Justo a mí. Acepté, como un salame, ir a la Bombonera a ver un Boca-River.

Soy de Boca pero no fanático. Nunca le puse el cuerpo a los clásicos. Siempre les rajé, porque de cajón que hay algún quilombo. Me arreglaba bien escuchándolo a Víctor Hugo. Pero se dió que el Héctor, mi vecino el bombero, había ligado dos entradas de favor en la tribuna xeneize y me invitó. Insistió para que le hiciera pata. Bajé la guardia y acepté.

Nos ubicamos atrás del arco visitante, en la tribuna baja, la de socios, abrigados hasta la verija mirando un ir y venir de la pelota

¡Que embole! Hacía un tornillo del demonio, y los veinte pataduras parecían soldaditos de plomo. Ni hablar de los arqueros, que saltaban como chimpancés para entrar en calor. Era tan aburrido que, por lo menos a mi, me costaba tener los ojos abiertos.

Entonces lo ví, caminando entre las gradas, con la camisa verde y amarilla y el tanque mochila en la espalda, voceando “Caféeee, Sooorocabana café, calentito el feca. Un diego el vasoooo”.

¡Con ese ofri y el punto estaba laburando! ¡Un café caliente!, carburé al toque. Empecé a hacerle señas, como el penado catorce, para que subiera hasta dónde estábamos. No me miraba. El turro, de espaldas, bichaba el partido.

Miré al Héctor, pero estaba torrando como el mejor. “Que se joda”, me dije, y ahí nomás le pegué el grito.

-Che, café, subí.

Debo haber gritado fuerte, porque el Héctor pegó un salto y, medio abombado, me preguntó:

– ¿Quien hizo el gol?

-Qué gol, dolobu, estoy llamando al Sorocabana. Y agregué -En que balurdo habrás metido al que te regaló las entradas, para que te haya mandado a este aserradero.

No me dijo nada, pero metió la mano en el bolsillo del saco para sacar la guita, mientras el cafetero serpenteaba entre la hinchada para alcanzarnos. Se paró unas gradas abajo y me mostró dos dedos, arqueando las cejas. Asentí con el bocho, y el coso sacó dos vasitos del aparato y, moviendo la palanca para adelante, sirvió uno que le pasé al Hector, que le largó los dos papeles de diez pesos. Justo cuando iba a empezar a despachar el mío, oímos el pitazo.

El referí le había otorgado un corner a Boca, y Riquelme iba hacia la banderita para patearlo.

Cuando colocó la pelota, ya el pibe estaba sirviendo mi café, con los ojos puestos en la jugada. Y, ¡Riquelme era Riquelme!

Pateó, y la redonda, haciendo una curva rara, se metió justo en el ángulo del arco millonario. -¡Gooooooool!-… y el tablón de Boca se nos vino encima. Al Héctor y a mí nos frenó una de las vallas.

¿Y el cafetero?

Encima nuestro, el tanque mochila de café dado vuelta, cayendo todo el líquido hirviente sobre nosotros. ¡’jo de puta! ¡Justo a mí!

¡Ganamos los xeneizes, ganamos!  Fóbal podrido, ¡y la gran puta madre que te parió! La motoquera de cuero la vendí por dos guitas por Mercado Libre.

¿Y el Héctor? Tuvo que abrigarse con el gabán de bombero hasta que cobró. ¡Ah!, le regaló al gomía que le había pasado las entradas las pilchas que usaba ese domingo. Como suvenir… ¿la pescás?

Sobre El Autor

Roberto Tito Tchechenistky nació en la ciudad de Buenos Aires y cursó su formación universitaria en la Facultad de Ciencias Económicas de la Univ. de Buenos Aires, graduándose como Licenciado en Administración. Se desempeñó en la misma Institución como Profesor Ayudante de la Cátedra de Lógica y Metodología de las Ciencias. Después de integrar distintos Estudios Profesionales de relevancia, se independizó para dedicarse a la consultoría y asesoramiento en organización y equipamiento industrial en la industria de la confección de indumentaria y textiles para el hogar. Comenzó a desarrollar su actividad literaria en el año 1999, dedicándose al relato corto y a la poesía, y también al estudio del lunfardo rioplatense, léxico que ha utilizado para redactar algunas de sus producciones.

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