María Malusardi nació en Buenos Aires en 1966; es escritora, docente y periodista. Sus últimos libros publicados son: el desvío y el daño (buenosaires poetry, 2017), el sastre (Ediciones en Danza, 2015), artista del trapecio (Alción, 2014), la música (El Suri Porfiado, 2013), el orfanato (Alción, 2010), trilogía de la tristeza (Alción, 2009) y museo de postales (El Suri Porfiado, 2008), entre otros.
Su poética está habitada por la infancia, los sueños, la familia, el deseo. Allí dialogan fuertemente cuerpo y escritura, lenguaje y herida: “Las palabras son cuerpo, son especias, son partículas de sonidos. Las palabras son todo en el poema y nunca alcanzan. Como el cuerpo”. Allí la música ocupa un rol fundamental: “El poema está más cerca de la música y de las artes plásticas que de la literatura”, sostiene Malusardi, “El ritmo es su tambor ideológico, un corazón que piensa”.
Hay, en sus textos, un incendio primigenio, pues: “No hay belleza que no surja de lo terrible”. La escritura alimenta ese incendio y resulta a veces también devastadora. Sin embargo: “Luego de cada incendio hay un renacer”.
no fusilan máscaras sino escarabajos
desnudos se agachan juegan con el
escenario la mañana arde la
ausencia de las flores se intuye
rebelión madres incipientes flotan
rozan la arena azul de los castillos
con sus dedos protegen qué? el error
del fusil? la bala en la penumbra?
voy a escribir la muerte de mis hijos
en la mariposa
“la obra final”
Arranco con el comienzo de uno de tus libros: ¿Qué sabe la música?
Todo lo que sólo sabe el poema. Es un saber de lo inefable. Como escribió Quignard: “Allí donde el pensamiento tiene miedo, la música piensa”.
¿Cómo dialogan música y poesía?
Son lo mismo sin serlo. Es curioso: el poema es el género literario que más exige del lenguaje -refinamiento, hondura-. Sin embargo es el más denso, salvaje y etéreo (vaya combinación). Y, lo que es más asombroso, se zambulle en el interior de sí mismo hasta perderse en el interior de quien lee. El poema está más cerca de la música y de las artes plásticas que de la literatura. Cuentan, tal cual dijo el poeta Inchauspe, el sonido, la forma y la plasticidad de las palabras. El ritmo es su tambor ideológico, un corazón que piensa. Diría que la poesía y la música se encuentran dentro de mí. Escribí alguna vez un pequeño y modesto ensayo al respecto.
¿Qué te lleva, en muchas ocasiones, a la prosa poética sin puntuación? ¿Cómo se construye el sentido?
Me lleva la escritura misma adelantándose a cualquier decisión. Luego, sí, llega la reescritura, la minuciosidad, el detalle, la presencia de la puntuación por omisión. El sentido se construye en su perpetua destrucción. En la fuga de sí. Es un sentido del abismo que canta. Y no es pura intuición. La técnica -tallar, macerar, refinar- hace lo suyo.
¿Dónde nace Museo de postales?
Un día descubrí que tenía una cantidad de postales de cuadros que había comprado en diferentes museos del mundo. La necesidad de mantener el contacto con alguna obra que me haya impactado y, a la vez, la idea de imposible. El cuadro está en el museo y la experiencia es única y fugaz. Vemos un Vermeer una vez en la vida y nunca más (o acaso no lo vemos nunca). Es brutal. Es una pérdida. La única manera de mantener esa continuidad de la experiencia, si la hubo -y siempre en el plano de lo imposible- es el libro de arte, la postal. Ese museo de postales son esos cuadros traicionados a través del lenguaje (un cajón de escritorio con pequeños cartones desparramados): en el poema son otra cosa, son cartones, son la muerte, son el consumo, son la compañía, el éxtasis de la contemplación de una obra que nunca estará pero que se ve en una foto de postal, en un tamaño irreal. Todo empezó con El Angelus de Millet. Esta obra me pertenece, me dije. Esa pertenencia se refiere a un encuentro único, singular, visceral. Me convoca posesivamente. Son esos encuentros inexplicables. Lo vi dos veces en el Musee d’ Orsay. Y convivo con una postal ajada. La experiencia ante el cuadro real fue. Pasó. Pero las postales a su manera intentan perpetuar esa experiencia. Pues es imposible. Esa sensación y lo que ofrece el cuadro objetivamente confluyen en mi subjetividad y nacen los poemas. Las imágenes de las obras son disparadores. Hace poco leí un maravilloso libro de Eduardo Mileo, Extracción del agua en la niebla, que compone la historia de la pintura a través del poema. Una joya sin igual. Y, sin duda, un procedimiento creativo para indagar.
¿Cómo se da tu encuentro con la figura de Jaqueline du Pré?
Admiro profundamente a Jacqueline Du Pré como violonchelista. Y las grandes obras para violonchelo que interpreta -y va en presente- como si no fuera de este mundo. Y de pronto, la caída, la brutal caída. La tragedia extrema. Tenerlo todo para perderlo de manera obscena con la misma brutal velocidad. Esa tragedia, la del ascenso y el descenso, es de una intensidad conmovedora. El cuerpo en éxtasis se trenza con el abismo. Y cae, ni sigilosa ni sutilmente. Cae despedazándose. Una sentencia propia de la tragedia griega.
Lenguaje y herida trazan un tándem a lo largo de tu obra: “Nadie como yo le ha sacado idioma a las heridas” (Museo de postales); “Tenso para no caerme el lenguaje” (el sastre); “Son palabras las heridas que nombro para que te vayas” (el desvío y el daño). ¿En qué términos concebís esa relación? ¿Sana la escritura?
Qué observadora, Roxana. No es deliberado. Sin embargo, los mejores momentos del concierto de Elgar o de Dvorack son idiomas inesperados que surgen de la herida de nacer. No hay belleza que no surja de lo terrible, lo han sabido Hölderlin y Rilke. No, no sana la escritura. Antes creía que sí. Ahora creo que alimenta el incendio primigenio. La escritura es un bosque a la espera de esa chispa que pondrá el mundo interior en erupción y convertirá la lava en lenguaje. La escritura acomoda el desastre, pero no deja de exaltarlo. A veces, devasta. Luego de cada incendio hay un renacer. Así que no diría que sana, pero sí ayuda a tolerar porque ayuda a comprender aquello a lo que no podemos llegar más que a través de los sueños, de lo simbólico.
También cuerpo y escritura dialogan en tus textos: “Es desvío cuando la escritura revolcándose desciende al infierno de los cuerpos…”; “Cuando el cuerpo se ha trasladado a las palabras y son ellas las que incendian el espacio…” (el sastre). ¿Cuán importante resulta el cuerpo en relación a la palabra escrita?
Interesante observación. No lo sé. No lo planifico. Surge ese contacto. Mi cuerpo vibra en las palabras y viceversa. Las palabras son el cuerpo de la sinrazón, el vuelo de la materia. Las palabras son cuerpo, son especias, son partículas de sonidos. Las palabras son todo en el poema y nunca alcanzan. Como el cuerpo.
Lo onírico recorre las páginas de el desvío y el daño: “habito dos claras dimensiones: el tiempo de mi vida y el tiempo de mis sueños…”; “sueño para escribirte o escribo para soñarte…”. ¿Qué rol juegan los sueños en tu poética?
Fundamental. Los sueños, su estructura, su sentido oculto, su sinsentido, su imposibilidad de reconstruir, su estar en imágenes rescatadas de un naufragio y su recreación a través del lenguaje es una pura farsa plagada de belleza. El sueño promueve. El sueño es creador, como dice María Zambrano.
¿Por qué el daño y el desvío?
Interesante que lo digas así. El título del libro es “el desvío y el daño”. Al revés del proceso real. Pero musicalmente es mejor el desvío y el daño. En verdad, primero viene el daño y luego el desvío, como consecuencia lógica. Es un cambio de rumbo en el lenguaje que la vida arrastra. No hay nada en mis libros que no sea mi cuerpo en el lenguaje. Ahí, entonces sí, volviendo a una pregunta anterior, la escritura, parece, empalma con la cura.
Otra figura muy presente en tu obra es la infancia: “La infancia derrotada en nuestros cuerpos” (la música); “Mi naufragio mi infancia mi lenguaje obstinado en los hijos como un enredo de agua los hilos de la historia que me desafina…”; “el hilo oculto de mi niñez (el sastre)…
La infancia en mi escritura lo es todo. Si no hubiera una infancia -en mi caso tan lúdica como desgajada- no habría escritura en mí. Sin embargo, es un lugar al que no quisiera volver. Ni siquiera me animaría a otra, si existiera la mágica posibilidad de elegir y reparar. La infancia no es un tiempo para mí, es un lugar, como dije antes. Un lugar sombrío y húmedo. Esas características fertilizan, pero cierta clase de flora y de fauna. Quiero decir, no crecen flores, crecen hongos, mohos, insectos pequeños. Es un ecosistema más bien cenagoso y de mucho verde y aguas turbias. Ese es el mundo interior desde el cual escribo. Sin embargo, ahora que lo pienso mientras improviso estas respuestas, noto que mi escritura tiene color, mucho color. Hay algo expresionista, vandálico, explosivo y a la vez sutil. Pero todo viene de la humedad y de la tristeza. Jamás volvería a la infancia, ese lugar en el tiempo. Es un momento en el que se sabe todo lo que nunca debería saberse. Es un momento de absorción y de porosidad extremas. Es un momento en el que la experiencia sensible abre una herida fundamental: por allí entrará el mundo y hará de las suyas. ¿Y qué pasa si no hay buena cicatrización?
También la familia. ¿Qué opinión te merece la institución familiar? ¿Cómo se articula la infancia en ese entramado?
La familia y la infancia van juntas y se perpetúan finalmente. Se continúan dentro a través de mecanismos inconscientes, de lazos indestructibles y a veces patológicos. La familia es muy compleja. Siempre me atormentó. Tiene que ver con mi experiencia en relación a lo amoroso, cuando lo amoroso es trágico antes de. La familia es unidad básica de la soledad humana. Donde te abrigan también te desamparan.
Contános sobre el inicio de tu escritura.
La escritura me salvó siempre y en diferentes circunstancias -lo que no significa que sane, es decir, salva cada vez-. Sin saberlo, estaba ahí, demostrándome que era un camino ineludible para mí. Hubo un hecho muy significativo. Intentaré sintetizarlo. Estaba en el último año de la escuela primaria. Mis padres acababan de separarse, año 78. Todo era desastroso. Mis padres transitaban una depresión importante. Yo vivía en estado de terror y de angustia. Tenía dos hermanos pequeños a los que sentía tenía que proteger. Todas fantasías mías, por supuesto. Tenía miedo de que mis padres se murieran, se suicidaran concretamente. Así vivía yo: en estado de tragedia alimentada por el miedo. El contexto del país probablemente ayudaba, resultaba envolvente. A partir de la separación, decidieron cambiarme de escuela. De un colegio de monjas, mojigato y perverso, y en el que sufría mucho, a una escuela estatal a la que iba ya uno de mis hermanos. Era otro mundo. Para mí fue un cambio muy positivo y coincidía además con lo que era mi familia: laica y disfuncional. Empecé a respirar de otra manera. Era mi lugar. Sin embargo, sufrí ese cambio. Me costaba todo. Siempre estaba en el ojo de la tormenta. Un día, tuve una prueba de lengua y me esmeré. Me encantaba lengua, claro. Yo era una alumna problemática en ese entonces, desconcentrada e inquieta. El día que la maestra entregó la prueba, dijo que quería destacar la de María Malusardi. Y, sobre todo, la composición. Y la leyó ante todos. Ahí, en el momento en el que María Isabel -así se llamaba mi maestra- empieza a leer, se me corta el recuerdo. Creo que la vergüenza que sentí me anula el recuerdo. Habré querido que la tierra me tragara. Sin embargo, estaba feliz porque me había sacado un diez. Había hecho una prueba de lengua completa perfecta. No era habitual en mí. Más bien yo era un desastre. Pero lo más importante: destacó la composición. Lo único que recuerdo es el comienzo: Mis manos son tristes… Podría decir que es ese el comienzo más contundente.
¿Cuál es el mapa de tus lecturas e influencias más fuertes?
Es una pregunta sin respuesta. Pero intentaré acercar algo. La lectura es una de las cosas más hermosas de este mundo. La lectura sí sana. Y modifica. Leer para mí es respirar. Es ya fisiológico. Ando con libros encima, siempre. Los mapas van cambiando a lo largo de la vida. Y sin duda sería interminable hablar de todos los que he compuesto. Me centraré en lo que me sucede hoy. Leo poesía constantemente: hallazgos y relecturas. Y sobre todo ensayo y filosofía, aunque nunca abandono la narrativa. En este tiempo, me dedico especialmente al ensayo poético tanto de poetas como de filósofos. Leo, apunto, escribo al respecto. Es un ejercicio de admiración, como diría Cioran. Puedo nombrar algunos de los autores y autoras que me acompañan permanentemente: Edmond Jabès, Paul Celan, George Steiner, María Zambrano, Nelly Sachs, Joyce Mansour, Clarice Lispector, Natalia Ginzburg, Octavio Paz, Maurice Blanchot, George Bataille, Lucrecio, Wallace Stevens, Marina Tsvietáieva, Emily Dickinson, César Vallejo, Yves Bonnefoy, Giuseppe Ungaretti, Antonio Gamoneda, Pascal Quignard, Thomas Bernhardt, Walter Benjamin, Samuel Beckett, José Angel Valente, René Char, Antonin Artaud… ¡Interminable! Y por supuesto, autoras y autores argentinos clásicos y contemporáneos. Me gusta mucho la poesía argentina, creo que hay un potencial enorme, que me ocupo de difundir en mis tallares, aunque también creo que hay mucho que desmalezar. Sin embargo, es un ejercicio crítico interesante y que pone en juego nuestra capacidad de lectura y esencialmente nuestro rigor, no sólo a la hora de leer sino a la hora de escribir.
Fotos: Marco Zanger