Entré en la confitería. Con un vistazo rápido ubiqué a Perla. Imposible confundirla. Me había advertido que siempre vestía de negro. Ese color la adelgaza, me dijo.
Con un gesto instintivo acaricié mi talismán. Tiene cuernos y no tiene ojos, pero es un pez, o tiene forma de pez. Pendiente de mi cuello, se desliza sobre una cadenita de plata y siempre lo toco en la previa del estreno de una cita romántica. Estaba convencido de que me traería amparo en esas situaciones que, debido a mi timidez innata, las preveo traumáticas.
Conjeturé que para Perla el color del atuendo obedecía a un cometido idéntico al que mi pececito cumplía para mi. La protegía.
Falló. Perla-que-vestía-de-negro fue para mi una viuda negra, esas tan mentadas y peligrosas. Con esa mujer aprendí lo que hoy bautizo con un neologismo, “hombricidio”. Enamorados, los hombres somos frágiles y nuestro género no tiene un colectivo que lo defienda, ¿A quién quejarse de los golpes y el maltrato que recibí, además de la ilusión que me robó?
Mi pez no sirvió. Él y yo caímos en sus redes, diestras y siniestras a la vez.
Cuando me den el alta en este hospital, lo regalaré. ¡Talismán de mierda!