, me recuerdo a los quince años dando clases de flauta dulce… A los veinte canté bastante en coros, llegué a cantar obras importantes hasta que entré al Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, donde hice la carrera de Regie, porque mi nivel de adiestramiento musical era bastante flojo: yo no tenía paciencia para estar horas sentado en un piano, era más inquieto, y entonces mi grupo de pertenencia musical me dijo “lo tuyo es la Regie de ópera”. Así entre al Colón, con veintidós años, y me recibí en el fatídico año del ’76. Pero a esa altura ya trabajaba en la escuela nacional de arte dramático como maestro de taller, había bailado -fui bailarín durante un tiempo-, había realizado escenografías, ayudado a dirigir obras… Y eso es solo el comienzo, todavía no había empezado la verdadera historia.

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Decís en Lo incapturable: “Toda puesta en escena necesita un espacio eficaz para su mejor percepción”. ¿Cómo das con el ámbito adecuado para una obra? ¿Cómo pensás el espacio para una ópera determinada o, por ejemplo, ¿cómo se configuró en Todas las cosas del mundo?

Es como una torta… Nunca se trata exactamente de la receta. Lo que yo he desarrollado es un pensamiento espacial, entre tantas otras cosas, quizás algo de ese arquitecto que no fui me dejó dando vueltas algo de lo que son los espacios, es más, mi materia en la carrera de Dirección de la UNA es Espacio escénico, lo cual me vino muy bien porque me ayudó a estudiar un montón de cuestiones en torno a la problemática de los espacios. Hay algo que yo suelo trabajar que tiene que ver con descubrir cuál es el espacio de una obra, que no quiere decir cuál es su escenografía, la escenografía funciona como un espacio narrativo, otra cosa es descubrir cuál es el espacio, y generalmente las obras contienen un espacio. Hoy estaba justamente dando un ejemplo con una pequeña obra de Brecht donde si no se constituye la idea de un adentro y un afuera como relación la obra no se puede constituir, se necesita un espacio que permita configurar un adentro y un afuera, de alguna manera hay algo que se tiene que ver y algo que no. No todas las obras son así, por ejemplo, en las obras de Shakespeare todo es pasible de ser visto. Lo sé porque mi cuerpo estuvo arriba del Teatro del Globo haciendo un personaje en Enrique IV Segunda Parte, una obra que yo mismo dirigí en Londres, y ahí te das cuenta de que tenés público por todas partes, por lo tanto no hay revés. Es como esa hoja de “La biblioteca de Babel”, esa hoja que no tiene revés, de la cual habla Borges… Es interesante como uno se mete adentro de la espacialidad de un texto. Y ahí hay otra cosa: yo por parte de padre tengo antecedentes jasídicos, pertenecían a una familia de rabinos, entonces hay algo que tengo que es que leo los textos pensando en el espacio que hay adentro, no solamente pienso en el movimiento -para mí un texto siempre es una acción quinética-, sino que además pienso cuál es la arquitectura que tiene un texto.
Si el lugar ya está establecido previamente como me pasó en el Payró, por ejemplo, que yo ya tenía definido el espacio, entonces lo que hago es una investigación para que la obra que voy a hacer esté puesta de la mejor manera ahí. En el caso del Teatro Argentino de La plata (donde estrenó Cosi fan tutte), con Jorge Ferrari, el escenógrafo, y Gonzalo Córdoba, el iluminador, decidimos achicar el espacio en relación a lo que es ese escenario gigante; esto es una manera de manipular el espacio, porque si en una ópera como Cosi fan tutte uno deja el espacio todo abierto, se pierde la historia –no es una obra espectacular, es casi una pieza de cámara-. En el caso de Todas las cosas del mundo, de Diego Manso, en el Payró, es interesante porque la obra está escrita para un teatro frontal a la italiana que tiene desembarcos. Y el Payró no tiene eso, pero la escenografía construida, además de tener una impronta visual muy fuerte, tiene desembarcos, tiene puertas en los laterales; se construye ese espacio con laterales para permitir lo que en principio el escenario del Payró -donde todo está a la vista- no permite: hacer aparecer o desaparecer algo. Entonces construimos un espacio donde hay cosas que no se ven, y eso fue una manipulación. No se trata solo de una cuestión escenográfica sino de una reflexión sobre lo espacial.

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A la hora de definir qué es un texto teatral y qué no, vos proponés la idea de “hipótesis de representación”. ¿Podrías desarrollarla?

Es una de las cosas que a mí me ayudó mucho a pensar en el problema textual, sobre todo en un momento en que cualquier texto es pasible de ser llevado a la escena. Hasta cierta época del siglo XX sólo era teatral aquello que se definía como teatral, luego uno podía llevar al teatro novelas, recetas de cocina, cualquier cosa… Investigando sobre esa idea me di cuenta de que lo que sucede para que una obra se constituya como una obra dramática es que incluye el sistema de producción que la genera. Las obras, desde los griegos hasta acá, siempre tienen adentro su sistema de producción, aquello para lo cual fueron escritas, aunque no sea conscientemente. Es muy difícil pensar a un autor que haya escrito una obra sin pensar en un sistema de producción. Los griegos escribían para tres actores y para un determinado formato material. Si lo que está escrito en una tragedia griega es así es porque hay un sistema de producción que lo antecede: siempre en la escritura teatral, hay un sistema de producción que antecede a la escritura. Salvo algún loco que escribió cualquier cosa, lo cual está bárbaro, porque los que escriben para ningún sistema son los que mueven de alguna manera el sistema. Como Lenz, por ejemplo, el autor de Los soldados, que tiene una estructura casi intolerable para el sistema de representación de la época. Por eso eran autores que recién pudieron ser entendidos y trabajados por el expresionismo, porque escribieron escenas que en su época no podían representarse, porque duraban nada… Y en esa época necesitaban constituir una escena, poner una escenografía, etc. Sobre todo en el teatro alemán, donde aparece la idea de “cuadro” -“built” en alemán-, idea que proviene claramente de la pintura, eso se tenía que constituir. Que un built durara cuatro réplicas era intolerable desde el punto de vista de la construcción escénica de la época. Entonces lo hace Lenz, luego Büchner, y luego esas formas desaparecen hasta que llegan los expresionistas que pueden -porque hay luz eléctrica- sacar una escena y poner otra. Siempre detrás de cada obra hay un sistema de producción. El teatro que hoy se ve en Buenos Aires, de pocos actores y decorado único, está pensando en un tipo de sala; el sistema de producción está predeterminando una escritura.
Lo que constituye la obra como teatral es el sistema de producción, no la estructura dialogada, porque si no serían obras de teatro los Discorsi de Galilei, o los Diálogos de Platón; nada menos teatral que un diálogo de Platón, es un diálogo. Tampoco lo va a definir el hecho de que tenga conflicto, en la Ilíada se la pasan matando unos a otros… Ni el concepto de personaje. Es que detrás de esas palabras hay una materialidad que pulsa por volverse escena, la que le da la condición.

“… al evitar el contacto entre personas diferentes, se elimina la política. Y toda construcción de un espectáculo, al ser una acción colectiva, se desarrolla a través de una práctica política, en otras palabras, es una acción que se despliega entre los sujetos”. Comentábamos el otro día a la salida del teatro que Todas las cosas del mundo se parece bastante a un manifiesto… ¿Cómo concebís la relación entre teatro y política?

Creo que es una relación material, volvemos a lo mismo. Porque más allá de lo discursivo de lo propiamente político, creo que hay algo profundamente político que es la interrelación. Esta cuestión de que es un arte que se constituye en la doble existencia, entre la ficción y la no ficción, entre el espectador y la escena; ahí ya hay una cuestión política. El espectador pulsa para que suceda algo y la escena pulsa para que pase otra cosa, y a partir de ahí tenemos el choque, el “entre”, el “zwischen“, dirían los alemanes, el “between”. Estas categorías a las que Hannah Arendt les da mucha manija para salir del yo aristotélico del hombre como político; ella dice que eso no es así, que una persona sola no es política, tiene que haber por lo menos dos para que se constituya el ser como político. Adhiero profundamente a esa idea. Y el teatro es el mejor lugar para eso.
Yo trato todo el tiempo de trabajar con otra gente, es parte de mi psiquismo; a mí solo no se me ocurre nada, si no hubiera mundo alrededor yo no haría nada, soy un desastre. Y eso tiene que ver con el contacto con los demás. Por eso yo estoy en contra del “teatrista” como concepto, que es una especie de acumulador de tareas, una categoría económica, porque en la medida en que vos acumules tareas te vas a quedar prácticamente con toda la plata… No deja de ser una categoría de cierta avaricia. Y eso empobrece cualquier cosa, no hay nada menos interesante que uno mismo. Yo me aburro mucho solo. Si tuviera que estar todo el tiempo pensando en mí, me moriría de aburrimiento. Para mí lo interesante del mundo es que somos seres gregarios y estamos vinculados. Y el teatro es por excelencia eso. Es un gesto absolutamente político de primer nivel estar en vinculación con un montón de personas que van a constituir un objeto en conjunto. Lo más probable es que ese objeto sea mucho más rico, por diverso, que si lo hace una sola persona. Cuando uno analiza la vida de los artistas más importantes desde fines del siglo XIX… Digo esto para no caer en esta especie de estupidez que algunos plantean, de decir que Shakespeare dirigía y actuaba y escribía… Primero que no existía el concepto de director, y después, el sistema de la época recién estaba tratando de entender de qué se trataba ser un sujeto. No se puede pretender pensar que lo que les pasaba a los griegos es lo mismo que lo que le pasa a uno, ¿no? Aunque es cierto que lo trágico -como diría Eagleton- sigue, y recorre desde los griegos hasta acá algo que sigue estando, pero que obviamente no es lo mismo.
Lo interesante es que uno pueda articular un montón de voluntades y constituir algo, ese objeto tiene fuerza política porque es la construcción de una sociedad, de un mundo: un espectáculo es una construcción de un mundo. De alguna manera es una revolución, porque habla del poder constituir. Cuando no sucede esto es el puro tedio, y por lo tanto un acto puramente narcisista.

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¿Cómo ves el panorama político?

Feo, me parece que se ha instalado una enorme mediocridad. Venimos atravesando un larguísimo período que yo clasifico como -parafraseando a Camus- de malentendido, vivimos en un malentendido continuo, donde se cree que suceden cosas que luego uno se da cuenta de que no suceden, y la gente cree cosas que no son. Creo que desde que terminó la dictadura se instaló esta idea de que creemos que somos cosas que no somos, y el país es algo que no es.
Ahora que ya he recorrido un largo camino, como las muchachas del Virginia Slim –yo tenía treinta y tres años cuando terminó la dictadura, ya pasaron treinta y dos años más…-, cuando pienso en el mundo que tenemos veo que durante mucho tiempo nos pasamos pensando cualquier cosa. Y me aparece con más fuerza ahora una imagen de mi padre: él siempre nos dijo con orgullo que una cosa que le gustaba mucho era que había nacido el año de la Revolución Rusa, que esto de alguna manera lo había vuelto en principio socialista en su Polonia natal y luego comunista en la Argentina; nosotros fuimos una familia comunista, por supuesto después en los ’70 nos peleamos todos y cada uno se fue para un lugar diferente, pero la idea de transformación del mundo la llevamos dentro.
Mi viejo murió a los 91, y un día charlando, ya sin irritaciones, a la vuelta del camino, cuando uno puede recoger la sabiduría de esos viejos maravillosos, me dijo: “lo que lamento es que me voy a morir y el mundo no lo cambié”. Yo siento que me está pasando lo mismo, me voy a morir y el mundo no lo cambié, no lo cambiamos. Y creo que no lo cambiamos porque vivimos en estado de malentendido, creemos que lo cambiamos, que las cosas pasan, pero lo profundo, lo verdaderamente importante de ser transformado no sucede; por eso cada tanto vamos y venimos, nos preguntamos cómo puede ser posible que estemos en esta situación… Porque era tan frágil lo que había, que se rompió, y era tan frágil lo anterior, y lo anterior de lo anterior de lo anterior. No es una idea simpática, esto me genera siempre algunos problemas. Porque yo no me quiero colocar a un lado o al otro, yo no me siento agrietado por nada ni por nadie… (Risas). Siento mi piel un poco agrietada, pero son los años, qué voy a hacer…
Algo no nos aconteció, porque si no eso ya estaría instalado, sería parte de nuestra idiosincrasia. Lo que a mí me impresiona en el recorrido que tengo en este país, es que todo el tiempo estamos preparándonos para hacer algo, y ese es el mayor malentendido. No podemos estar todo el tiempo pensando cómo vamos a hacer las cosas. Nunca nos podemos meter en la cosa porque siempre nos estamos preparando. Ahora estamos viendo cómo hacemos para tener un país, para construir de nuevo la fe por fuera de la corrupción… Pero desde que yo nací estamos hablando de la corrupción. Cuando cayó el peronismo, en el ’55, se hablaba de la corrupción, de las joyas de Evita… No es algo nuevo. Y también después, cuando la Libertadora, salieron otros a hablar de corrupción. ¿Qué estamos creyendo? ¿Que la corrupción es el sentido de nuestras vidas y que si superamos eso nos va a ir bien? No, es por otro lado, hay que romper el malentendido. Que viene de la necesidad de pensar simple, caímos en el malentendido porque queremos un mundo binario, de buenos y malos. Lo que la mayoría de las personas en este país y en el mundo está atravesando es un rechazo profundo a la complejidad, y la historia de la humanidad ha generado un pensamiento increíblemente complejo. Y de pronto, hay generaciones y generaciones de gente que tira todo por la borda y no quiere lo complejo. No se puede explicar sencillamente aquello que no es sencillo. Es muy difícil que se pueda hacer algo si uno no se quiere meter en lugares complejos y abismales.

¿Cómo concebís la idea de “conflicto”?

El conflicto es una de las tantas maneras de producir acción; para no pensar en una idea que se limite a la de que hay dos fuerzas en conflicto. Porque ese es un sistema que no va a permitir entender una obra de Beckett, por ejemplo, o de Heiner Müller; es un sistema que sirve hasta el siglo XIX. Me parece interesante pensar en las ideas de equilibrio y desequilibrio: hay algo que está en equilibrio y de pronto aparece una acción que desequilibra algo. Eso me permite incluir más instancias dramatúrgicas. Otro concepto importante es el de movimiento; la vieja idea del conflicto de alguna manera está dando cuenta del movimiento, el movimiento tiene que estar siempre en alguna parte.
En Lo incapturable hablás de la preponderancia del sentido de la visión en nuestra cultura, propia de la modernidad, claro. La etimología hace su parte: “theatron: lugar para ver”. ¿Cómo es posible escapar, justo en el teatro, de la servidumbre visual? ¿Cómo se construye un escenario que no se limite a “explicar” lo que se está contando?

A mí me parece que se trata de entender que los elementos que están en juego, que son lo espacial, lo visual, lo sonoro y lo literario, interactúan en la misma intensidad. Si eso sucede y están trabajando y creando un nuevo sistema, es probable que no quede todo ligado con lo visual. Para mucha gente el teatro es un arte arcaico porque no es el cine. Nada me produce más gracias y hasta admiración que cuando la gente dice que no le gusta el teatro sino el cine, como si fuese algo comparable. Cuando en realidad son dos cosas que no tienen nada que ver.

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Otro tema interesante es el del tiempo. Nos cansamos de escuchar comentarios del tipo: “si dura dos horas ni voy”, “a esa película le sobran veinte minutos”, etc. Sin duda, como vos señalas en tu libro, hay menos tolerancia a las obra largas y esto tiene de seguro que ver con los nuevos hábitos y ritmos. Sin embargo no se puede contar Ricardo III en una hora… Vos hablás del fantasma del aburrimiento. ¿Cuánto tiene que durar una obra? ¿Cómo manejás el tiempo en las tuyas?

Pensando en el tiempo, reflexionando. Y también hay algo que proviene de mi experiencia musical. Durante mucho tiempo trabajo esta pregunta: ¿cuánto dura algo? Es una pregunta que le escuché formular a Beatriz Sarlo en un artículo de Punto de vista, hablando de la lectura del Moby Dick de Melville, que hicieron Luis Cano y Emilio García Wehbi, una reflexión muy interesante que me disparó algo increíble: las cosas están en relación a lo que duran. El teatro en ese sentido es el reino de la relatividad. En el trabajo que uno hace como director, uno lo que hace es construir tiempo, y esto por momentos es insoportable, porque hay varios niveles de tiempo: está el tiempo reloj, el tiempo de la narración, y el de la construcción ficcional, cómo se cuenta… Nosotros como artistas tenemos que trabajar sobre aquello con lo que podamos articular los materiales en un determinado tiempo.
Hay obras minimalistas -como la puesta de Wilson de Einstein on the beach, de Philip Glass- donde uno tiene que relajarse porque lo que te están diciendo es “no quieras medir el tiempo, no es para ser medido”. Va a estar el que a los cinco minutos se quiera ir a la casa, y el otro que va a querer hacer la experiencia. Pero vos no podés hacer una obra minimal que dure cinco minutos, porque no se trata sólo de la combinatoria de tres notas sino también de la duración de eso para que ese efecto se produzca. Entonces es cuestión de volver a poner sobre el tapete esas reflexiones, que son las que el arte va produciendo. A mí me parece que los artistas tienen que dejar de hablar por dos años de subjetividad (risas), parafraseando al gran filósofo Barrionuevo. Estoy harto de escuchar hablar a la gente de la subjetividad, la subjetividad está garantizada, no hay forma de salir de ella, por lo tanto no hay que hablar de eso, de lo que no puede ser de otra manera. Hay que ocuparse de lo que no se tiene, de los problemas como el tiempo, que -en las artes del tiempo como el teatro o la música- es un gran tema para ser trabajado, pensado, indagado… Pareciera que estas reflexiones no llegan al teatro, al teatro porteño por lo menos, que tiene grandes falencias… En general la gente está más preocupada por su expresión, y eso lo vuelve bastante pobre.

¿Cómo trabajás en la dirección de actores?

Depende del material, no tengo un método. En las clases de entrenamiento actoral que doy yo me ocupo del texto, algo que en general no se hace. En este país, en general, la gente sabe expresarse mucho, y sabe improvisar. Entonces yo me ocupo del texto, pero creo que por descarte, porque el decir está muy devaluado. Estaba harto de que los actores más jóvenes no supieran hablar, no pudieran articular una frase correctamente. Y eso tiene que ver con una falencia de la escuela. La escuela primaria, cuando abandona la lectura en voz alta, empieza a someter a todos los ciudadanos -no sólo a los que van a ser actores- a un decir poco articulado. Cuando yo iba al colegio había un momento de la clase en el que había que pasar al frente a leer, y había una clara conciencia de lo que era un punto, una coma, dos puntos… Había que aprenderlo. Con el tiempo eso desaparece porque se considera un saber inútil. Y para los actores es terrible, porque empezaron a aparecer actores sin gramáticas, ni ortografías, ni puntuaciones, a los que no se les entiende nada.
Entonces, el trabajo con los actores depende del material. Como a mí en general me gustan los materiales con profusión de texto, trato de trabajar eso, la comprensión. Lo hago en la ópera, arranqué con Cosi Fan Tutte de Mozart leyendo el librito de Da Ponte en italiano, para quitarle a los cantantes esta idea que se les arma por la música. Muchos de ellos no son italianos -el italiano es un idioma adquirido-, entonces de pronto pierden la idea de que hay un fraseo, algo del decir que es importante; sobre todo en obras donde hay recitativos a rolete, y que se asemejan bastante a lo que es una obra de teatro. Pero todo depende de qué es lo que tenga entre manos.
En el caso de Todas las cosas del mundo fue muy trabajada la acción en cada momento. Quedé muy agotado, tiene un nivel enorme de trabajo. Cada frase tiene un movimiento que hay que construir, que no se puede pasar por alto. Para mí los buenos textos ya contienen su sonido, yo no soy de los que creen que hay que hacerles algo. Yo creo que uno como actor tiene que escuchar lo que el texto hace, los textos tienen un sonido oculto que uno tiene que revelar. Cuando uno revela ese sonido actúa bien, cuando uno lo fuerza, bueno… Los textos se aseguran algo y te dejan en ridículo; son más sabios que uno, porque son construcciones. Todo lo que es construcción es más sabio que uno, que es un ser imperfecto; somos una especie de gran imperfección. Hamlet es el ser más perfecto del planeta, y la persona más maravillosa del mundo nunca se asemejará a la perfección que tiene Hamlet, porque Hamlet lo que tiene de bueno es que no es una persona, es una estructura poética, una maravilla, una cosa sagrada.

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Todas las cosas del mundo

Para ir cerrando… Pensaba en la referencia que en tu libro hacés a Juan Moreira como la obra que creemos inaugura el teatro argentino. Esto me lleva al lugar fundacional que ocupa también El matadero de Echeverría en nuestra literatura. La narrativa y el teatro argentino mancomunados en un origen cuyo gran protagonista es la violencia. ¿Cómo puede pensarse la relación entre teatro y violencia? ¿Cuánto habla esa coincidencia de la sociedad que somos?

Qué pregunta. A ver, voy a asociar libremente… Lo primero que me aparece es que nosotros tenemos una literatura muy violenta, el Martín Fierro también tiene mucha violencia, los textos de Gutiérrez… Hay un nivel de violencia muy alto, que yo creo que después no se refleja en el teatro. El teatro argentino se vuelve más amable en algún punto. Hay alguna forma de la violencia… Recuerdo una maravillosa construcción de una escena en El Sr. Galíndez, por Jaime Kogan, en el Payró de los años setenta y pico, antes de la dictadura, donde aparecía la picana en escena y las mujeres, las muchachas, las putas son picaneadas por diversión por los torturadores, una gran escena de violencia en el escenario, que era lo que provocaba una enorme revolución. Pero en general uno encuentra que la violencia no tiene una gran posibilidad de ser manifestada, lo mismo pasa en el cine argentino. Es extraño porque hemos tenido una dictadura terriblemente violenta, pero es una dictadura que se ocultó, que intentó velar sus signos, no mostrar su violencia; hizo todo lo posible por desaparecer las cosas. Quizás ahí radique algo del malentendido del que hablábamos. Nosotros somos una sociedad profundamente violenta. Lo que pasa en una cancha de fútbol es de un nivel de violencia enorme, cuando se enfrentan las barras; los enfrentamientos políticos también; pero luego aparece como una cosa modosita. Y en ese sentido ahí el teatro no se anima a hacer lo que hizo la literatura. Lo que pasa es que el teatro ahí tiene que poner algo más, el cuerpo, y generalmente se raja de eso. Cualquier actor inglés, el más bruto, por tradición, sabe esgrima; los actores mejicanos en la escuela de teatro donde yo trabajo en México, que es el Centro Universitario de Teatro, tienen una materia que es Combate, y se pasan tres años estudiando combate. Están preparados para hacer Game of Thrones todo el tiempo (risas). Acá, en el Conservatorio, se sacó Esgrima… Se hace desaparecer la idea de la canalización de la violencia. Lo que planteás es muy interesante, es para pensar.
En el caso de Todas las cosas del mundo, por ejemplo, la actuación es violenta, no es amable, no le deja respiro al espectador. Hay gente a la que le molesta, pero es la única manera de poder arribar a ese resultado, porque esa cosa simpática de no molestar, de ser bueno, termina siendo esa ñoñería que es creer que la ciudad es linda porque hay un Metrobus, que es una idea de una violencia horrorosa escondida detrás de una especie de servicio necesario, cuando no era necesario, porque tenés un subte que pasa por abajo… Destruís físicamente la ciudad y lo hacés pasar por otra cosa… Lo que hace este gobierno con el paisaje público es de una violencia atroz. Esta era una ciudad bella, ya no lo es más, se volvió una ciudad fea, y ha sido violentada. Cuando alguien está tirado en la calle, cuando alguien duerme en la calle, es de una violencia espantosa; sin embargo nos quedamos todos tranquilos y amables. Mientras no cambiemos eso, vamos a seguir viviendo en el malentendido.

¿Sos un tipo optimista?

Soy de un optimismo espantoso. En general tiendo a creer que hay algo que va a sacar las cosas a flote. Aunque en el último tiempo empecé a tener cierto escepticismo, y eso me preocupa, porque no le veo la salida… Pero lo que me salva es el trabajo. Me pasa algo fantástico, que es que cuando lo que hago es muy entregado y muy genuino, no me doy cuenta de nada, ni de mi cuerpo, ni del paso del tiempo, ni de nada. Entonces ahí encuentro una esperanza. Si en este momento estamos pudiendo con un conjunto de personas crear algo, entonces hay esperanza. En cuanto al futuro, es algo que desconocemos, pero podríamos apostar a modificarlo. Ojalá podamos modificar algo. “Ojalá”, mi palabra favorita.

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Sobre El Autor

Licenciada y Profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Escribe poesía, literatura infanto juvenil, y se dedica también a la dramaturgia. Se formó como actriz con Carlos Gandolfo, Augusto Fernándes y Pompeyo Audivert, entre otros maestros. Da clases de literatura, talleres de escritura y de teatro. Co-fundadora y Jefa de Redacción del portal Evaristo cultural, es editora del sello Evaristo Editorial. Como periodista cultural, colaboró a su vez en diversas publicaciones (Revista Crítica de la Universidad Autónoma de Puebla -México-; Agulha Revista de Cultura -Brasil-; Hablar de Poesía -Argentina-, entre otras). Se dedica también al trabajo social. En 2019 recibió la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes para su proyecto Poéticas de la percepción / Entrevistas sobre poesía. Es parte del equipo de Gestión y políticas culturales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.

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