1983 es un año de regreso.
El país, de a poco, vuelve a la democracia.
Y Miguel, un fugitivo de su propia pasado y radicado en Costa Rica, debe volver a Argentina ante la noticia de que su padre murió tres meses atrás. Una distancia entre su padre y él que poco tiene que ver con los miles de kilómetros que los separan.
Cuando llega se encuentra que en la casa de su infancia, en la casa de la puerta amarilla funciona un prostíbulo y no hay datos de sus padres.
Miguel intentará recuperar su casa, esa pieza faltante de su identidad, para intentar emparchar las muertes de su padre y de su infancia.
¿Cuál fue el origen de “La casa de la puerta amarilla”?
Por lo general, en las novelas que transcurren durante los años de la dictadura está muy presente la tragedia asociada con la maquinaria represiva. Y siempre me surgía la pregunta: ¿cuántas familias experimentaron tragedias no relacionadas específicamente con la trama política sino con algo intrínseco, con sus miserias personales? En ese pensamiento, vislumbro un posible origen.
En el momento del regreso en el aeropuerto, se presentan dos realidades diferentes en el viaje a Argentina. Para uno es la posibilidad de huir de la pobreza. Lo que es el sueño para uno, el lugar deseado, para otro es el lugar del que huir. En cierta manera, todos los infiernos son personales. ¿Cuál es el infierno de Miguel?
En mi opinión, que puede o debe no compartirse, hay dos infiernos: el territorial, la casa natal en Buenos Aires, esa ciudad vanidosa, exitista, que lo rechaza y lo expulsa por ser un hombre incompleto, imperfecto; y, por otro lado, su familia, la indiferencia afectiva de su madre, el hedonismo lacerante de su padre. La huida a Costa Rica puede aliviar una parte de todo eso, pero hay un infierno del cual Miguel jamás podrá desprenderse porque está grabado en su piel, en sus vísceras, en su memoria. Todos tenemos nuestros infiernos, el tema es cómo los sobrellevamos.
Todas las fugas son quiebres de identidad, narra Maximiliano Barrientos en su libro Hoteles. En vista al viaje de Miguel hacia Costa Rica, primero, y después su regreso, podemos ver un cierto quiebre, no solo respecto a su propia identidades, sino también a la identidad que él le asigna a sus padres. Me gustaría, si querés, ampliar esta idea de la construcción de la identidad.
Creo no estar demasiado equivocado al afirmar que lo más importante con respecto a la construcción de la identidad y la personalidad ocurre en la infancia. El traslado a Costa Rica, el bar que logró armar allá, las nuevas amistades, a Miguel le funciona como anestésico para calmar el dolor de esa infancia irreversible. Miguel puede engañarse acerca de sus padres, puede intentar no pensarlos, pero en el fondo, muy dentro suyo, él sabe mucho más de lo que cree y, tal vez por eso, no se sorprende tanto ante los supuestos descubrimientos que hace al regresar a Buenos Aires. La muerte de sus padres es sólo un mecanismo del destino para despejarle el camino, para invitarlo a descubrir lo que él ya intuía. Enfrentarse con esa infancia, aunque aterradora, es un movimiento liberador.
El suicidio, en ocasiones y a ojos de ciertas personas, está ligado a una idea romántica más que trágica. ¿Cuál es tu opinión?
Los suicidios que leo en los diarios y los suicidios de esta novela no creo que tengan el ingrediente romántico. Son más que nada actos extremos, desesperados, un no doy más, una evasión del dolor de vivir. El suicidio siempre ha sido un tema tabú. Esa idea tan radical de desprenderse en un instante de la familia, de los amigos y del mundo, causa tanto pavor que impide hablar. Y a uno podría parecerle curioso que en países donde supuestamente lo tienen todo las tasas son las más altas, como en Finlandia. No creo que el suicidio quede explicado por la sensación de tenerlo todo o de no tener nada, hay tantos tipos de suicidios como de suicidas.
La novela tiene sus cimientos en el pasado de Miguel y en un imaginario forjado en esa época desde el cual mirará su presente ¿cómo crees que se relaciona la memoria y la escritura?
Es crucial. Para mí, escribir siempre es recordar, y recordar no significa reproducir un trozo de tiempo intacto; recordar, y eso es lo más hermoso, es distorsionar, es agregar y quitar, exagerar y minimizar, apropiarse de ese lienzo temporal. Somos nuestro pasado y no hay nada que podamos hacer al respecto.
La historia tiene un contenido “no dicho” importante a la hora de narrar y comprender a los personajes. ¿Cómo fue trabajar con ese grado de elipsis?
Complicado, ¡es difícil callarse la boca! Pero esta historia requería eso, un profundo silencio, porque como el narrador está muy cerca del personaje no quería que lo excediera, que lo desbordara. Por eso se utiliza bastante el recurso de la suposición: el narrador y Miguel van tanteando, especulando en esas arenas movedizas que son los padres y la casa natal.
¿Quiénes fueron tus referentes a la hora de escribir la novela?
Una novela que siempre me impresionó y fascinó por su frugalidad es El extranjero de Camus, esa manera de decir mucho contando poco, ese ascetismo de la palabra. No creo que Miguel sea Meursault, pero me doy por hecho si trae alguna lejana reminiscencia.
¿Cómo manejás el clima, la atmósfera, en tus narraciones?
Justamente, como veníamos diciendo, uno puede generar clima y suspenso por lo dicho o por lo no dicho, por lo determinado o lo indeterminado. En La casa de la puerta amarilla creo que la tensión que tira de la cuerda es esa contemplación morbosa de una persona avanzando hacia la oscuridad de su pasado, internándose en el terreno escabroso y hostil de la infancia, de la casa natal. Al final, queremos saber qué precio va a pagar por semejante osadía.