16 cuentos conforman el libro La Mayor Astucia del Demonio de Marcelo Di Marco, en los que el autor indaga las diferentes raíces y las mil caras del mal. Historias de terror en las que conviven varios homenajes a los clásicos, monstruos, seres despechados, arrasados de toda humanidad o librados a la última gota, una última pulsión de venganza y fin y oscuridad y caída. Si me voy, te llevo conmigo. Exorcismos. Rituales. Titiriteros con tentáculos.

La oscuridad no puede verse, pero se siente. Solo falta determinar de qué lado de la piel. Si desde afuera o desde adentro, pinchando para salir.

 extast176111_a39628996a33e0a4bd4167e8250235dc1ce27644_cover

Partiendo del título de la obra, ¿dónde creés que se esconde el demonio en estos tiempos? ¿Y quién o qué es?

Antes de responder, me permito una precisión: en estos tiempos, el demonio no se esconde; lejos de esconderse, hoy se exhibe con total impudicia tanto en los medios como en los despachos dirigenciales, y desde esas pantallas y esos escritorios dicta conductas, modas y leyes contrarias a la familia, a la religión, al concepto de patria. Al orden de la naturaleza, en suma. Otra de sus actividades favoritas es financiar con total descaro lo que San Juan Pablo II denunció como la “cultura” de la muerte. Y, además de mostrarse, el demonio viene ahora con una estrategia muy distinta de la que aplicó en siglos anteriores: hoy trata de demostrarnos que seguirlo es una cosa formidable. Nos alienta a llamar bien al mal, y mal al bien. Es un ser sobrenatural, superinteligente y astuto, que ha venido al mundo para perturbarnos, para disociarnos psicológica, social y espiritualmente. Creo en él como principio de toda perdición y ruina. Creo en él como creo en Dios, porque sólo basta con prender algún noticiero para verlo en acción: si hay algo que le encanta son los cadáveres. Los cadáveres literales, y también los metafóricos. Hablo de aquellos semejantes que andan por el mundo con profundas heridas en el alma; los muertos en vida que, víctimas del influjo diabólico ―influjo que hoy, insisto, se muestra luciendo las siniestras máscaras de la “alegría” y del “placer”― son absolutamente infelices, y que sin embargo aparentan vivir en el mejor de los mundos. Y conviene no dudar de la existencia de este ser intrínsecamente perverso y de una maldad esencial, porque dudar de él es el primer paso para rodar por la pendiente. Todos sabemos dónde nos aprieta el zapato, y es el demonio quien está detrás de ese dolor.

20884949_10155518331453418_1784827007_n

El terror lidia netamente con el cuerpo, y de ahí podemos hablar de una utilización intensa de los sentidos. En los relatos hay un hincapié, no solo en lo visual, sino también en las texturas, los olores, el sabor. Me interesa conocer cómo lo trabajaste.

Se trata de crear para el lector una materialidad sensorial, alejada de facilismos abstractos. Si yo escribo “Sentí una gran alegría al verla llegar a Nomi”, mi texto será bastante inverosímil, por informativo: al hacer pivotar todo alrededor de un sustantivo abstracto, no transmitiré esa sensación concreta que sólo puede ser transmitida con elementos bien concretos. Por ejemplo, con la voz del personaje ―no por nada se llama Estilo Directo al Estilo Directo― y con su gestualidad, que afectan respectivamente al sentido del oído y de la vista: “―¡Nomi! ―dije yendo hacia ella, con los brazos abiertos―. ¡Feliz de verte!”. La diferencia entre la versión informativa y la versión dramática, con su guion de diálogo incluido, es notable.

¿Cuál es el punto de partida para lograr tal materialización? La respuesta es: empezando a bombardear con toda consciencia los cinco sentidos del personaje. Por esa vía, el autor llegará sí o sí al sistema sensorial del lector, y eso es precisamente lo que le provocará a ese lector la sensación de vida que todo autor serio busca provocar en él. Sin esa sensación, no habrá cuento o novela que resistan. Y tampoco habrá lectores. Por eso en mis talleres les digo a mis víctimas: “No sirve que me digas que tal o cual mujer es bella. Mejor mostrame su belleza”. La presencia carnal de la hembra humana no sólo afecta al sentido de la vista. De ella nos seducen sus olores, sus tonos de voz, sus texturas de piel. Sus sabores. Sin esa realidad sensorial, no hay literatura; sólo informativos, informes. He aquí la punta de la madeja para todo escritor novel, y no tanto.

En el libro conviven varios tipos de miedos: el miedo a lo sobrenatural; el miedo a un fantástico pagano, más “tumbero”; y el miedo al par, al ser humano.  ¿Cómo conviven estos miedos a la hora de narrarlos?

Este asunto linda con la teología. Con la demonología, más específicamente. El miedo cerval, el terror psicológico y el horror sobrenatural tienen todos un común denominador. Y ese común denominador es nada más ni nada menos que el señor innombrable que nombré al responder a la primera pregunta. Desde lo literario, el autor de ficciones de horror hará muy bien en tratar de desplegar todo el espectro. Pero siempre procurando huir de los lugares comunes del género. Un género sumamente difícil, si vamos al caso, porque en el fondo el demonio es ridículo: toda escena de horror extremo contiene su propia parodia, es caricaturizable. Por eso el humor negro es tan cercano al terror. Mis dos nuevos libros de cuentos tienen mucho que ver con esa clase de humor no-cómico. Dicho de paso, esos dos libros ya tienen título: Nunca la soledad fue tan oscura y Creepy. El primero, incluso ya tiene editor: sale a fin de este año ―2017― por Bärenhaus.

20937656_10155518335318418_387359815_n

El desprecio por parte del otro, la falta de valorización, de fe -hasta de Dios-, esa suerte de deshumanización, que, finalmente, engendra el verdadero monstruo: aquel hombre desprovisto de su condición humana. ¿El monstruo del hombre es el hombre?

Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit, decía el latino, y tenía razón. Cito de la Wikipedia, que brinda una excelente traducción de Plauto: Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro. El horror radica en ese cuando desconoce quién es el otro. Porque la característica principal del asesino que ama lo que hace es la de considerar ―desconocer― al otro como si fuera un objeto cualquiera. Yo con un objeto mío puedo hacer lo que se me antoje. Como esos magnates japoneses que queman sus Van Gogh originales. Hace poco tuve la desgracia de ver un video realmente estremecedor, que no recomiendo buscar en la web, incluso si se cuenta con un buen estómago. En plena jungla, los asesinos parten a machetazos las piernas y las manos de una cautiva sentada contra un árbol. La pobrecita tiene las manos atadas a la espalda, en absoluta indefensión, y sus alaridos ante la inminencia de la muerte desgarran el corazón de cualquiera. Y después terminan por decapitarla en vida y totalmente consciente. De atrás, a filo de machete y sujetándola del pelo. Para poder cometer semejante absurdo en la carne y en los huesos de un semejante, para poder ejecutar a la chica desdeñando la “misericordia” del tiro en la nuca, esos asesinos necesitaron des-conocerla, odiarla tanto hasta lograr convertirla en un mero tronco, ni siquiera en objeto de odio. Muerto Dios Padre en el corazón de esa piltrafa que es el hombre moldeado por la llamada posverdad, agarrate: ya nadie es hermano de nadie. Y esto lo tienen bien sabido los dueños de Planned Parenthood, pongamos por caso, según lo revela el impresionante testimonio de Patricia Sandoval ―una ex empleada de estos perversos, a quien conviene escuchar por YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=5X_EYT-cmss―. Porque instruyen a su personal para que jamás usen la palabra bebé, sino que la sustituyan por embrión o feto. “Papá, mamá, bebé, él, ella, eran palabras que estaban prohibidas”, explica esta arrepentida. Es así. Los creyentes tratamos de convertirnos en las manos del Señor, así como los asesinos tratan de convertirse en las garras de su tenebroso padre. Y hasta el lenguaje les sirve como arma.

En dos relatos hay un -muy joven- Marcelo de protagonista. ¿De dónde nace esta decisión de situarse en la historia?

¿Convenceré a alguien si digo que se trata de simples chistes, de cameos inocentones? ¿O acaso serán dos huesitos que dejé acá y allá para que los pelen a gusto los críticos o algún acólito del freudismo ortodoxo que ande por ahí?

20904274_10155518361283418_446425587_o

Es interesante como aparece en el libro el tema de la guerra, quizás es lo más terrorífico del mundo. Me gustaría que nos hablaras del cuento Que Dios y la Patria.

La guerra, la extrema ratio, es una fuente inagotable de posibilidades artísticas, tanto en la literatura como en la plástica, y tanto en el cine como en la música sinfónica y la historieta. Ni la ópera se salva de tratar este fascinante asunto: no hay ser humano sobre la Tierra que esté donde está sin que haya habido antes una guerra que puso a sus ancestros en dicho sitio. “Que Dios y la Patria” es el primer relato de ciencia-ficción que escribí en mi vida, y narra una nueva y definitiva batalla en la guerra que tenemos pendiente los argentinos: la recuperación de nuestro Atlántico Sur. Un heroico grupo de soldados hace lo que puede vagando en medio de una Buenos Aires destruida por el enemigo, mientras que las cuestiones geopolíticas se cocinan en las más altas esferas. Ese vendría a ser el dato escondido del que habla Vargas Llosa cuando se refiere al cuento como estrategia narrativa: ahí se entiende, desde mi punto de vista, que el horror auténtico no está en dejar la vida en un campo de batalla, sino en la abyecta deshonra de los de arriba. Hay cosas peores que la muerte. Y no quiero seguir spoileando, así que paso a responder a la siguiente pregunta.

En la última década, los géneros -tanto el policial, como el terror y la ciencia ficción- han experimentado una suerte de revalorización. ¿Cómo ves esta situación?

Me parece absolutamente saludable y necesario ese resurgir. El público ya se está hartando de leer historias sin argumento ni personajes, novelas de interminables tesis y cuentos menos sabrosos que una papita sin sal. “Me aburrí y no entendí nada” suelen decir los incautos que se llevan a su casa al escritorcito de moda o al Gran Premio Gran. En los géneros no hay cabida para el esnobismo y la paja intelectualosa: en el terror, en el policial y en la ciencia-ficción, no podés no contar ―aunque algunos de mis colegas parecen no saber cómo terminar muchos de sus relatos, dicho de paso―. El autor de género está obligado ―gozosamente obligado, si debo hablar por mí― a pensar en el lector todo el tiempo, como enseñan Hitchcock, Bradbury y King. Y Borges. Nuestro más grande escritor de lo macabro, conviene recordar. Parafraseándolo, el autor de género está forzado a recordar constantemente que allá afuera hay un lector, un hombre silencioso a quien se le debe todo el respeto.

Los talleres literarios suelen ser material de discusión. Como uno de los talleristas más reconocidos, me gustaría conocer tu opinión.

Yo tengo el trabajo más hermoso del mundo, a decir verdad. Y lo vengo disfrutando desde 1979, cuando decidí ser lo que soy: una especie de partero de libros ajenos que también se hace un tiempo para parir sus propias creaciones. No hay nada que me dé más placer que ver a los autores de nuestra escudería escribiendo cada vez mejor, y cada vez volando más alto: hay un amplio sector de mi biblioteca en donde conservo con todo el orgullo los libros escritos y publicados ―y amorosamente dedicados― por mi gente.

Pero supongo que la pregunta hace hincapié en lo del taller literario como “material de discusión” porque algunos colegas han desprestigiado la actividad. Será, acaso, porque prefieren “construir un espacio de creatividad y búsqueda” en lugar de arremangarse con sus alumnos para mostrarles los mecanismos del relato y los secretos del estilo. En los seis grupos de escritura que coordino en persona, la gente viene como aquel que va a un conservatorio porque anhela convertirse en violinista: alguien tiene que enseñarle a tomar el arco correctamente, para que después no fije defectos. Eso sí: así como hay colegas que deshonran esta bella profesión, vía chantocracia, también hay alumnos que ciertamente la deshonran con sus ínfulas. Hablo de aquellos que entraron al taller no para aprender a inventar y corregir y seducir al lector, sino para que alguien pago les lustre la estatua y para recibir de sus compañeros el más cálido reconocimiento. En el Taller de Corte y Corrección no se jode, y eso el vanidoso lo descubre a los diez minutos de presenciar gratuitamente la primera clase. Y así, hablando de violines, tarde o temprano se va con la música a otra parte. Y también están los que se van con toda naturalidad y satisfacción porque tanto él como yo sentimos que no me queda nada más por enseñarle ―ojo: no tengo ningún empacho en decir que yo enseño, y lo digo sin la mínima vanidad―. Es como estudiar una carrera: una persona que entra al TCyC a los veinte años, a los veinticinco ya sale escribiéndose la vida y comulgando con sus ávidos lectores. Pero, para que esto no termine de volverse una encubierta invitación a anotarse a algún grupo de nuestro centro de entrenamiento de escritores, mejor que de los talleres míos opinen quienes pasaron por mis garras de terciopelo. Y sus lectores, claro está, porque en ellos se cierra ―y también se abre― este formidable ciclo.

20884831_10155518326968418_333750549_n 

A lo largo del tejido de historias que van conformando el libro se presentan diferentes ambientes y escenarios. ¿Cómo manejás el clima, la atmósfera, en tus narraciones?

En persecución de la historia, yo voy buscando no tanto un qué sino un cómo. Y esa manera de organizar las cosas tiene que ver con lo que decía antes sobre la conformación de una realidad sensorial dentro de la que el lector se sienta bien cogido. Bien cogido y bien acogido. Bien hipnotizado. Palpando todo con los dedos de la mente y viendo todo con los ojos de la mente. Pero, sin la creación de una buena atmósfera, lograda por una conjunción de imaginería telepática, ritmo, respiración y musicalidad ―escribo como quien compone, leyendo siempre en voz alta―, no hay quien quiera habitar el cuento que vos estás intentando contarle, a pesar de que la historia ―el qué― sea la más ingeniosa, inteligente y seductora que jamás nadie haya podido pergeñar.

Sobre El Autor

(Buenos Aires, 1986) Trabaja en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Dogo (2016, Del Nuevo Extremo), su primera novela, fue finalista del concurso Extremo Negro. En 2017, Editorial Revólver publicó Cruz, finalista del premio Dashiell Hammett a mejor novela negra que otorga la Semana Negra de Gijón. Sus últimos trabajos son El Cielo Que Nos Queda (2019) y Ámbar (2021)

Artículos Relacionados