Juan David Nasio es uno de los psicoanalistas argentinos más prestigiosos del mundo. Residente desde hace años en Francia, no sólo entró en contacto con Jacques Lacan y, a su pedido, revisó la traducción española de los Escritos, sino que también fue invitado a intervenir en uno de sus célebres Seminarios. Autor de más de una treintena de libros entre los que destacan Arte y psicoanálisis, El magnífico niño del psicoanálisis, El libro del dolor y del amor, entre otros, en su reciente paso por Buenos Aires mantuvo un diálogo en exclusiva para Evaristo Cultural con la licenciada Dolores Alcira De Cicco a propósito de su último volumen publicado: ¡Sí, el psicoanálisis cura! Asimismo, la licenciada De Cicco realizó la crítica del citado libro.

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Debo comenzar diciendo, doctor, que el mero título de su nuevo libro es ya un desafío en toda la regla porque, como bien usted lo sabe, es un tema que muchas veces se encuentra en entredicho; por el contrario, usted lo afirma sin ambages y de modo enfático: ¡Sí, el psicoanálisis cura! Ahora bien, yo quería comenzar este diálogo comentando que no sólo en este libro, sino en toda su obra, yo percibo con satisfacción una fecunda confluencia entre el psicodrama –usted no es un analista de sillón, sino que usa todo su cuerpo y utiliza el consultorio a manera de escena- y un abordaje que toca el plano específicamente espiritual. Digo con satisfacción de mi parte porque yo, además de psicoanalista, soy psicodramatista…

¡Por fin alguien aborda este tema y yo tengo la posibilidad de desarrollarlo! Se lo agradezco, licenciada. De hecho, yo considero que un psicoanalista debe leer mucho teatro. Yo leí mucho teatro, y amo y aprendí mucho de Stanislavsky, el gran teórico de los actores rusos y cuya enseñanza es el germen del Actor’s Studio. Todos los grandes actores norteamericanos se formaron con Elia Kazan en el Actor’s, y Elia Kazan, a su vez, es un discípulo de Lee Strasberg, quien por su parte es discípulo de Stanislavsky. Hago este introito porque yo considero que una práctica fundamental del psicoanalista es sentir aquello que el otro siente; cuando un actor compone un personaje, debe sentir aquello que siente un personaje. Y lo que no siente el personaje, y lo que sintió y fue olvidado. Recuerdo un filme memorable llamado Waterloo, en el cual Rod Steiger, que trabajó con Elia Kazan, representa a Napoleón y presumo que debe haber sentido lo que sentía Napoleón. En el psicodrama se opera idéntico fenómeno. Para que yo represente a la madre de mi paciente debo sentir lo mismo que sentía esa madre frente a mi paciente y jugarlo en la escena psicodramática. Yo diría que hago un psicodrama virtual. Está mi cuerpo en escena en algo que bien puede ser denominado una interpretación gestual.

Precisamente, doctor, lo destaco porque eso rompe con una estructura académica y ortodoxa: la del psicoanalista distante que sólo apela a la palabra. En ese sentido, no se puede menos que destacar su notable plasticidad.

En efecto, yo me salgo del esquema. Pero habría que aclarar: ahora, después de tantos años de trabajo y experiencia. Aquello que domina en mí es el hecho de estar, o intentar por todos los medios estar, dentro del paciente. Puede ser una interpretación gestual, una prosopopeya, otro tipo de interpretación, pero lo esencial es que yo sienta en mí, emocionalmente, aquello que siente el paciente y aquello que no siente, pero que vive en él.

En eso que usted, con toda pertinencia, denomina la “zambullida interior”, para que esta inmersión pueda consumarse es necesario aquello que usted llama “el silencio interior”. Me parecería harto interesante que pudiera desarrollar el modo mediante el cual se logra ese silencio interior.

Ese silencio interior es una manera de nombrar la disponibilidad interior. Y la disponibilidad interior supone, en principio, una alta concentración. Concentración es pura receptividad, concentrarse significa que yo estoy en esta taza en la que en este momento estoy tomando un té, y nada más que en esta taza, y no existe nada más que esta taza, esta es la alta concentración. Yo soy la taza y siento lo que siente la taza: el líquido caliente que hay en su interior, su borde de loza, la estructura de su superficie… Y la alta concentración, recíprocamente, requiere una altísima disponibilidad interior para olvidarse de uno y de cuanto nos rodea. Esto es lo que yo llamo una forclusión voluntaria.

Ahí usted establece una diferencia con aquello que Freud denomina disociación instrumental.

Son dos aspectos: la disociación instrumental, por un lado, y la forclusión voluntaria, que es una forma de receptividad pura; forclusión quiere decir que yo saco todo lo que es ruido del yo, todo lo que es percepción otra respecto del punto focal en el cual me concentro. Esto es la disociación porque yo estoy  en la taza pero al mismo tiempo soy y no dejo de ser yo. La disociación es una parte en la que hay una forclusión voluntaria y una parte en la que el sujeto  o el analista sigue siendo el mismo. De hecho, Lacan ha sido el gran teórico del sujeto dividido y yo soy, obviamente, un sujeto dividido en el momento de la disociación. Esto es lo que yo intento describir, pero, ya se sabe, es muy difícil describir una escena. Esta división del sujeto que yo intento transmitir y formalizar de la mejor manera pienso que ocurre en todo artista. Vuelvo al ejemplo anterior: Rod Steiger con la ropa puesta de Napoleón, se siente Napoleón, o para decirlo con más rigor: sentir aquello que Napoleón fantasmaba, sentir el fantasma de Napoleón.

Si yo mal no recuerdo, es Stanislavsky el que expresa un concepto que a mí me resulta fundamental en ese sentido: “Para representar el fuego, hay que arder.”

¡Exacto, licenciada! Porque no hay allí disolución, hay división.

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En su libro, usted alude al caso de una paciente que en consulta menciona un ataque de ira que tiene como víctima a su propio hijo y por el cual luego se siente culpable. Me voy a permitir una breve digresión, pero vinculada al mismo tema, a la ira. Como usted sabrá, en la Argentina los femicidios se han multiplicado en los últimos años: mujeres que mueren a manos de sus parejas, de sus ex parejas, de sus maridos… Estos hombres, obviamente, experimentan incontrolables ataques de ira cuyo desenlace es el homicidio. En general, se dice que estos casos, aun aquellos que se prestan a un tratamiento, son irrecuperables. El ataque de ira compulsivo es más potente que la posibilidad de racionalizar, de pensar, de serenarse. ¿Cuás es su opinión a este respecto?

En principio, yo debo decir que en este momento tengo tres casos de hombres que se han ido de la casa porque la mujer les pega. Atención con esto, entonces: la violencia de género es un carril de doble mano, si bien admito, por cierto, que los casos de violencia contra las mujeres son mucho más numerosos que a la inversa. Dicho esto, yo pienso que hay tres problemas que pueden motivar esa violencia en el hombre. El hombre, todos los hombres, yo, su marido, el camarero del hotel, todos los hombres somos cobardes de nacimiento; esto hay que tenerlo en claro: el hombre es alguien constitutivamente cobarde. El hombre es un cobarde y la mujer, una soñadora. Nosotros, los hombres, tenemos miedo de la mujer. La mujer tiene conocimientos, intuiciones y poderes de los que los hombres carecemos. Hay hombres que podemos sublimar ese temor, pero hay otros que lo transforman en agresividad. El primer motivo, entonces, de la violencia de género del hombre respecto a la mujer es el miedo, el miedo a que la mujer lo disminuya, lo desprecie, lo destituya. El hombre tiene un problema que la mujer no tiene, y ese problema es el problema del poder. El hombre quiere asegurarse el poder, un respeto a su amor propio, y tiene miedo de que la mujer lo engañe. Por supuesto, todo miedo es un miedo imaginario, neurótico; es, nada más ni nada menos, que aquello que Freud denominaba “el miedo a la castración”. El descubrimiento de Freud fue maravilloso, pero le puso un nombre oscuro, recóndito, que suscita el malentendido: Freud habla de la castración, pero aquello que, en rigor, quiere manifestar es la existencia de una angustia en el hombre de perder lo que él considera su bien preciado: su virilidad, su pene. La castración es, ante todo, el miedo a la castración. El hombre tiene miedo, lisa y llanamente, a que la mujer lo castre; le arranque el poder, vale decir, le tome el pene y se lo arranque. Es una neurosis exclusivamente masculina. En segundo lugar y como usted bien dice, licenciada, el hombre puede ser muy colérico, tener accesos, arrebatos de odio, de agresividad que se le imponen porque él ha sido ya maltratado cuando era niño; todo colérico es siempre una antigua víctima de la cólera de un adulto; yo diría que esto se verifica en un ochenta por ciento de casos. Este maltrato moral o físico, bajo la forma de las humillaciones o de los golpes, ha instalado en ese hombre una cólera compulsiva, como usted bien la define. Es un hombre al que le han inoculado el veneno de la agresividad. En tercer lugar, no nos olvidemos de un factor que no es menor y que muchas veces se pasa por alto: el consumo excesivo de alcohol. Un hombre que pega, en el sesenta por ciento de los casos, es un alcohólico. Y si es un alcohólico, detrás del alcohol está la tristeza, el íntimo deseo de pegarse a él mismo. Y están los celos, porque un alcohólico tiene perturbaciones sexuales y teme que su propia mujer busque satisfacción allí donde él no se la puede proporcionar. Y hay un cuarto motivo que nos reenvía al primero; cuando el hombre siente que la mujer es su rival. En la actualidad, la mujer es muy fuerte socialmente y, a mi entender, es uno de los motivos por los que ha crecido exponencialmente la violencia de género; hoy, un hombre que gana menos que la mujer tiende a alejarse, huir… ¿por qué? Por lo que ya dije: porque los hombres somos unos cobardes. Nosotros los hombres tenemos una virilidad, tenemos un pene, y lo queremos proteger a todo precio. Por eso, en el Seminario que acabo de impartir y al que asistió una friolera de mil doscientas personas, yo afirmé que la más viva encarnación de lo que estamos hablando es la imagen de los jugadores de fútbol que integran una barrera ante el tiro libre del equipo rival; ¿qué es lo que se protegen con ambas manos?: su bien más preciado, los genitales. Esa imagen es una alegoría perfecta. Freud habla de la angustia de castración, yo diría: las manos que cubren el sexo de los jugadores de fútbol. En el plano neurótico, los hombres somos muy miedosos.

¿Y qué influencia tiene, por lo tanto, la mujer como madre, como madre de ese sujeto?

Una influencia fundamental. La relación de la madre con el hijo varón es, lo queramos o no, una relación de carácter incestuoso. La madre experimenta por ese varoncito una cantidad de sentimientos que sentiría por un hombre. Y en muchas ocasiones el problema radica en que este niño es educado con una voz materna que le asegura: “Sos el chico más hermoso, más lindo del mundo.”  Yo le reitero hasta la saciedad a las madres: no le diga a su hijo que es lindo; dígale que es inteligente, astuto, hábil, lo que quiera, pero no lindo. ¿Por qué? Porque de este modo se feminiza al varón, lo fragiliza, lo torna demasiado preocupado por sí mismo. Cuanto más me preocupo por mí mismo, más cobarde me vuelvo. En la medida en que mi madre más me sobreprotege, más cuidado debo tener yo de que me hagan daño: es toda una secuencia: sobreprotección y fragilidad. En suma y como para redondear el concepto: de la misma manera que el hombre tiene miedo de que le roben su bien más preciado, la mujer tiene miedo de perder el amor, de dejar de ser amada. Ambos, por cierto, poseen algo precioso, y ambos tienen temor de perderlo. En ambos se constituye la angustia de la castración.

Sobre El Autor

Dolores Alcira De Cicco nació en Buenos Aires. Se recibió de licenciada en Psicología en la UBA en 1977, se especializó en Coordinación de grupos terapéuticos en el Hospital Aráoz Alfaro, y allí mismo coordinó el primer grupo que se realizó con técnicas psicodramáticas en el año 1986. Se recibió de Psicodramatista en el Instituto de Martínez Bouquet. Fue docente en la Sociedad Argentina de Psicodrama (SAP), en la Universidad de Buenos Aires en la cátedra Teoría y Técnica de Grupos y en la Universidad de las Madres. Colaboró durante dos años en el centro del Dr. Eduardo Pavlosky, en el área de Adolescencia. Trabajó veinte años en el Hospital Álvarez, como psicóloga clínica especializada en Urgencias y en Consultorios Externos de Salud Mental atendiendo pacientes adultos y coordinando grupos terapéuticos con técnicas psicodramáticas, por lo cual recibió una mención especial por su trabajo publicado en el Congreso de Salud Mental en el año 2001. Dirigió y coordinó durante ocho años el curso de post grado de “Psicodrama: Nociones Introductorias”, en el hospital Álvarez. Realizó múltiples presentaciones en congresos nacionales e internacionales presentando talleres coordinados con Técnicas Psicodramaticas. En el año 2014 se recibió de Facilitadora en Constelaciones Familiares en el Centro Latinoamericano de Constelaciones Familiares. Actualmente se desempeña como supervisora clínica de psicólogos y atiende en su consultorio a pacientes adolescentes y adultos. Colabora en las críticas de cine y teatro en la revista Evaristo Cultural. doloresdecicco@hotmail.com

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