Esto pasó cuando estaba de moda 2 Minutos. Estás en el kiosko tomando una cerveza / Todo el día seguís con la cerveza / A los lejos se ve una patrulla / Alguien grita allá viene la yuta. No sé si les suena. Habré tenido unos quince o dieciséis años por aquella época, y me sentía como si cada tema estuviera hablando de mí. No es que yo anduviera escapándome de la policía ni nada por el estilo. Si lo único que hacía todo el día era pasarlo con amigos en lo de Tito, que tenía un polirubro a cuatro cuadras de casa. Vendía desde caramelos y escarpines hasta sevillanas y petacas. Pero nos aturdía con 2 Minutos todo el tiempo, y por eso parábamos ahí. De las tres remeras que usaba, dos eran de la banda. Me parece que todavía tengo algún casette de ellos en la guantera.
—Che, Facha, andá poniendo el diego para la birra —me dice el Rata.
Me decían el Facha. Viniendo de quien venía, el apodo no era gran cosa. Lo hubiesen visto al Veintidós, con la cara llena de granos como un choclo; o al Rata, hocicudo y dientón. El Chino, que era más criollo que mate con galleta, tenía la frente cortita, y era petiso y grueso. En realidad, sin ser un tipo pintón, yo era el único de la barrita que no parecía salido del circo.
—¿Y? ¿Le vas a entrar a la Cindi? —pregunta el Veintidós mientras sirve la cerveza y vuelca la espuma.
—Cuidado que si te la chupa te la va dejar hecha un churro —se ríe el Chino.
Siempre hay una mina linda en todos los barrios. Para mí, esa mina era la Cindi. Me parece que los otros no compartían mi opinión, pero igual cuando pasaba por el kiosko, todos se daban la vuelta para mirarle el culo y chiflarle. Si vamos a creerle a los otros tres, el Chino y el Rata ya se la habían volteado, y el Veintidós le había manoseado las tetas y ella le había hecho una turca.
—Estoy viendo.
—No mires mucho que te va a sacar las ganas, Facha. Para eso está la almohada, para hacer la patriótica —dice el Chino.
—Boludo, ¿te dije lo que me preguntó la mina cuando terminamos de fifar? —dice el Rata—. Me preguntó por vos.
El corazón me salta en el pecho. La Cindi anduvo preguntando por mí.
—A mí también me preguntó por vos, Facha —dice el Veintidós—. Me parece que te quiere de novio.
—Quiero estar ahí cuando se la presentés a tu vieja —se ríe el Chino.
—¿Qué cosa preguntó?
—Nada. ¿Cómo anda el Facha? ¿Tiene novia el Facha? ¿La tiene grande el Facha? —dice el Chino.
—¿Se la come doblada el Facha? —dice el Rata y todos se ríen.
La verdad es que a mí la mina me gustaba, pero ni loco lo iba a admitir con los muchachos. Para ellos, la Cindi no era más que para pasar un rato. Para mí, en cambio, la cosa era profunda. La venía relojeando desde el verano, que me la crucé en la misa del padre Octavio. Yo no soy muy católico, pero aquella vez la acompañé a la vieja porque iban a pedir por el abuelo, que estaba en las últimas. Ella llegó tarde y entró tratando de no hacer ruido. Yo estaba en el último banco, y ella vino y se me sentó al lado.
—Linda remera te pusiste para la misa —me dice.
Nuestras miradas se cruzan un segundo y siento que se me incendian los cachetes.
—2 Minutos —sigue diciendo—. Esperemos que no.
La miro medio de reojo. No entiendo si tengo que defender a la banda o no.
—¿Te comieron la lengua los ratones? —me susurra al oído—. Qué pena. Me ganaron de mano.
Me inclino para adelante y me acerco un poco a la vieja, a ver si así me la puedo sacar de encima. Ella abre las gambas y me apoya la rodilla en el muslo. Se me acelera el corazón y empiezo a transpirar.
Para colmo, el cura nos hace parar a todos para el Padre Nuestro. Pero si me paro paso vergüenza, así que me quedo sentado con las piernas cruzadas. La Cindi me mira medio de arriba y se sonríe. La vieja me agarra del brazo y me para de sopetón. Yo meto rápido las manos en los bolsillos, y la Cindi se ríe y me acaricia la mano a través de la tela de los pantalones.
—Mostrá un poco de respeto —me gruñe la vieja en la oreja.
—Por los siglos de los siglos, Amén —dice la iglesia entera, y yo me tiro de culo al banco y vuelvo a cruzar las piernas. Miro fijo para adelante, pero siento la mirada de la Cindi que me perfora el costado de la jeta.
La misa sigue un rato largo. Ella parece que se concentra en lo que dice el cura y me deja de joder. Yo empiezo a relajarme. De repente, llega el momento de dar la paz. Me había olvidado de la paz. Me paro rápido y la agarro a la vieja. La abrazo fuerte y no la dejo ir. La vieja me empuja, quiere darse la vuelta y seguir dando la paz al resto, pero yo no la suelto.
—Se va a poner bien —me dice la vieja—. Ahora que rezamos se va a mejorar prontito, ya vas a ver.
Me quedo mirándola sin entender. A la vieja se le llenan los ojos de lágrimas. Se da la vuelta y sigue repartiendo abrazos. No me queda otra, tengo que girar, tengo que enfrentarla. Me doy la vuelta. La Cindi me mira.
—Que la paz sea contigo —me dice riéndose, y se me empieza a arrimar. Se pone en puntitas de pie como para darme el beso, mi cuerpo se agacha un poquito.
—Y contigo —quiero decir, pero me sale un ruido como un perro atropellado.
Ella me da un beso de costado, pero el borde del labio me roza la boca. Al mismo tiempo, me apoya la cadera en la verga.
—Epa —me dice—. Mirá que sos malo, pincharme así.
Otra vez abro la boca para disculparme, pero no sé si digo algo o no. Me hierve la cara. Estoy transpirando. Ella se ríe. Se da la vuelta, saluda al padre Octavio, que nos estaba mirando ahí a un par de metros, y después se va. Yo me quedo parado enfrente del cura, y nos miramos un segundo a los ojos. Después él mira para abajo, pone cara de enojado y sale. Meto las manos en los bolsillos y me voy corriendo a casa.
Esa misma tarde, me volví a encontrar con los muchachos en lo de Tito. Como siempre, sonaba 2 Minutos. Ya no sos igual / Ya no sos igual / Sos un vigilante de la federal / Sos buchón, sos buchón. Ellos ya se habían bajado tres birras, y ahora tenían un tetra de Uvita sobre la mesa.
—¿Dónde estuviste, Facha? —me abraza el Chino—. Te extrañamos, boludo.
—No le des bola y colocate, Facha —el Rata me alcanza un vaso de plástico al tope—. Le pegó el pedo triste a este.
—¿A esta hora? ¿Qué va a quedar para la noche?
—Dejate de joder, boludo —se ríe el Veintidós—. ¿Sos rati ahora?
—Ni a palos. Pero hay que hacerlo durar, ¿no?
—Yo igual a la noche no voy a estar —eructa el Chino—. Voy a salir con una mina.
—¿Qué mina, Chino? —pregunta el Veintidós—. Mirá que Manuela no cuenta.
—Qué Manuela, pelotudo —se enoja el Chino y tira un cachetazo que no llega a ninguna cara.
—Calmate, forro —le dice el Rata y lo atrapa antes de que se caiga de la silla—. Quedó en verse con la Cindi —nos explica.
—Ah, con razón. Así sí te la creo —se ríe el Veintidós.
A mí el alma se me viene al piso. La Cindi me había estado tirando los perros apenas hacía unas horas y ahora iba a salir con el Chino.
—Boludo, yo por lo menos la pongo —dice el Chino enojado.
—Para enterrarla en esa trinchera, prefiero quedarme en casa con Manuela —me dice el Veintidós medio bajito.
Igual, el Chino lo escucha—. Maricones de mierda, ustedes no la ponen ni garpando.
—¿Qué te apuesto? —dice el Veintidós—. ¿Sabés las veces que me podría haber culeado a la Cindi si hubiera querido?
Un cuchillo se me entierra en el pecho.
—Apostemos todos —dice el Rata—. Nos la cojemos todos. Y el que no se la coja, pone el diego para la birra.
Un hachazo entre los homóplatos.
—Pará, pará —se entusiasma el Veintidós—. El que no se la coje, sigue poniendo el diego para la birra hasta que se la coja o se muera, lo que pase primero.
—Yo a partir de mañana no pongo más un mango —dice el Chino—. Esta noche me la clavo, aunque ella no quiera.
Una patada en los huevos.
—¿Cómo vamos a apostar eso?
—No seas marica, Facha —se ríen todos.
Así fue como terminé pagando la birra todos los días por los siguientes ocho meses. Durante todo ese tiempo, también seguí yendo a la iglesia. Todos los domingos me acomodaba al lado de la vieja en el último banco. La Cindi no volvió a llegar tarde, así que siempre estaba entre los primeros asientos. Igual, para mí mejor. Por mucho que lo hubiera querido, creo que si me volvía a frotar la rodilla contra la pierna me moría.
Así me pasaba las misas enteras mirándola embobado, hasta que un día el padre Octavio me agarró a la salida. Tito, el dueño del kiosko, estaba un par de metros más atrás.
—Doña Marta, ¿le puedo robar un minuto a su hijo? Quiero ver si lo convenzo de que se meta de monaguillo —le dice el cura a mi vieja.
—¿Yo no logro que lave un plato en la casa y usted quiere que venga a preparar el altar? Suerte, padre —la vieja se ríe y se va.
El padre Octavio le cabecea un saludo al Tito, que también sale.
—Mirá, pibe. Monaguillo ya tengo, así que no te asustés —me sonríe el cura—. Me contaron que andás con una bandita que te tiene medio de punto.
—¿De punto?
—Que se juntan en lo de Tito y que te tienen pagándoles los vicios.
—No, pero eso es porque perdí una apuesta —lo digo y sé que estoy metiendo la pata.
—Hagamos como que no escuché eso, porque a Dios no le gusta que apostemos—dice el padre y levanta una ceja.
Me quiero morir. Trago saliva. Me va a preguntar a qué apostamos.
—Apostamos al truco. Yo perdí.
—¿Al truco no se juega en parejas? —pregunta el padre —. ¿Vos solo perdiste?
Puta madre.
—Perdí el desempate también.
Me mira. Me mira un rato sin decir nada.
—Otra cosa —me dice—. Veo que estás viniendo seguido a la parroquia los últimos tiempos. Desde que te encontraste con Magdalena.
—¿Magdalena?
—La Cindi —suspira el cura.
Sabe que me gusta la Cindi. Tierra tragame.
—No, es que la acompaño a la vieja, a mamá.
—Y eso está muy bien —me pone la mano en el hombro—. Magdalena es una chica buena. Pero —busca las palabras.
El padre me mira. Me palmea la nuca y después me pone la mano en el hombro. Yo no aguanto más, siento que me tiembla el cuerpo, que se me empieza a fruncir la cara. El padre me sonríe. Se me salta una lágrima. Quiero salir corriendo, que nadie me vea, pero él me sostiene del hombro y me sigue dando palmaditas. Me largo a llorar con todo.
Yo estoy enamorado de vos / Desde hace mucho tiempo / Me gusta tu cuerpo esbelto / Pero más me gusta lo de adentro / Muchas veces me di vuelta por vos / Y muchas dadas vueltas más yo tendré / Siempre te he sido fiel / Pero vos conmigo no lo sos. La canción trataba sobre un tipo que le hablaba a la cerveza, pero yo la escuché en lo de Tito y sentí que alguien me estrujaba el corazón como a un trapo.
Los muchachos todavía no habían llegado, estarían cada uno es su casa alargando la sobremesa del domingo. Yo me fui directo de la iglesia al kiosko. Me compré una botella de cerveza y dos o tres cigarrillos sueltos. Y en eso estaba cuando pasó la Cindi.
—¿Me convidás uno? —me dice y no espera la respuesta. Agarra el pucho y lo sostiene entre los labios.
—Le vas a tener que pedir fuego a Tito, que yo no tengo.
¿De dónde salieron esas palabras?
Ella prende el cigarrillo y vuelve a la mesa.
—No te conocía la voz —me dice y se sienta. Agarra la botella y le da un pico.
No sé qué decir.
—Magdalena, ¿no?
—Magui —sonríe, y a mí el mundo se me ilumina.