—Mirá, mamá, se cae el sol. Vení.
—Ahora no puedo, después voy.
—Dale, vení, te lo vas a perder.
—Escuchame, Kiku, andá a jugar solito. Estamos hablando con papá.
—Pero mamá…
—Andá a jugar afuera. Después vamos. Es en serio.
La puerta de la cabaña se cerró frente a la cara de Kiku.
Kiku apretó los puños con los brazos pegados al cuerpo y miró al piso con una mueca de frustración. Tenía las zapatillas llenas de los abrojos que salían de unos yuyos que crecían por todas partes.
Volvió a ver ese sol blanco que había aparecido de la nada y que cada vez era más grande. Tuvo que apartar la vista, le dolía. No prestó atención al otro sol detrás de él, con su brillo de siempre.
El horizonte encerraba con montañas al pueblo. Allí era todo campo, pinos y unas pocas cabañas desparramadas al azar. Había un lago gigante y azul cerca. No se escuchaban ruidos ni soplaba el viento.
Kiku buscó en el patio, pero no encontró nada interesante. Había una pila de leña, un tacho de metal más alto que él y un millón de yuyos feos. Intentó abrir la puerta de un galpón. Estaba con candado. Se apoyó contra una pared de la cabaña, a la sombra, para escapar del calor.
Los juguetes estaban dentro de la cabaña. Se había olvidado el hologuemu sobre su cama. En esa zona no había señal, pero tenía un par de juegos en descargados en la memoria. Quería mejorar su récord en el Zombie Paradise.
—Me aburro —dijo Kiku. Lo repitió dos veces, elevando la voz con la esperanza de que lo escucharan y lo dejaran entrar. No lo consiguió.
Kiku se acercó a la puerta de la cabaña en puntas de pie. Intentó escuchar y le llegaron los gritos de su mamá. Su papá a veces respondía algo. No alcanzaba a entender lo que decían. Le pareció que papá decía algo del hospital.
Caminó con las manos en los bolsillos del pantalón corto. Dio fuertes pisadas sobre la tierra para ver el polvo que se levantaba. Los yuyos le arañaron las pantorrillas y le llenaron las medias de abrojos. En la esquina del terreno se subió al alambrado para ver mejor el lago.
El sol blanco se duplicó sobre el lago y lanzó destellos que eran como alfileres que pincharon los ojos de Kiku. Entrecerró los párpados y miró entre las pestañas.
La luz blanca le hizo acordar a la del hospital. Aquel día, después del colegio, había ido con papá a buscar a mamá a ese lugar. Papá le había dicho que el hermanito se había enfermado.
Kiku esperaba llevarse bien con el hermanito cuando finalmente se curara y naciera. No le molestaba tener que compartir su cuarto. Le iba a prestar sus juguetes. El hologuemu no, porque lo podía romper, pero todos los otros sí, hasta el desintegrador que tiraba bolitas.
Mamá no le había contado nada pese a sus mil preguntas. Volvieron a casa en silencio. Tampoco le había respondido por qué tenía los ojos rojos o por qué de repente estaba más flaca. Con un beso había logrado que ella sonriera por un rato.
El brillo blanco inundó todo el cielo. Kiku vio que de sus piernas salían dos pares de sombras en direcciones opuestas. El sol blanco siguió cayendo hasta que desapareció tras el horizonte, al final del lago. El día se oscureció por unos segundos.
Un destello surgió de la zona donde había caído el sol y una nube de algodón creció como uno de esos hongos que Kiku separaba de la salsa blanca de mamá. Odiaba esos hongos babosos.
El hongo creció hasta alcanzar el cielo y le pareció que el alambre temblaba bajo sus pies. Kiku miraba todo con los ojos muy abiertos.
—¡Fantástico! –gritó. Fantástico decía el hologuemu cuando pasaba un nivel del Zombie Paradise sin perder ninguna vida.
Minutos después el resplandor desapareció y el hongo se convirtió en una nube que se mezcló con las otras en el cielo. Kiku saltó del alambre al piso y corrió a la cabaña a contarles a sus papás lo que había visto. Todavía quedaba otro sol, pero le pareció que ese era uno común y corriente.
Abrió la puerta de golpe. Su mamá estaba en una silla. Se pasaba un pañuelo por la cara y lloraba. Su papá estaba parado al lado, con las manos sobre los hombros de ella. Ambos giraron la cabeza para mirar a Kiku.
Kiku corrió hasta sus papás y dijo en tono de confidencia:
—Se cayó el sol.
Algo se desanudó en el pecho de Kiku. Con desesperación, se largó a llorar