Con sus setenta y cuatro años a cuestas y traducciones a más ciento ochenta lenguas, El principito es un libro extraño e incatalogable, muchas veces incomprendido y otras tantas sobrevalorado, pero siempre inimitable.
Detesto a los niños que hablan como adultos y por eso, hago extensivo este sentimiento al principito. Ya desde el comienzo de este extrañísimo relato del francés Antoine de Saint-Exupéry, el protagonista me fastidió con sus ridículas exigencias y su inocente sabiduría. Un niño inconformista, terrateniente, capaz de abandonar a la buena de Dios a sus seres queridos, dispuesto a juzgar a quienes le dan cobijo, promotor de la más salvaje desforestación y con el imperdonable tupé de intentar domesticar a un animal silvestre… Definitivamente, alguien tiene que terminar con este flagelo infantil.
Comencemos con el padre y principal responsable: Saint-Exupéry fue un aviador destacado; hasta hace un tiempo, su cuerpo se daba por desaparecido: durante la Segunda Guerra Mundial, el avión P-38 en el que realizaba una misión de reconocimiento para las Fuerzas Libres Francesas se extravió y nunca fue encontrado, como si se tratase de una involuntaria maniobra del más depurado marketing editorial que algún incauto arruinó al descubrir que en realidad, el aeroplano del autor de El principito fue derribado por un caza de la Luftwaffe. Podemos asegurar, eso sí, que Saint-Exupéry no fue ilustrador; tampoco escritor. Transitó estos dos caminos al margen de cualquier escuela y tendencia. Escribió ante todo crónicas de sus viajes y experiencias en el mundo de la aviación. No fue un vanguardista; tampoco abrió para la literatura un nuevo camino expresivo. Sin embargo, pergeñó uno de esos libros que puede leer y disfrutar tanto un niño como un adulto, pero cada cual interpretándolo de maneras muy diferentes. De pequeños, nos maravillábamos con la ingenua imaginería de Saint-Exupéry; de grandes, con su capacidad para retratar algunos de los problemas más complejos del hombre contemporáneo. El principito es una historia sencilla, reflexiva pero no filosófica, como sostienen algunos entusiastas. Porque, reconozcámoslo: en una primera lectura, el libro impacta por su capacidad de plantear con sencillez de fábula, metáforas que abordan temas fundamentales; en un análisis ligeramente más profundo, descubrimos que el enfoque es simplista hasta el reduccionismo, como si nos mostraran el resultado pero no el mecanismo.
¿Es El principito un mal libro? La respuesta más sincera que puedo aventurar es que no lo sé: escapa de tal modo al canon de la literatura occidental que resulta imposible de clasificar. Lo que sí puedo comprobar es que ha sido traducido a infinidad de idiomas: es uno de esos pocos libros que los padres, aún quienes no son lectores frecuentes, recomiendan a sus hijos. Claro que esto no es sinónimo de calidad literaria, pero en medio de un mar editorial con muchos buenos escritores sin nada que decir, la aventura del rubiecito sigue siendo la isla en la que abrevan los que buscan un sentido claro, una metáfora comprensible y un significado transparente.
Tranquilícese, querido lector: desisto de las ansias asesinas con las que inicié esta reseña: ya no me empeñaré en estrangular al pequeño viajero con su propia bufanda. Sigo creyendo que se lo merece, pero al recorrer de nuevo su historia he descubierto que resulta inútil: este niñito siempre vuelve y no está mal: la historia de la literatura sería exactamente igual sin El principito, pero la de los lectores, no. A veces, no se trata de técnica ni de estilo, sino del simple aliento de vida, algo que Saint-Exupéry supo insuflar en su criatura.