Era la segunda oleada japonesa en Baires, comenzamos con unos pibes a interesarnos por el circuito de rock visual japonés. El desembarco del rock visual japonés con el sonido de la época fue un lugar lacónico y penumbroso donde se esparcieron millones de pseudo libertades como islas delicadamente conectadas, allí eran sinónimo onírico cosas que un músico inglés jamás permitiría, pero el rock inglés también podía ser prolijamente allí encontrado, por esa extraña libertad. E internet era eso; algo desconocido, libre. Casi por accidente, nos encontramos sobre esa primera ola (obviamente algunas cosas, las tocábamos de oído). Fue en un foro negro (un BBS) donde nos agrupábamos, en una inocencia peligrosa, para tradear CDs japoneses originales que comprábamos en un negocio del Barrio Chino de Belgrano. Una tienda que vendía originales de la isla (eso sí, bien escondidos entre producciones chinas algo bizarras) era atendido por un paisano con uno ojo complicado. Lo bautizaron cariñosamente, El Tuerto. Existe algo en la Argentina en relación a todos esos apodos uni-definitorios que engloban a toda la humanidad. Remiten solo al color del pelo, la piel o la contextura física, una evocación panteísta entre tanta dualidad. Así es como «Negro» representa a todo lo que podría entenderse por tal.

03

Los pibes consideraban a L`Arc~En~Ciel como dioses, sus primeras épocas eran completamente celestiales y todo descubrimiento de un grupo de rock o artista interesante surgía de escuchar una canción asociada a un dibujo animado japonés. Rastrear al artista era la detectivesca tarea. Algunos habían sido locos que después terminaron pegándose un tiro o en la peor taberna, verdaderos infames, pero para nosotros todo eso no calificaba, nosotros buscábamos, como habíamos hecho con Hayao Miyazaki, poder catalogarlos con un apodo uni-definitor (siendo «Carucha» el del líder de Ghibli).

Por esa época nunca había imaginado que al pibe a quién corrían cerca de Villa La Cava para bolsijearlo, ese que también caminó La Itatí, terminaría dándole la mano a los Reyes de España. Musicalmente, el rock japonés nos atemporizaba en un gettho shopping-disco-zen pero más real, Laruku nos provocaba lo que un orgel de fina melodía, mientras Marianito A. sacaba una línea y se colaba una pepa sobre el pupitre durante los últimos años de escuela. Nosotros nos encontrábamos impactados apreciando el rock asiático bajo la no dualidad que nos producía Evangelion (el mejor anime de la historia), como si de acceder a un jardín secreto se tratase. Resaltaba el caso del grupo L`Arc (arco iris en francés) que en sus grabaciones precursoras el bajo tenía un rol protagónico mientras que la guitarra uno decorativo, abstracto, casi espectral. Había algo compacto y ajeno, una intimidad única lejana a la preeminencia de la batería. La voz era grave y el cuerpo de cada canción nos sumergía melancólica, místicamente en esa «isla de las mil caras» que aún no tenía una eso representaba Japón para nosotros; un espacio self-service a ser definido desde la propia mitología. Estas canciones nos traían quizá, el recuerdo de haber estado en un lugar nunca visitado.

06

Una noche me metí instintivamente tocando unos links por webs cuyos caracteres ni siquiera eran codificados claramente pero algo latía en esas letras que fragmentaban la incompatibilidad IME, casi sentía el aroma de la isla (mi amigo Shinta, recibido de Ingeniero IT, decía que con tal de vivir en Japón, hasta aceptaría ser barrendero allí). Las páginas de internet de esa época eran algo diferente, menos pensado era el conectar, entrar a un sitio de otro país. DEAD END. En letras romanas, leí este nombre resaltando sobre un montón de chatarra unicode, enseguida lo relacioné con las fotos de un grupo de rockeros japoneses casi glam pero gardelianos y sin leer el texto, perturbado en una sopa de calificaciones incompatibles, dignas casi de algún tipo de arte aún sin definición, encontré el nombre de ambas bandas y lo entendí: este grupo de rock japonés de los 80, DEAD END, es el gran grupo «madre» o la mayor influencia de la oleada que tanto nos cautivaba. El grupo en el que todos los rockeros de los mejores grupos japoneses de los 90 se han influenciado/inspirado. MORRIE, su cantante era el Jim Morrison japonés, un verdadero raro; arquetipo de un arte a puro esfuerzo y categoría en una época en la que se lo advirtió solo como hacedor de futuros ensueños. Un ser salido de una película. El tipo de golpe desapareció (parece que estaba en USA) y por la isla se le recordó solo como a un obake. Enseguida se lo transmití a mis amigos (no faltaban en mí los aires de augurante, anunciando al que vendría).

04

Las noticias del pasado eran nuestro papel picado, Internet empezaba a pudrirse y los CDs del negocio del Tuerto se fueron agotando poco a poco hasta que la tienda cerró. Por esa época ni estaba la gran compuerta o men en chino, que da paso a Arribeños. Algunos intentamos, como un atentado a lo conceptual, armar grupos de rock mediante pseudo-idiomas que decían nada y a veces hacíamos shows en los eventos que surgieron como ecos de la, por aquel entonces, antiquísima RAN Party (eventos nocturnos dedicados a la cultura japonesa pop de los jóvenes). Pettinato me decía: ¿por qué carajo quieren todos ir a Japón? Una noche se soltaron tenciones, Ichi con sus ojos azules llenos de lágrimas, lanzó un cigarro encendido al pogo que descendió como un satélite y ellos quisieron desfigurarlo. El loco Pena embocó alguna trompada. Por una pipa del nueve. Alto quilombo. Era uno de esos grupitos que tocaban canciones de anime en época caramelo. Alguien se creyó Batman y se escapó en un taxi que nunca vino. En el cine me habían querido embocar tanto clientes como compañeros. Los cielos seguían impares y en la Argentina desembarcaban estudiantes japoneses a cuentagotas. Eran casi tibetanos o en textura «Un Buda», la mejor de Rafecas. Un nekama me tiro un add y entre a una red social ponja pre fb, me sentía dentro de Macross y Twitter aún ni se hacía nombrar. La surfeaba desde el Conurbano. Cursaba el Profesorado de Inglés sintiendo que esos pocos japoneses que venían al Salvador eran casi como jesuitas llamados a salvarme para que algún día integrase los átomos que dan forma a la isla. Me movilizaban casi como si fueran janis que me traían un mensaje del cual se desprendía el amor, la compasión. Me sanaban y me volvía por instantes un yogui de mil caravanas. Entre el espacio de esos guiones como nubes que se alejan despacio esparciendo la nostalgia de haber estado en un lugar nunca visitado (y las famosas aristas abstractas, esas de la buena alquimia; sí esas).

08

Conocí a Murabito en los sucios fichines de Flores, esos que ya no existen. Ahí se juntaban los caudillos del Pump y el K-Pop. Martín se había inventado una ascendencia japonesa y de vez en cuando se colaba una pepa, copiaba frases del KOF escuchando en los parlantes a Shingo, un personaje; «Hubiese dado todo por nacer japonés» me dijo; frase insignia. Cayó con un gakuran real a una fiesta nikkei de Palermo (todo muy uchina), era un gachimaya de tapín y espuela, se movía entre sanseis y andaba con el pibe que terminó formando la empreteira de Yamato en Argentina, me decía que a Nishi (casado con la ex del atorrante P. Arcadia) le pegaban en el colegio porque le gustaban los «dibujitos chinos», una postal de la época. Quería escracharlo. Distinto de Heru, el pibito becado que estudio cine en la isla y por aguja brava terminó cameraman de plano clínico. Eran tiempos donde la nostalgia se definía por ingestión o por hacer algo para traducirla (de esas alquimias donde el buscador era lo buscado). Yo estaba en Italia. «Esta pantalla… no vuelve nunca más» me dijo Martín cerca de Olleros, en lo personal curtía un pensamiento bien facho, casi nazi, andaba que parecía un Cristo. Yo miraba films como Rengoku Eroika de Yoshida o la trilogía búdica de Jissoji y pensábamos en los recuerdos de ese Buenos Aires presente y ausente, casi ajeno, en esa nostalgia por el recuerdo del lugar que uno nunca visitó. Fue una tarde en el Barrio Chino, también llovía, sentí claramente lo samma previo a samadhi al ver sus cabellos mojados (lo parabrahmico). Y nunca más regresé.

07

Morrie era el cantante de DEAD END y luego de sacar un par de disquitos con el grupo produjo unos trabajos solistas muy a lo Sandro y partió a USA como quien peregrina al Tibet. Murabito se casó con una afro-brasilera y se quedó en el Brasil de Misiones. Marianito murió de sobredosis. Después del rock quedaban esas tristes y bellas frases, casi hologramas que se llevan como un tatuaje en el espíritu, dicen algo así como que uno fue compañero de caravana (cuando uno queda preguntándose por aquel azul del cielo, si quedó en algún corazón). Dedicado a todos los pioneros: todo eso; eso que fue nada. Martín se suicidó. Al regresar a Japón una generación entera de artistas consagrados que le otorgaban un respeto total esperaba a Morrie. Esto le permitió casarse con una violinista alemana, continuar con DEAD END, su vampírica carrera de solista (ayer en Yokohama improvisó el Ave María) y crear un grupo para agregar su granito de arena (Creature) a aquello que fuera una época donde otros grupos hicieron resonar su ausencia tal como si él hubiese sido la encarnación del recuerdo de un lugar nunca visitado. Una figura de esas que llenan de viento sus canciones, casi un fantasma. Recordaba un día ese BBS negro, la soledad y al salir del trabajo, un día más me lo crucé frente al BIQLO y al verme solo en Shinjuku por callejuelas algo perdidas me preguntó: ¿Estás bien? ¿Ténes trabajo?

Sobre El Autor

Ex docente FFyL UBA; Traductor en Japón desde 2007.

Artículos Relacionados