Si un ser humano posa sus ojos sobre esta carta, es que ésta ha llegado a un lugar habitado, y si la lee, le pido con énfasis que dude de lo que aquí escribo.
¿Desde cuándo estoy aquí? No recuerdo, pero sí se para que vine. Tomé la decisión de aislarme para hacer realidad mi anhelo de encontrarme con Dios. Con cualquier Dios. Ese ¿ente? que el humano ¿inventó?, ¿descubrió?, para explicarse, con más voluntad que razón, los interrogantes abiertos que hacen de nuestra experiencia consciente un constante navegar por mares de angustias, mitigadas muy de tanto en tanto por espejismos. Son puertos que desaparecen en cuanto queremos amarrar en ellos.
Estoy solo en este lugar, como estuvieron Moisés en la montaña, Jesús en el desierto, Mahoma en la cueva, Buda bajo el árbol y tantos otros miles de iluminados por esos dioses, que creemos todopoderosos.
Me siento más desamparado que nunca porque no encontré a esos dioses. No han venido a mí o me han eludido, y ahora intuyo que nunca han existido.
¡Oh, soledad! De ti aprendí que buscar a un dios a través del contacto solitario con la Naturaleza carece de sentido. Nuestra especie es gregaria, y la voluntad se perturba, y hasta se frustra, cuando la arrulla la ausencia de semejantes. Me has ayudado a abrir la jaula de falsas creencias en la que estuve preso. Son los pueblos los que eligieron a aquellos mensajeros de los dioses, y les entregaron su Fe a cambio de una inmortalidad paradisíaca o infernal, hasta hoy sin testigos. ¡Oh, soledad! Por eso debo volver con mi gente. Para contarles esto, que he aprendido mientras fuiste mi compañía.
Si no lo logro, y uno de mis semejantes hallase esta carta, ¡que dude de todo lo que expresa! Podrían ser mentiras.