Fue un hecho afortunado, como lo reconocie­ron todos, que Souvan -167- arco II estuviera a cargo de las excavaciones, porque aunque era un arqueólogo de segundo orden, su hobby o afición lateral era las excentricidades de las ideas sociales de la segunda mitad del siglo veinte. No era simplemente un historiador, sino un estudioso cuya curiosidad lo llevó por los pequeños atajos olvidados por la historia. De otra manera, el huevo no hubiera recibido el tratamiento que tuvo.

La excavación tenía lugar en la parte norte de una región que en tiempos antiguos se había llamado Ohio, perteneciente a un ente nacio­nal conocido como Estados Unidos de América en aquel entonces. Había sido una nación tan poderosa que había resistido tres incendios atómicos antes de desintegrarse, y por eso era más rica en tesoros enterrados que cualquier otra parte del mundo. Como lo sabe cualquier escolar, fue sólo en el siglo pasado que logra­mos llegar a entender las antiguas costumbres sociales de las últimas décadas de la era ante­rior. No es muy fácil superar una brecha de tres mil años, y es muy natural que la edad de la guerra atómica esté más allá de la com­prensión de los seres humanos normales.

Souvan había pasado años de investigación calculando el lugar exacto para la excavación, y aunque nunca lo había declarado pública­mente, no estaba interesado en refugios atómi­cos sino en otra manifestación de aquella épo­ca, una manifestación olvidada. Habían sido tiempos de muerte (el mundo no había visto antes tantas muertes), y por eso habían sido tiempos en que se había tratado de conquistar la muerte, mediante curas, sueros, anticuerpos, y mediante algo que le interesaba a Souvan de manera especial: el método de congelación.

A Souvan le interesaba sobremanera la cues­tión de la congelación. Según sus investigacio­nes, parecería que al comenzar la segunda mi­tad del siglo veinte, se habían congelado órga­nos humanos, así como también animales ente­ros. Los más simples habían sido descongelados y revividos. Algunos médicos habían con­cebido la idea de congelar a seres humanos que padecían enfermedades incurables, man­teniéndolos luego en hibernación hasta que se hubiera descubierto la cura de la enferme­dad en cuestión. Para entonces, en teoría, se los reviviría para curarlos. Si bien sólo los ricos aprovecharon las ventajas del método, fueron varios cientos de miles de personas las que lo utilizaron (no se conocía a ciencia cierta si alguien había sido revivido y curado), y los centros construidos a tal efecto fueron destrui­dos por los incendios y los siglos de barbarie y salvajismo.

Sin embargo, Souvan había hallado una refe­rencia a uno de esos centros, construido duran­te la última década de la era atómica. Era subte­rráneo y aparentemente tenía compresores ac­cionados por energía atómica. Los años de tra­bajo e investigación estaban a punto de dar fruto. Habían hundido el socavón a unos cien pies dentro de la materia como lava que estaba al sur del lago, y ya habían llegado a las ruinas de lo que parecía ser la instalación que busca­ban. Ya habían penetrado en el antiguo edificio y ahora, armados con poderosos reflectores, pi­cos y palas, Souvan y los estudiantes que lo ayudaban caminaban por las ruinas, pasando de habitación en habitación y de sala en sala.

Sus investigaciones y cálculos no lo habían defraudado. El lugar era precisamente lo que había esperado: un instituto para la congela­ción y preservación de seres humanos.

Entraron en todas las cámaras donde estaban apilados los ataúdes. Parecían las catacumbas cristianas de un pasado remotísimo. La energía que impulsaba los compresores se había dete­nido hacía tres milenios y hasta los esqueletos dentro de los ataúdes se habían convertido en polvo.

—Ahí termina el sueño de la inmortalidad del hombre —pensó Souvan, preguntándose quié­nes habrían sido esos pobres diablos y cuáles habrían sido sus últimos pensamientos antes de ser congelados para desafiar lo más ineludi­ble del universo, el tiempo mismo. Sus estu­diantes charlaban excitados, y si bien Souvan sabía que su descubrimiento sería recibido como uno de los más importantes de su tiempo, se sentía profundamente decepcionado. Él había esperado encontrar algún cuerpo bien pre­servado en alguna parte, y con ayuda de la medicina, al lado de la cual la del siglo veinte había sido bastante primitiva, volverlo a la vida y así obtener un informe directo de esas misteriosas décadas en que la raza humana, en un ataque de locura generalizado en el mundo entero, se había vuelto contra sí misma destruyendo no sólo el 99 por ciento de la humanidad sino también todas las formas de vida animal existente. Sólo habían sobrevivido datos muy incompletos de las formas de vida de esa época, mucho menos de los pájaros que de otros animales, a tal extremo que las maravillosas criaturas aéreas que surcaban los vientos y el cielo eran parte integrante de mitos más que de la realidad histórica. El sueño dorado de Souvan, ahora destrozado, había sido encontrar un hombre o una mu­jer, un ser humano que hubiera sido capaz de arrojar luz sobre el origen de los incendios provocados por las naciones de la tierra para destruirse entre sí. Por todas partes se veían importantes trozos de esqueletos que permanecían intactos, como un cráneo que presentaba un maravilloso trabajo de restauración en la dentadura (Souvan quedó impresionado por la eficiencia técnica de los antiguos), un fémur, un pie, y en un ataúd encontró un brazo momificado, lo que lo sorprendió. Todo esto era fascinante e importante, pero nada si se lo comparaba con las posibilidades inherentes a su sueño destrozado. No obstante, Souvan inspeccionó todo con gran cuidado. Condujo por las ruinas a sus estu­diantes, y no se perdieron nada. Examinaron más de dos mil ataúdes, en los que no encontra­ron más que el polvo de la muerte y del tiempo. Pero el sólo hecho de que la instalación hubie­ra sido construida a tal profundidad sugería que pertenecía a la última parte de la era atómi­ca. Indudablemente los científicos de la época se habrían dado cuenta de la vulnerabilidad de la energía eléctrica cuyo origen no fuera atómico, y a menos que los historiadores estu­vieran equivocados, ya se utilizaba la energía atómica para la producción de electricidad. Pero, ¿qué clase de energía atómica? ¿Cuánto tiempo podría funcionar? ¿Dónde había estado la planta de energía? ¿Utilizaban el agua como agente refrigerante? En ese caso, la planta de energía estaría en la ribera del lago, ahora con­vertida en vidrio y lava. Posiblemente no ha­bían llegado a descubrir cómo se construía una unidad atómica autónoma capaz de producir energía por lo menos para cinco mil años. Si bien no habían encontrado una planta así en ninguna de las ruinas, había que considerar que la mayor parte de la civilización antigua había sido destruida por los incendios y por eso sólo habían sobrevivido fragmentos de su cultura.

En ese momento de sus meditaciones fue interrumpido por el alarido proferido por uno de sus estudiantes, cuya tarea era detectar ra­diaciones.

—Tenemos radiación, señor. No era extraño en una excavación a bajo ni­vel, pero muy inusual a esa profundidad.

—¿Cuánto?

—De 003. Muy baja.

—Muy bien —dijo Souvan—. Guíenos, proceda lentamente.

Sólo faltaba examinar un recinto, una especie de laboratorio. ¡Qué extraño cómo los huesos perecían pero sobrevivían la maquinaria y los equipos! Souvan caminaba detrás del detector de radiaciones, y detrás de él todos los otros, desplazándose con gran lentitud.

—Es energía atómica, señor, ahora 007, toda­vía inofensiva. Creo que ésa es la unidad, la que está en el rincón, señor.

Del rincón se oía un murmullo muy débil. Había una gran unidad sellada conectada por un cable a una caja de unos treinta centímetros cuadrados. La caja, construida de acero inoxi­dable, en partes todavía brillante, emitía un sonido apenas audible.

Souvan se volvió a uno de sus discípulos.

—Análisis de sonido, por favor.

El estudiante abrió una caja que llevaba, la puso sobre el suelo, ajustó los diales, y leyó los resultados.

—Es un generador —dijo, excitado—. Activado por energía atómica, más bien simple y primiti­vo, pero increíble. No demasiada energía, pero constante. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Tres mil años.

—¿Y la caja?

—Presenta algunos problemas —dijo el estu­diante—. Parece que hay una bomba, un sistema de circulación, quizás un compresor. El sistema está funcionando, lo que indicaría que hay

re­frigeración en alguna parte. Es una unidad se­llada, señor.

Souvan tocó la caja. Estaba fría, pero no más fría que los demás objetos metálicos que había en las ruinas. Bien aislado, pensó, maravillán­dose nuevamente del genio técnico de esos antiguos.

—¿Qué porcentaje —preguntó al estudiante —estima que está dedicado a la maquinaria?

El estudiante volvió a tocar los diales y estu­dió las agujas de su detector de sonido.

—Es difícil decirlo, señor. Si quiere algo apro­ximado, yo diría que un ochenta por ciento.

—Así que si contiene un objeto congelado, debe ser muy pequeño, ¿verdad? –preguntó

Souvan, tratando de que no se notara que le temblaba la voz de ansiedad.

—Muy pequeño, sí señor.

Dos semanas más tarde Souvan habló por televisión. Habló para la gente. Con el final de los grandes incendios atómicos de hacía tres mil años se habían terminado las razas y los idiomas. Las pocas personas que sobrevivieron se juntaron y se casaron entre sí, y de todas las lenguas salió una sola. Con el tiempo se propagaron a los cinco continentes de la Tierra. Ahora había medio billón de habitantes. Volvía a haber campos de trigo, huertos y bosques, y peces en el mar. Pero no existía el canto de los pájaros ni el grito de ninguna bestia, porque ni bestias ni pájaros habían sobrevivi­do.

—Sin embargo, algo sabemos acerca de los pájaros —dijo Souvan, un poco nervioso porque era la primera vez que hablaba por el circuito mundial. Ya les había contado acerca de sus cálculos, la excavación y el hallazgo.

—No es mucho, desgraciadamente, porque no ha quedado ninguna imagen ni representación de un pájaro. Pero durante nuestras inves­tigaciones hemos tenido la suerte de encontrar algún libro que mencionaba a los pájaros, o un verso, una referencia en una novela. Sabe­mos que su hábitat era el aire, que volaban sobre alas extendidas, no como vuelan nuestros aviones impulsados por sus chorros atómicos, sino como nadan los peces, con belleza y gra­cia. Sabemos que algunos eran pequeños, otros muy grandes, y sabemos también que estaban cubiertos por una pelusa que llamaban plumas. Pero cómo era exactamente un ave o una pluma o un ala, eso no lo sabemos, fuera de la imagina­ción de nuestros artistas, que tantas veces han imaginado a los pájaros.

—Bien, en el último cuarto que examinamos en el extraño lugar de resurrección construido por los antiguos en América, en la única célula de refrigeración que todavía funcionaba, des­cubrimos una cosita ovoide que creemos que es el huevo de un pájaro. Como saben, existe una disputa entre los naturalistas; algunos sostienen que no es posible que una criatura de sangre caliente se reproduzca por medio de huevos, otros dicen que sí, que es igual que los insectos y los peces, pero esa disputa no ha sido resuelta todavía. Muchos hombres de ciencia de gran reputación creen que el huevo del pájaro era simplemente un símbolo, un sím­bolo mitológico. Otros sostienen con igual fir­meza que los pájaros se reproducían poniendo huevos. Quizá podamos por fin resolver esta disputa.

—De cualquier modo, ahora verán el dibujo de un huevo.

En las cámaras de televisión apareció una cosa pequeña de una pulgada de largo, y toda la gente de la Tierra la miró.

—He aquí el huevo. Lo hemos sacado de la cámara de refrigeración con el mayor de los cuidados, y ahora está en una incubadora que le hemos construido especialmente. Hemos analizado todos los factores que podrían indi­carnos cuál sería el calor adecuado, y, ahora que hemos hecho todo lo posible, debemos esperar. No tenemos idea de cuánto tiempo llevará la incubación. La máquina que se usó para congelarlo y mantenerlo fue probable­mente la primera de su tipo que se construyó (tal vez la única), y seguramente se planeaba congelar el huevo por un período muy breve, quizá para comprobar la eficacia de la máquina.

“Sólo podemos tener esperanzas de que, tres mil años después, quede un germen de vida».

Pero Souvan tenía mucho más que esperanzas. El huevo había sido puesto bajo el cuidado de una comisión de naturalistas y biólogos, pero como él había sido su descubridor, Sou­van podía estar presente en todo. Ni sus amigos ni su familia lo veían. Vivía en el laboratorio, comía y dormía allí. Las cámaras de televisión, fijas sobre el minúsculo objeto en la incubadora de vidrio, informaban en la hora de su progreso a todo el mundo. Souvan, junto con la comisión de científicos, no podían apartarse del lugar. El arqueólogo se despertaba y en seguida reco­rría los silenciosos corredores para ir a mirar el huevo. Cuando dormía, soñaba con el huevo. Observó cientos de dibujos hechos por artistas sobre pájaros, y recordó antiguas leyendas de seres metafísicos llamados ángeles, preguntán­dose si no habían tenido origen en alguna espe­cie de pájaro.

Él no era el único cuyo interés era fanático. En un mundo sin fronteras, sin guerras ni en­fermedades, casi sin odio, no había sucedido nada tan excitante como el descubrimiento del huevo. Millones y millones de personas obser­vaban el huevo en sus televisores. Millones soñaban con lo que podría llegar a convertirse.

Y luego sucedió. A los catorce días Souvan fue despertado por uno de los ayudantes del laboratorio.

—¡Está saliendo del cascarón! —exclamó— ¡Venga, Souvan, que está saliendo!

Todavía en su ropa de dormir, Souvan corrió al cuarto de la incubadora, donde ya estaban reunidos los naturalistas y los biólogos junto a la máquina. En medio de las voces se oía el ruego de los camarógrafos pidiendo más es­pacio para la imagen. Souvan los ignoró, abriéndose paso para ver.

Estaba sucediendo. Ya la cáscara estaba agrietada, y mientras observaba vio un peque­ño pico que se abría paso, seguido de una bolita de plumas amarillas. Su primera reacción fue de gran desilusión. ¿Así que éste era un pájaro? ¿Esta minúscula e informe bolita de vida para­da sobre dos patas que apenas si podía caminar, y que evidentemente era incapaz de volar? Luego su entrenamiento científico lo hizo razo­nar asegurándole que el infante no necesaria­mente se parece al adulto, y que el hecho de que emergiera vida de un antiguo huevo con­gelado era el milagro más grande que hubiera presenciado.

Ahora se hicieron cargo de todo los naturalistas y los biólogos. Ya habían determinado,

re­componiendo todos los fragmentos de informa­ción que poseían, y utilizando el ingenio, ade­más, que la dieta de la mayoría de los pájaros debía haber consistido de raíces y de insectos, y ya tenían preparado todas las variaciones po­sibles de dietas, listos para ver cuál era la mejor para el velloncito amarillo. Trabajaron siguiendo el instinto pero también rezando, y por suer­te hallaron una dieta adecuada.

Durante las semanas siguientes el mundo y Souvan observaron la cosa más maravillosa, el crecimiento de un polluelo que llegó a con­vertirse en un hermoso pájaro cantor. Lo trasla­daron de la incubadora a una jaula y luego a otra jaula más grande, y luego un día extendió las alas e hizo el primer intento para volar.

Casi medio billón de personas gritaron de ale­gría, pero nada de esto sabía el pájaro. Cantó, débilmente al principio, luego cada vez con más fuerza. Hizo sus trinos, y el mundo escu­chó con más interés que el que prestaba a sus grandes orquestas sinfónicas.

Construyeron una gran jaula de treinta pies de alto, cincuenta de largo y cincuenta de an­cho, y colocaron la jaula en el medio de un parque, y el pájaro volaba y cantaba dentro de la jaula como si fuera una veloz bola sonora. Millones de personas iban al parque a ver el pájaro con sus propios ojos. Atravesaban los continentes y los anchos mares. Llegaban de todos los confines de la Tierra para ver al pájaro.

Quizás algunos de ellos sintieron que les cam­biaba la vida, así como Souvan sintió que su vida había cambiado. Vivía ahora con los sue­ños y recuerdos de un mundo que había existido, un mundo en el que esos bailarines pluma­dos eran cosa de todos los días, en el que el cielo estaba lleno de sus formas que planea­ban, se precipitaban y bailaban. Vivir con ellos debe haber sido un goce sin fin. Verlos desde la puerta de la casa, observarlos, oír sus trinos de la mañana hasta el atardecer debe haber sido un éxtasis. Iba a menudo al parque (tan a menudo que interfería con su trabajo), se abría paso entre las inmensas muchedumbres hasta que se acercaba y podía ver el rayito de sol que había regresado al mundo desde la in­mensidad de los tiempos. Y un día, parado allí, miró la lejanía azul del cielo y supo lo que debía hacer.

Era una figura de fama mundial, así que no le fue difícil que el Consejo le diera audiencia. Parado ante el augusto cuerpo de cien hombres y mujeres que administraban todo lo relaciona­do con la vida en la tierra, esperó hasta que el presidente del consejo, un venerable viejo de barba blanca y más de noventa años, le dijo:

—Te escuchamos, Souvan.

Estaba nervioso, intranquilo, pero sabía qué era lo que debía decir y juntó ánimos para decirlo.

—El pájaro debe ser puesto en libertad —dijo Souvan.

Se hizo un silencio que duró varios minutos, hasta que se puso de pie una mujer y le pregun­tó, no sin amabilidad:

—¿Por qué dices eso, Souvan?

—Quizá porque, sin querer ser egoísta, estoy en condiciones de decir que mi relación con el pájaro es especial. De cualquier manera, ha entrado en mi vida y en mi ser, dándome algo de lo que antes carecía.

—Posiblemente lo mismo nos pase a todos, Souvan.

—Posiblemente, y por eso sabrán lo que sien­to. El pájaro está con nosotros desde hace más de un año. Los naturalistas con los que he dis­cutido creen que un ser tan pequeño no puede vivir mucho. Vivimos por amor y hermandad. Damos porque recibimos. El pájaro nos ha dado el don más precioso, un nuevo sentido de la maravilla que es la vida. Todo lo que podemos darle en cambio es el cielo azul, para el que fue creado. Es por eso que sugiero que soltemos el pájaro.

Souvan se retiró y los consejeros se pusieron a hablar entre ellos, hasta que al día siguiente anunciaron al mundo su decisión. Iban a soltar el pájaro. La explicación que dieron fueron las palabras de Souvan.

Así llegó un día, no mucho después, en que medio millón de personas se agolparon en las colinas y valles del parque donde estaba la jaula, mientras medio billón más miraba en sus televisores.

Había miles de largavistas enfocados sobre la jaula. Souvan no tenía necesidad de ellos, porque estaba junto a la jaula. Observó cómo corrían el techo de la jaula, y luego observó al pájaro.

Se quedó sobre la percha, cantando con todos sus bríos, mientras un torrente de sonidos bro­taba de su pequeña garganta. Luego, de alguna manera, se dio cuenta de la libertad. Voló, pri­mero dentro de la jaula, luego en círculos, ele­vándose cada vez más alto hasta que sólo fue un aleteo brillante de sol, y luego nada más.

—A lo mejor regresa —dijo alguien que estaba cerca de Souvan.

Extrañamente, el arqueólogo deseó que no fuera así. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero sentía una alegría y una plenitud que nunca había experimentado en su vida.

Sobre El Autor

Howard Fast, cuyo verdadero nombre es Walter Erigson, nació en Nueva York en 1914. Novelista, ensayista y dramaturgo ha sido por talento, imaginación y convicciones uno de los notables de la literatura contemporánea de su país. Sus novelas históricas sobre la Independencia de Estados Unidos lo dieron a conocer entre el gran público, aunque su afiliación al Partido Comunista le hizo padecer la caza de brujas del senador McCarthy. Pasó tres meses en la cárcel, estuvo en la lista negra durante años, y sus libros fueron sacados de las bibliotecas públicas. Tuvo dificultades para editar sus obras posteriores, entre ellas Espartaco (1952), exaltación de la figura del caudillo de esclavos, que recibiría el rechazo de los editores. La novela fue llevada al cine en 1960, producida por Kirk Douglas y dirigida por Stanley Kulbrick, con guión de otra víctima de las listas negras, Dalton Trumbo. Como protesta por la represión en Hungría, Fast abandonó el Partido Comunista en 1956; desilusionado por el rumbo del socialismo. Escribió EI dios desnudo (1957), además de excelentes novelas policíacas con el seudónimo de E.V. Cunningham, quizá la mejor sea Stella, que recuerda a la mejor literatura de Raymond Chandler. Es autor de ochenta novelas entre las que destacan La última frontera (1941), La pasión de Sacco y Vanzetti (1953), Josué, el guererro judío, El río de oro (1960), Poder (1963), Mis gloriosos hermanos , Ciudadano Tom Paine, La segunda generación (1978) y Greenwich (2000). Algunos de sus trabajos en el campo de la ciencia ficción están incluidos en antologías como El general atrapó un ángel, El filo del futuro y Un toque de infinito. Sus novelas de mayor éxito siempre tuvieron un marcado acento político y social y varias se llevaron al cine. Howard Fast murió el 13 de marzo del 2003 en su casa de Old Greenwich, Connecticut.

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