Un amigo inesperado llego para invitarme a un inesperado lugar. Me sugirió que visitáramos un jardín de peonias. Yo no conocía la ocupación de este amigo, Kusada,  o siquiera donde vivía. Se rumoreaba que estaba involucrado en alguno que otro movimiento político, pero yo no hubiese podido asegurarlo. Él era menudo, tenía una mirada filosa y un fino sentido del humor, y no había cosa de la que no estuviese enterado.

Salimos de mi casa cerca de las dos de la tarde, y luego de transbordar de trenes dos veces, tomamos uno suburbano en el que yo jamás había viajado. Era un día feriado de sol, a comienzos de Mayo.

Al frente de una pequeña estación aguardaba un ómnibus que nos llevaría a un puerto en la Prefectura de Kanagawa. El bus tomo una ruta recientemente pavimentada, tan espléndida que hacía notoria la precariedad de las calles de la ciudad.

– Está recién finalizada. Fue construida para uso militar – explico, lacónico, mi informado amigo.

A la vera del camino, a la orilla de un estanque, una hilera de niños que disfrutaban su día al aire libre, jugaban a atrapar renacuajos sin preocuparse de ver pasar a nuestro bus. Sus camisas pendían sueltas, fuera de sus pantalones cortos.

Descendimos del bus en una parada en donde un gran cartel señalaba el camino hacia el jardín de peonias. El sendero se internaba en el campo y, siendo ya una hora tardía, debimos ceder a menudo el espacio a grupos que volvían de regreso a sus casas. Cruzamos plantíos de berenjenas y cebollas. Al otro lado del camino había una ciénaga en donde los renacuajos, al zambullirse en ella y atravesar las algas, reflejaban los rayos del sol.  Invisibles, mientras tanto, las ranas  croaban aquí y allá.

Apartado, en una de las esquinas, vimos un lavadero de rábanos. Dos granjeros calzando botas de goma, altas hasta sus caderas, estaban lavando rábanos con entusiasmo y luego los apilaban, uno tras otro, sobre el costado de un tablón.

-Tan fresca y lavada blancura es de un erotismo que sorprende, ¿no le parece?- dije.

-Si – respondió indiferente Kusada, en tanto apuraba el paso por el sendero. Caminaba tan rápido que lo perdí de vista entre el gentío varias veces.

El camino se empinaba hasta un denso bosquecillo dentro del que se erigía un portal. En él se leían las palabras JARDIN DE PEONÍAS DEL CERRO KATSURA.

Pagando el boleto de entrada, lo atravesamos. Nuestro campo visual se amplió de inmediato. Soleados canteros de peonias se desparramaban delante nuestro y un enjambre de visitantes, arremolinándose en grupos, paseaban entre ellos.

Los canteros de flores, cada uno de los cuales estaba rodeado de anémonas, azaleas o iris, estaban separados por senderos. Cada planta de peonia estaba provista de una etiqueta en la que se había escrito un nombre con caracteres chinos,

UNICORNIO Y FENIX

PABELLON  DORADO

OFICIAL JAPONES

ENCARGO DE FLORECER

FAZ EMBRIAGADA

OBSTACULO NEBLINOSO

PLACER ETERNO

MUSICA CORTESANA

BROCADO BRILLANTE

MUNDO LUNAR

Unicornio y Fenix era una gran flor aterciopelada rojo-púrpura. La Placer Eterno transformaba su pálido color durazno en un escarlata profundo hacia su centro. La más exuberante de todas era la enorme y blanca Mundo Lunar. Un visitante estaba arrodillado delante de ella, enfocando su cámara de fotos y, detrás de él, un artista preparaba su lápiz de dibujo.

El momento de la plenitud, sin embargo, había quedado atrás: los pétalos carmín de las floraciones exteriores se veían arrugados, como si estuvieran expuestos a las llamas, y marchitos sus estambres amarillos como así también los pistilos. Solo sus hojas secas retenían en sus conservadas y definidas nervaduras su escultural elegancia. Algunas plantas eran solo hojas; sus flores ya habían caído. En algunas muy bajas, brotes de un verde pálido se combaban bajo el peso de enormes flores blancas, mientras otras eran sostenidas por tutores de hasta un pie de altura que las mantenían erguidas.

-Quisiera que las mías se vieran como éstas.

La voz de dos mujeres ancianas, y acaso solteronas, resonaron en mis oídos.

-Se necesitaría tener un gran espacio, como éste, supongo.

-Si, debo arrancar algunas de las mías.

Kusada me tocó el hombro. Miré en la dirección que él me indicaba.

Vi caminar un hombre más allá. Era un anciano y lucía andrajoso. Usaba una camisa a rayas remendada, pantalones militares raídos y apretados en sus pantorrillas, un desteñido gorro rojo en su cabeza y calzaba zapatillas de tela con suela de goma, como las que trajinan peones y jardineros.

Su contextura era sólida, con un reflejo de barba incipiente en sus mejillas y, desde sus profundas ojeras, sus ojos fulguraban. No prestaba atención a los paseantes. Se detenía delante de cada peonía, una por una, hincándose ante algunas de ellas a las que devoraba con su mirada.

La flor a la que le había clavado la vista en ese momento era una peonía carmesí llamada Alborada de Año Nuevo. Estaba totalmente abierta y a un solo paso de mostrar los primeros signos de declinación. Las sombras envolvían a sus pétalos, dibujando en ellos imágenes complejas que peleaban entre sí, cambiando de forma cuando los acariciaba la brisa.

Kusada lo miraba con tal atención que le susurré en el oído.

-¿Quién es?

-Es el dueño de este jardín de peonías. Se llama Kawamata. Compró este lugar hace dos años – me contestó, con voz baja y tensa. Miró hacia una loma en donde habían colocado una carpa, en unos de los confines del jardín.

– Oye – me dijo, cambiando el tono de repente, con voz animada, -Allá hay un kiosko. Ya he visto bastantes peonías. Tomemos una cerveza.

Su muestra de egoísmo me irritó. Le dije que se adelantara y pidiera de beber, porque yo aún no había visto siquiera la mitad de las peonías.

Mi impaciente amigo al fin me dejó solo para irse con su cerveza. Fue entonces que pude liberarme y observar las peonías a mi entero placer.

Una de ellas, de nombre Luna Nevada, protegía con cautela pistilos y estambres dorados dentro de sus blancos pétalos rugosos. Cada peonía exhibía un carácter propio. Levanté mi vista abarcando el lugar. Paseantes de pie e hincados por doquier entorpecían mi mirada, pero aun así las peonías, en pleno florecimiento y proyectando sus sombras sobre el suelo ennegrecido, se veían diferentes a las de cualquier otro jardín. Cada flor ocupaba su espacio, como aislada del resto. La melancolía impregnaba al lugar. Las flores plenamente abiertas, demasiado grandes para las achaparradas matas que coronaban, exhibían una intensidad sobrenatural, como si recién hubiesen surgido desde la tierra humedecida por la lluvia.

Continúe mi camino por una curva del sendero. Los canteros de flores se sucedían, circundando la loma en donde estaba la carpa y llegando hasta el pie de las montañas cercanas. Las peonías se extendían por doquier.

Comencé a sentir sed, aminoré mi paso y trepé los escalones de piedra que llevaban hacia la cima de la lomada. Un gazebo desmañado le hacía compañía a la carpa. Debajo de él, con una botella de cerveza y un vaso sobre una mesa, Kusada alzó su brazo y con su mano me hizo señas para que lo acompañara.

Vaciamos dos botellas al instante. Kusada se limpió la espuma de la boca con su brazo velludo y me habló:                                                                                                                     

-¿Sabes cuantas peonias hay aquí?

-Debe haber una gran cantidad.

Volví a contemplar el jardín de peonías desde esa altura, la mitad del cual se veía sublimado por el sol vespertino. Muchos grupos aún permanecían en él. Noté un resplandor en el pecho de alguien que capturaba con su cámara al sol en su camino hacia el poniente.

-Hay quinientas ochenta.

-Hombre, estás muy al tanto – respondí sin sorpresa, acostumbrado a Kusada y su vasta información.

En ese mismo momento el anciano al que habíamos visto antes cruzaba el centro de su jardín con un andar vacilante. Se detuvo ante una peonía. Con sus manos enlazadas atrás, permaneció parado mirando la flor.

-Quinientas ochenta plantas, o quinientas ochenta personas-dijo imprevistamente Kusada.

Sorprendido, levanté la vista y miré fijamente a Kusada.

Mi bien informado amigo continuó.

-Ese viejo, Kawamata, ha sido el famoso Coronel Kawamata. Estoy seguro que supiste de él. Fue el cabecilla y considerado el responsable de la Masacre de Nanking.  Logró esconderse y evadir los juicios por crímenes de guerra. Cuando se consideró a salvo, reapareció y compró este jardín de peonías. De acuerdo con los cargos, es responsable por la masacre de decenas de miles de personas.[i]

Pero a quienes el Coronel mató con sus propias manos, con satisfacción y meticulosidad, fueron quinientos ochenta, más aún, fueron todas mujeres. Nuestro Coronel se tomó un interés personal en matar solamente mujeres.

Después de comprar este lugar, Kawamata limitó el número de peonías plantadas a quinientos ochenta. El jardín se ha convertido en esta belleza porque él lo ha cultivado, también, con sus propias manos. Pero ¿por qué tomarse un trabajo tan peculiar? Lo he estado pensando, y creo que por fin he llegado a una explicación correcta.

-Ha querido conmemorar, de forma velada, a su propio demonio.  Quizás ha logrado tener éxito en cumplir con la necesidad más imperiosa de cualquier malvado: exhibir su indeleble sevicia sin exponerse a riesgo alguno.

 

Traducción al inglés: Anthony H. Chambers

Traducción del inglés al español: Roberto Tchechenistky

 

[i] Masacre de Nanking: (12/1937-02/1938): Episodio de guerra acaecido en la ciudad de Nanking en China, después de tomar Shanghai, llevado a cabo por Ejercito Imperial Japonés. Fue juzgado a la finalización de la II Guerra Mundial por los Tribunales de Crímenes de Guerra en Tokio.

Sobre El Autor

Mishima Yukio (1925/1970), escritor japonés cuyo verdadero nombre era Hiraoka Kimitake, nació en Tokio en 1925 en una familia de buena posición económica. Estudió leyes y luego, pese a la oposición paterna, se dedicó a la literatura. Todo el bosque en flor (1944) fue un impacto editorial tras el cual llegó Confesiones de una máscara (1949) de carácter autobiográfico que lo reveló un narrador exquisito. Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel son las cuatro novelas que integran el ciclo El Mar de la fertilidad, un intento de analizar la sociedad japonesa del siglo. Regresa a la ficción con El rumor de las olas (1954) y con Cinco no modernos (1956) aborda el teatro. Continúa con la novela El pabellón de oro (1956), El marino que perdió la gracia del mar (1963) y regresa al teatro con Madame de Sade (1969). Su cosmovisión del mundo y de la vida están expresados en el ensayo El sol y el acero (1969) donde define la mirada existencial que impregna toda su obra. Entre los ensayos destacan: Mis últimos 25 años, La Sociedad de los Escudos e Introducción a la filosofía de la acción. Fue propuesto para recibir el Premio Nobel en 1968, galardón que le fue negado por sus declaradas inclinaciones fascistas explicitadas en la Proclama del 25 de Noviembre que leyó en el cuartel que tomó durante su frustrada sublevación. Precisamente el 25 de noviembre de 1970 junto a sus discípulos del grupo Sociedad del Escudo, se quitó la vida por el rito Sepukku (hara-kiri) frente a las cámaras de televisión tras el intento de rebelión militar dirigido por él mismo. Reveló en ese acto un sentido estético de lo heroico y ganó una fama póstuma e inútil para sí mismo. Resume Mishima Yukio toda la riqueza de la contradicción puesta en evidencia en el apego a la tradición imperial y la realidad circundante de un Japón vencido en la guerra y sometido al dominio occidental. Conjuga su obra la profundidad de un filósofo y el fervor de un revolucionario con la mirada puesta en el pasado. Constituye el paradigma del autor maldito envuelto en la romántica rebeldía de los sesenta y despierta admiración por su abnegada entrega a un ideal ejecutado sin apelación en su heroico suicidio. Se lo ha comparado con Proust, Balzac, Gide y Flaubert.

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