Clima helado. Me despertaba a las cinco para subirme a un colectivo en Panamericana, cargado de obreros. El viaje demoraba dos horas y media. Mi objetivo era, el de concurrir a su curso de Literatura Japonesa. Entrevisto a Mat1 en Ueno, buscando encontrar su pasado, su presente. Ya no estamos en Puán. Una mujer japonesa, desde la mesa de al lado nos pregunta en que idioma hablamos. Nipodelia2. La entrevista se detiene, cuando todos esos obreros que abordaban al quince en Panamaericana, irrumpen en la estación de Ueno. Nos encontramos nuevamente, esta vez en Shinagawa. Al verlo, extiendo mi mano: le estoy ofreciendo una máscara.
¿Cómo surge tu primera novela, El Trueque y que la ha motivado? De trazar un andarivel con tu subsecuente producción, ¿qué pendularidades proyectan entre si? ¿Qué puede contarse de tu próxima novela?
Mi primera novela es el resultado de un concurso cuyo premio era, justamente, la publicación de una novela breve. Era el año 2010, yo estaba terminando mi licenciatura y trabajando, con un ritmo de vida agitado para el cual ya me siento viejo, así que no pude dedicarle el tiempo que hubiese querido. La escribí rápido, sin dormir; en un estado delirante. Te soy honesto: no me gusta esa novela. Hubiese preferido no escribirla. Incluso siento que desaproveché una gran oportunidad. Pero me sirvió porque pude descargar muchas cosas, además de visualizar en un objeto material lo que quiero evitar y lo que quiero desarrollar. Ahora tengo otra terminada y en camino de publicación. Esto significa que dependo de ese mundo del que conozco muy poco: el editorial. Básicamente es una colección de relatos, cada uno focalizado en un personaje y ambientado en un año diferente de la década del 90, unidos en una trama más amplia. Con ella recibí una mención en otro premio en 2013, pero después me fui a vivir a México y volví a la vida agitada y me tomó mucho tiempo corregirla hasta dejarla en el estado más o menos presentable que tiene ahora.
Has dado entre otros, cursos y seminarios de diversas literaturas entre ellas la japonesa. Si el orientalismo es la imagen occidental de oriente, ¿En qué difiere el japonísmo de la japonería?
Pablo Gaviratti, amigo y gran experto con quien compartí varios eventos académicos, siempre diferenciaba entre tres cosas que otros solamente explican mediante el uso de un término tan elusivo como “traducción”. Esas tres cosas son: literatura japonesa, Japanese literature y 日本文学 nihon bungaku. Cada una de estas cosas es distinta porque el marco desde el que hacemos el recorte es distinto. Esta distinción es útil para entender cómo un objeto de estudio cambia según nuestro paradigma nacional, de modo que una literatura nunca es ‘nacionalmente’ estable. Pero también existe otra forma de ver la literatura y es como una serie de discursos que atraviesan esas estructuras nacionales para mostrarse de forma mundial. Es lo que Goethe llamó Weltliteratur y que hoy se puso de moda gracias a teóricos como Franco Moretti, Pascale Casanova y David Damrosch. La idea básica sería: podemos ver a las distintas literaturas como árboles arraigados al estado-nación, pero también podemos imaginar oleadas que sacuden esas estructuras. Esas olas son la “literatura mundial”. ¿Es el reciente premio Nobel, Kazuo Ishiguro, un escritor japonés? Es más cercano a Martin Amis, a Julian Barnes y a otros novelistas ingleses. Sin embargo, los japoneses lo festejaron como propio. De hecho, el día de la entrega del premio, unos fanáticos de Haruki Murakami se reunieron afuera de un templo, todos listos con pitos, matracas y serpentina a la espera de que finalmente resultara ganador su ídolo. Cuando ganó Ishiguro, ni se mosquearon y por supuesto festejaron con pitos, matracas y serpentinas. La nación, ante todo. La idea de literatura mundial me atrae precisamente porque nunca me gustó pensar a la literatura como una insignia del nacionalismo. Pero permitime agregar: la única excusa para estudiar literatura en las universidades sigue siendo hoy un resabio de los siglos anteriores, en los que era necesario forjar una literatura nacional para sustentar la idea de nación. Si evitamos esto y nos abocamos de lleno a la existencia de una “literatura mundial”, ¿cuál va a ser la excusa para que estudiemos literatura, para que el Estado invierta en eso? Sabemos que difícilmente sea su rentabilidad.
En cuanto al “orientalismo” (entiendo por esto una herramienta teórica que nos ha permitido ver la construcción que hizo Occidente de un imaginario llamado “Oriente”), siempre lo creí insuficiente para abordar el caso específico de Japón. Para empezar, a diferencia de regiones que estuvieron bajo el control de potencias europeas, Japón nunca fue colonia, sino que en cambio tuvo colonias bajo su control. También es un país que deliberadamente quiso parecerse a Occidente o a lo que imaginaban como Occidente, porque también esto último es una gigantesca construcción. Si hablamos de estereotipos, muchos fueron incluso creados por japoneses. Esto se dio a partir de un género textual conocido como Nihonjinron (Teorías sobre los japoneses), y antes, a través de una institución llamada Kokugaku (Escuela de estudios nacionales). Ambos dispositivos cristalizaron imágenes que se siguen usando internacionalmente: la disciplina, el comunalismo, la devoción a la naturaleza, entre otras. A lo que voy: no todo lo que haga referencia a Asia es una construcción diabólica de “Occidente”. Como ven, también hay construcciones diabólicas desde “Oriente”. Por otro lado, el orientalismo es en sí mismo un concepto que cambia de acuerdo al contexto y que muchas veces tuvo aplicaciones positivas. Escribí algunos artículos sobre esto, pero para quienes les interese, quizás sea mejor abordar dos investigaciones que estudian el caso del “orientalismo argentino” y del “orientalismo latinoamericano”: Oriente al sur, de Axel Gasquet, y El Oriente desplazado, de Martín Bergel.
Ahora bien, llamamos “japonismo” al proceso a través del cual la cultura japonesa influenció y se vio reelaborada en otras culturas, mientras que “japonería” es el objeto resultante de la transferencia o copia de técnicas, en particular en el campo del arte visual. Formalmente, entonces, ‘japonismo’ es un proceso y ‘japonería’ es un objeto. Ambas tienen una connotación negativa porque en una y otra se presupone la sobre-impresión de intenciones ajenas. Supongo que esto es así en la medida en que crean prejuicios. Pero acarrean una enorme utilidad además de mostrarnos cuán siniestros podemos ser al momento de describir al otro. Japonismo y orientalismo siempre nos hablan de cómo se piensa a sí misma la cultura receptora, de cómo utilizamos una cultura diferente para forjar una identidad propia. Yo siento que, aunque me digan que “los de afuera son de palo” cuando hago comentarios sociales o políticos, nunca reflexioné tanto sobre Argentina desde que cambié de espacio geográfico. En estos desplazamientos puede haber frivolidad y despersonalización, pero también puede haber transformación e innovación. A esto se refería Walter Benjamin cuando dijo que “desde Moscú se aprende más de Berlín que de Moscú”.
Un atisbo del instante en que conociste a cuatro personalidades y, si acaso, algo imprimieron en vos: María Elena Walsh, Mario Bellatín, Guillermo Quartucci y Enrique Symns.
María Elena Walsh, de quien aún no logro entender la relación exacta con mi familia, fue todo para mí. El primer libro que leí en mi vida fue suyo: Dailan Kifki. Asimismo, luego del 2001, ella me ayudó en más de una forma: como mecenas, como guía de lecturas, también en lo personal. Creo que gracias a ella aprendí a deshacerme de un montón de prejuicios que tenía sobre la literatura y en particular a mantener siempre un pie fuera de la academia. Sus notas periodísticas fueron también de gran impacto en mi forma de escribir y de ver la realidad. Las releo cada tanto, sobre todo “Infancia y bibliofobia”, que considero trascendental. Lo que jamás voy a olvidar de ella quizás sea su dulce cinismo en cada uno de nuestros encuentros.
Mario Bellatín es antes que nada un amigo, aunque tengo que resaltar también su rol como guía turístico durante los años que viví en México. Mario siempre tenía un nuevo lugar al que llevarme y nuevas historias por contarme; creo que hoy comparto esa fascinación por la cultura mexicana que también él demostraba constantemente. Y también influenció mi mirada sobre Japón. Él es lo que yo llamaría un ‘orientalista consciente’. Sabe que para él Japón es una construcción, una ilusión, una mentira, y lo usa acordemente. Me parece una postura muy lúcida porque no recae en ningún tipo de enmascaramiento. Me presentó también a otros escritores, como Margo Glatz y Pola Oloixarac, por lo cual siempre le voy a estar agradecido.
Guillermo Quartucci fue mi profesor en El Colegio de México y lector de mi tesis de maestría. Tiene un conocimiento absoluto de la literatura japonesa y esto es, desde el vamos, una motivación para tenerlo como referente. Pero además tiene una forma de explicar y de enseñar envidiables, muy ancladas en las vidas de los escritores. Yo tuve una etapa muy anti-biografía que no me llevó a ningún puerto. Las vidas de los escritores son tan importantes (por lo menos, tan interesantes) como sus obras. Esto me lo transmitió Guillermo, sin faltar a la rigurosidad del análisis textual. Igual esto quedó demasiado formal así que concluyo con un: me alegra que hoy seamos amigos. También él fue un gran guía en México.
A Enrique Symns lo conocí muy fugazmente en la editorial de la revista THC y dudo que me recuerde. Es más, creo que le caí mal. O que todo el mundo le cae mal. Tuve una época en que, gracias a uno de esos amigos que más influyen en nuestras vidas (uno determinante en mis gustos musicales, por ejemplo; con eso te digo todo), leí bastante a Symns. Me parece una figura particular dentro de la literatura argentina. Es nuestro Hunter Thompson. En esa época yo creía o flasheaba que ésa era también mi forma de ver la cultura o por lo menos la literatura. Sin embargo, hoy ya no creo en ese pasatiempo llamado contracultura.
Si bien has sido editor de diversas revistas y escribís para Anden entre otras publicaciones, una reciente traducción del japonés bastante original te destaca frente a traducciones más obvias del gettho intelectual niponico; Qué te acerca a la vanguardia de crear caminos tan solitarios e interesantes?
Hay muchísimo que no conocemos de literatura japonesa y yo quisiera traducir algo del montón. En esto siento la influencia de otro amigo, escritor y genio envidiable: Nicolás Olszevicki. Él es un gran defensor de la divulgación científica y publicó, junto a Leonardo Moledo, una Historia de las ideas científicas. Yo tengo una visión de mis estudios muy cercana a la idea de divulgación. Creo que, dada la situación actual de los estudios japoneses en Latinoamérica, tendríamos que enfocarnos en generar una base de conocimiento más amplia de dicha literatura, pero también de las del resto de Asia, África y Oceanía, para que las generaciones siguientes profundicen. En este sentido, considero esencial alejarse de las abstracciones que crearon tanto japoneses como extranjeros, para empezar a traducir obras que nos permitan acercarnos, no a “Japón”, sino a la sociedad de ese país que es Japón. Esto también va a generar una base de entendimiento mayor a futuro.
Hay problemas concretos y hay escritores japoneses que los abordan en sus obras. Entre los tantos: las consecuencias del tsunami del 11 de marzo de 2011, que generó o revitalizó un imaginario que no se tenía en Japón desde la guerra (los taxis de fukushima, abordados por clientes fantasmas). Para mí, Godzilla siempre dijo más de Japón que las geishas, los samuráis, el zen y otras invenciones oficiales. La novela que traduje el año pasado, Últimas palabras de un eco-terrorista, puede servir como un ejemplo de las preocupaciones de muchos japoneses actuales. También participo en Tokio de círculos de poesía y de slams que ojalá pronto pueda compilar y traducir, precisamente porque en ellos surgen temáticas y reflexiones que nada tienen que ver con esos escuetos símbolos con los que suele identificarse a Japón (hasta ahora, nunca escuché una poesía sobre cerezos). Borges citó a Gibbon y dijo que “en el Corán no hay camellos”, para explicar que ese texto no necesita de los elementos que otros presupondríamos todas las obras árabes deberían de tener. Yo intento leer a la literatura japonesa sin buscar la versión nipona de los camellos. Pronto va a salir otra novela que traduje; es muy famosa su versión fílmica, aunque adelanto que la novela narra otra historia: El club del suicidio. Creo que se aleja de ese supermercado de japonerías que muchas veces llamamos “literatura japonesa”.
¿Cuál es el contexto de la novela latinoamericana hoy en relación al paradigma político de la región?
No tengo idea. Leo literatura latinoamericana contemporánea, sobre todo de amigos, pero es un mundo que, por mi actual locación geográfica, se me hace difícil de seguir. Algunas veces noté en ese mundo una reclusión que no me agrada. Conozco lectores que leyeron hasta la última plaquette que se publicó anteayer en Buenos Aires y que desconocen a autores que yo considero que no quiero perderme. Desconocer no es un pecado, pero elegir desconocer me parece un grave error. La corrección política decreta que como latinoamericanos debemos priorizar la literatura de Latinoamérica. Cambiamos el slogan “la nación ante todo” de los fanáticos de Murakami, por un “la región ante todo”. Yo tengo otra concepción, que creo que expliqué antes: me gusta pensar a la literatura como un fenómeno mundial. Muchas personas creen que esto deviene inevitablemente en la desintegración de identidades; hablan de un monstruo conceptual al que llaman “Globalización”. Pero en realidad, cuando hablamos ya de ‘novela latinoamericana’ le estamos atribuyendo a un determinado grupo de textos una identidad regional dentro de un ordenamiento configurado de antemano. Estas codificaciones nos permiten imaginar fraternidades, es cierto, pero no existe razón para pensar que no podemos pensar conexiones más allá de los marcos nacionales. Será que tengo una visión romántica y humanista de la literatura ante la indetenible segmentación que vivimos día a día. En otros tiempos, el miedo era al mestizaje y a la mezcla. En nuestro mundo actual, sin embargo, regido por el funcionamiento de las redes sociales, nos terminamos enfrentando a otra cosa: a la parcelación de las diferencias y a la imposibilidad de conectar nuestras particularidades con las de otros. Por eso elijo ver en la literatura (no tengo miedo a decir también “en el arte”), una forma de atravesar esas segmentaciones.
¿Quien le quita el sueño a Matías Chiappe?
Yo mismo. Además de insomne, soy insoportable.
1 Matías Chiappe Ippolito tiene 33 años, es traductor e investigador, licenciado y profesor en letras por la UBA, máster en Estudios de Asia y África por El Colegio de México y candidato a doctorado por la Universidad de Waseda. Actualmente vive en Tokio.
2 Una serie de notas del entrevistado, nuevamente publicadas en Evaristo Cultural a partir de las siguientes semanas acercan la posibilidad de ahondar, entre otros, en el asunto de la nipodelia.
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