Pasaron 10 años desde su muerte. Ella misma se definía como la “típica tilinga de Barrio Norte”. Tenía 97 años y todavía seguía escribiendo, decía que un escritor no tiene tiempo para ser un jubilado. No escribía para publicar, generaba algunas notas que volcaba en su diario íntimo y sólo lo hacía como ejercicio, como una necesidad, como un alimento. Estaba cansada que los críticos la caratularan la “Agatha Christie” argentina por haberse dedicado al género policial y ser la ganadora del premio Emecé por su novela La muerte baja en el ascensor. Como buena rebelde, nunca se creyó eso de ser una “señora bien”, ligada a las damas de la Iglesia de Socorro. Mal vista – “una loquita”- decían sus hipócritas amigas, porque no entendían a esta rebelde que desde muy joven se subía en motocicleta en Mar del Plata con su amigo el colorado Polledo y desafiaba a toda velocidad las calles de Peralta Ramos.
No le resultó fácil a María Angélica Bosco (1909-2006) transitar el camino de la literatura. Como siempre, la vieja historia que molestaba; una mujer que se metía en la fiesta de los hombres y que, además, era talentosa. Para colmo incursionaba en el terreno del policial desafiando a cualquiera que quisiera marcarle el paso. Estaba claro que la autora tenía suficiente oficio para demostrar quien era. “Las mujeres aburren a los lectores contándoles qué malos son los hombres y qué desgraciadas son ellas. La literatura femenina era un gran pañuelo. Yo no quería hacer eso, entonces por compasión al lector, para que se distrajera, para que se divirtiera y no me secara las lágrimas, me pareció que el policial era una oportunidad”, dijo alguna vez y remató: “Soy liberal, desobediente y rebelde de profesión”. Cachetada más, cachetada menos, así se manejó en una época donde el género ya había dado grandes pasos desde que los norteamericanos con Dashiell Hammett a la cabeza, con su realismo y violencia, nos mostraran un mundo hostil y corrupto donde el abuso y el deterioro moral destruían todo. Como señalara Raymond Chandler: “La novela policíaca realista habla de un mundo en el que los bandidos pueden gobernar naciones y casi gobiernan ciudades; en el que los hoteles, los edificios de departamentos, los restaurantes famosos están en manos de hombres que han hecho fortuna con los prostíbulos. Un mundo donde un juez cuya bodega está llena de licores puede condenar a un hombre por tener una botella en el bolsillo”. Pero no tomemos estas palabras al pie de la letra. Sabemos que la realidad supera a la ficción y en este terreno ni el mejor de los autores sabe como manejarse.
De todos modos, en lo que hace a la literatura de género policial argentino, podemos ubicarnos en 1932, cuando en forma de folletín aparece en el diario “Critica” El enigma de la calle Arcos, que debe considerarse la primera novela policial argentina. Su autor es Sauri Lostal, un nombre que huele a seudónimo y que seguramente lo utilizó uno de esos periodistas duchos que contaba el periódico. En ese mismo año, como réplica a este desafío “Noticias Gráficas” tira otro folletín: la novela El crimen de la noche de bodas de Jacinto Amenábar, seudónimo de Alberto Cordone, y ya para 1934 el diario “La Prensa” se anima a publicar en su suplemento, los cuentos que bajo el seudónimo de Jerónimo del Rey publicará luego su libro Las muertes del P. Metri (1942) el Pbro. Leonardo Castellani. Antecedentes de un mundo con arenas movedizas y pantanos que ya para los años 40 se canaliza como fenómeno degradado en la tendencia clásica deductiva inglesa y en la no menos explorada vertiente francesa. En 1940 Abel Mateo golpea la puerta, enciende la luz y pone sobre la mesa Con la guadaña al hombro un título firmado con el seudónimo de Diego Kelbiter y cuyo protagonista es el detective Bernal Chester. La gran novedad es que para entonces Jorge Luis Borges escribe La muerte y la brújula y junto a Adolfo Bioy Casares publica bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq, Seis problemas para don Isidro Parodi, un detective deductivo que desde su celda de la desaparecida Penitenciaria Nacional resuelve los enigmas que le presentan.
Bioy Casares y Silvina Ocampo en 1945 se muestran con Los que aman, odian, una novela que ellos mismos tratan con los años de olvidarla. Bioy Casares y Borges no desmayan y en 1946 capturan a Los mejores cuentos policiales, una antología donde juntan a Wilkie Collins, Agatha Christie, John Dickson Carr, Graham Greene y William Faukner e incorporan un cuento de H.Bustos Domecq y otro de Manuel Peyrou. Ya en los ’50 tomará forma la gran novedad del género policial con el lanzamiento de “El Séptimo Círculo” de la Editorial Emecé, dirigida por Borges y Bioy Casares. Allí aparecerán nombres como Rodolfo Walsh, Syria Poletti, Enrique Anderson Inbert, Marco Denevi, Enrique Amorín y María Angélica Bosco.
En febrero de 1945 nació El Séptimo Círculo, la colección dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. El primer título fue La bestia debe morir , de Nicholas Blake, en traducción de Juan Rodolfo Wilcock. La novela narraba el minucioso plan de un padre para asesinar al hombre que había atropellado y dado muerte a su hijo. Nicholas Blake era el seudónimo que usaba el poeta Cecil Day Lewis (padre del actor Daniel Day Lewis) para escribir sus novelas policiales. Desde el volumen inicial de su catálogo, El Séptimo Círculo fue un éxito, y durante muchos años las tiradas se mantendrían alrededor de los 14.000 ejemplares. Borges contaría, sin embargo, que le había costado convencer a la editorial de las ventajas de la colección, por la ausencia de prestigio del género.
En 1955 María Angélica Bosco publica la novela La muerte baja en el ascensor, con la cual obtiene el Premio Emecé de 1954. Novela ésta de buena factura y compleja trama que está ambientada en una casa de departamentos de la calle Santa Fe. En el prólogo de la edición, Ricardo Piglia dice: Una mujer desciende a la madrugada en el ascensor iluminado de un exclusivo edificio de la calle Santa Fe. Es joven, es bella y está muerta. Sobre esa imagen gira una de las mejores novelas policiales escritas en Argentina. Convertida en literatura mundial, en el siglo XXI la novela policial ha puesto en cuestión el predominio del thriller a la norteamericana y ha flexibilizado sus procedimientos siguiendo la ruta de los temores sociales. La muerte baja en el ascensor se liga a ese nuevo espacio de lectura del género; afirma los clásicos presupuestos del relato de investigación y a la vez los renueva y los modifica. Perversa novela de costumbres, La muerte baja en el ascensor confirma que la literatura policial es la que mejor realiza la primordial y despiadada presunción de Homero: los dioses han enviado las desgracias a los mortales para que puedan contarlas.
Con La muerte baja en el ascensor, Bosco abrió caminos alternativos para el policial, especialmente por la complejidad con la que sus personajes entran en juego desde sus psicologías, con lo que, leída muchos años después, puede arriesgarse, creemos que sin mucho margen de error, que mientras que el policial negro se encontraba en pleno auge, la autora de La muerte baja en el ascensor, echando mano a una estructura más clásica del género, daba ya pasos hacia el thriller psicológico con germinales toques que comprometían al lector de otras maneras.
Conocedora de los recovecos, los secretos y las idas y vueltas que un policial precisa para atrapar a los lectores, Bosco logró con esta novela impactar al jurado (y luego al público) gracias a una trama que no da tregua en la búsqueda no sólo de la resolución del caso, sino que tampoco ofrece calma en el desovillado de las relaciones humanas que se dan al interior de ese edificio en el que viven un soltero de activa vida nocturna, un respetable médico, una pareja de hermanos inmigrantes, un hombre muy enfermo con su esposa y su hija, el portero y su mujer.
La historia que se narra en La muerte baja en el ascensor ocurre en Buenos Aires a mediados de la década del ´50 en un ambiente urbano de clase media. Sus personajes son europeos emigrados de la posguerra o descendientes de españoles que usan el “tú” en la conversación cotidiana. Cuando el peronismo declinaba, en el umbral de la arremetida cívico- militar que lo derrocó, Bosco escribía una novela de factura impecable cuyo lenguaje ha envejecido. Este anacronismo involuntario nos habla de lo que cierta literatura fue, para nuestra sociedad, en el contexto político de una época de disputas enérgicas y fracturas que perduran todavía. Una evasión lúdica, solvente y prolija. Un artificio pudorosamente ajeno a las vísperas de la tragedia.
Después de su primer éxito llegaría La muerte soborna a Pandora (1955). La trampa (1960), Premio Fondo Nacional de las Artes, Tercer Premio Municipal 1961, Faja de Honor de la SADE y llevado al cine en 1974 con el título El amor infiel; El comedor de diario (1963) . En 1996 publicó Tres historias de mujeres; en 1999 Memoria de las Casas. Como ensayista publicó Borges y los otros, en 1967, reeditada en 2000 y Carta abierta a Judas (1971). Entre 1977 y 1979 escribió varios libretos para el programa televisivo División Homicidios. Fue condecorada por el gobierno italiano en 1989 con el titulo de «Cavaliere de la Orden del Mérito” y elegida como «La mujer del año» por el Rotary Club de Buenos Ares en 1987. Fue homenajeada por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Ares en el año 2000.
Alguna vez le preguntaron cómo imaginó los argumentos de sus novelas policiales y si estaban basados en hechos reales o son totalmente ficticios. La autora respondió: Solo partí de un hecho real en mi segunda novela Muerte en la costa del río pero recreándolo porque carecía de información sobre el caso: El feroz asesinato de una joven mujer en su departamento del barrio de Flores. La saña de los asesinos hacía suponer que eran allegados, allegados locos. En ese tiempo (hace mas de treinta años) solía comer en casa de una amiga común en casa del comisario Watkins, Inspector Jefe de la Policía Federal -Déme entrada al sumario, le pedía. El se negaba: -Sólo falta que venga usted con su imaginación a complicarnos más de lo que estamos, me decía. Inventé entonces la novela, y la situé en Colonia, porque me parecía un bonito marco el del Puerto Viejo que hacía posible un doble acceso a la casa del crimen y un interesante elenco, la gente de los yates anclados allá. Diez años después el crimen se descubrió; como yo supuse, fue causado por la locura agravada por el vínculo familiar. La instigadora resultó ser la madre, una fanática de un culto esotérico que la hija repudiaba. Mataron a la joven para sacarle el diablo del cuerpo (sic) La realidad gana por vanos cuerpos a veces a la ficción.