Pequeño redentor ilustrado
Al psicólogo Viktor Frankl le hubiese gustado el protagonista de Oración por Owen. Creador de la logoterapia, Frankl descubrió estando recluido en Auschwitz que al ser humano solo lo mantiene con vida la posibilidad de encontrar un sentido aún en las situaciones más adversas o, para ponerlo en términos más brutalmente cercanos a los de Camus, para evitar el suicidio siendo este la respuesta más directa y certera a todos sus problemas.
Owen Meany, el protagonista de la novela, no las tiene todas consigo: de talla pequeña, con una voz tan aguda que aterroriza, un pasar económico incierto y unos padres que sienten por él más miedo que amor, reúne las condiciones ideales para convertirse en un resentido. Sin embargo, lejos de solo sobrellevar lo que le tocó, Owen valora sus limitaciones como la posibilidad de concretar un destino maravilloso al que ni siquiera la inminencia de la muerte –presente en esta y en todas las novelas del autor– puede detener.
Irving logra una proeza literaria al crear decenas de personajes entrañables y ponerlos a vivir en una misma novela; hasta los más irrelevantes resultan de una calidez irresistible. Lo notable es que el autor de El mundo según Garp concreta la hazaña sin recurrir a un registro realista; por el contrario, es lo que sus personajes tienen de extraordinario lo que los vuelve humanos, como si al descartar el naturalismo, Irving lograra transportarnos al interior mismo de sus criaturas.
Si la pregunta que nos hacemos al comienzo de la novela es qué motiva realmente a Owen Meany, la respuesta es sencilla: la absoluta certeza de que su vida tiene un sentido y que sus defectos son en rigor, virtudes, porque se adecúan a ese destino. Como Borges, Irving parece creer que no es importante qué nos depara el destino, sino estar dispuestos a asumirlo. Ahí radica la plenitud de vida; no en una mera aceptación de las circunstancias, sino en la comprensión cabal de que estas responden a un plan mayor.
Dicho así, parecería que estamos frente a una suerte de El Principito posmoderno, un libro naif y pleno de ternura pero que en el fondo, elude los problemas fundamentales del hombre actual. Pero Irving no es Saint Exupéry –con todo lo bueno que esto podría suponer– y logra llevar su historia no solo a la mera reflexión ontológica, sino también a la más concreta actualidad. La narración de las aventuras de Owen quedan en manos de su mejor amigo: John Wheelwright. Virgen, anglicano y autoexiliado en Canadá, Wheelwright entrelaza su relato con la historia norteamericana, marcando un constante contrapunto entre las determinaciones de Owen y las de quienes definen el destino de una nación que tiene frente a sí la posibilidad de hacer la diferencia. Ya viejo, el narrador rememora su infancia y juventud con Meany mientras vive el más amargo de los desencantos; ha dejado su país porque comprende que no persigue, como creía, un destino de gloria, sino de frivolidad. Aquí no hay sueño americano, ni siquiera pesadilla. Hay, más bien, el dolce far niente de un pueblo voluntariamente idiotizado e incapaz de estar a la altura de sus posibilidades. Una nación que, en última instancia, cometió el único pecado que Owen Meany es incapaz de perdonar: el no comprender que cada circunstancia conlleva un destino de grandeza.
Owen avanza por la vida como un gigante diminuto, como la paradoja misma de la fe soñada por Kierkegaard: tiene todos los motivos para no creer, y sin embargo se empecina en hacerlo. Redentor módico, Meany sabe que su paso por el mundo no salvará a miles ni inspirará a millones, solo transformará lo que sus cortos brazos puedan tocar. Tal vez parezca poca cosa, pero siempre es mejor que nada.